La chica del tambor (42 page)

Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
3.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Eso creo.

–¿Y en la anterior, ésa de la que no recuerdo la fecha?

–Mil novecientos cincuenta y seis.

–¿Sí?

–Sí.

–¿Y en la posterior, la del setenta y tres?

–Es probable.

–¿Por qué luchabas?

Otra espera ritual.

–En el cincuenta y seis porque quería ser un héroe, en el sesenta y siete por la paz, y en el setenta y seis… por Israel -añadió como si le costara acordarse de lo último.

–¿Y ahora? -preguntó ella-. ¿Qué es lo que te mueve a luchar esta vez?

La lucha misma, pensó Charlie. Salvar vidas. El que me lo hayan pedido. Que mis compatriotas puedan bailar el
debka
y escuchar los relatos de los viajeros junto al pozo.

–José…

–Dime, Charlie.

–¿Cómo te hiciste esas cicatrices tan monas?

Sus largas pausas habían adquirido en la oscuridad el encanto de un fuego de campamento.

–Las quemaduras creo que metido en un tanque, y los orificios de bala al querer salir de él.

–¿Cuántos años tienes?

–Veinte. Veintiuno, quizá.

A los ocho años entré en el Ashbal, pensó ella. A los quince…

–¿Y tu padre, quién era? -preguntó ella, decidida a conservar la magia del momento.

–Un pionero. Uno de los primeros colonos.

–¿De dónde venía?

–Polonia.

–¿Y cuándo emigró?

–En los años veinte, durante la tercera
aliyah,
no sé si sabes lo que es.

No lo sabía, pero ahora no tenía importancia.

–¿Cuál era su oficio?

–Obrero de la construcción. Trabajaba con sus manos. Convirtió una duna en una ciudad… y la llamó Tel Aviv. Era un socialista de los pragmáticos. No era muy religioso, jamás bebía y jamás tuvo nada que valiera más de unos pocos dólares.

–¿Te gustaría haber sido como él? -preguntó Charlie.

No va a responder, pensó. Se ha dormido. No seas impertinente.

–Yo escogí una profesión más elevada.

O ella te escogió a ti, pensó Charlie, pues así se escoge cuando uno ha nacido en el cautiverio. Y luego, casi al momento, se quedó dormida.

Pero Gadi Becker, el avezado guerrero, permaneció pacientemente en vela mirando la oscuridad y escuchando la irregular respiración del nuevo recluta. ¿Por qué le había hablado de esas cosas? ¿Por qué había manifestado sus opiniones en el mismo momento en que la estaba mandando a su primera misión? A veces ya no se fiaba de sí mismo. Si flexionaba los músculos se encontraba con que los tendones de la disciplina ya no se tensaban como antes; trazaba un camino recto y cuando miraba atrás se sorprendía de su ángulo de error. ¿Qué deseo en el fondo, el combate o la paz?, se preguntaba. Era demasiado viejo para ambas cosas; demasiado viejo para continuar, demasiado viejo para parar. Demasiado viejo para entregar su vida pero al mismo tiempo incapaz de negarse. Demasiado viejo para no conocer el sabor de la muerte antes de matar.

José siguió escuchando hasta que la respiración de Charlie adoptó el sosegado ritmo del sueño. Miró la esfera luminosa de su reloj en la oscuridad, sosteniéndose la muñeca al estilo Kurtz, y luego, tan silenciosamente que aun completamente despierta a Charlie le habría costado oírle, se puso el blazer rojo y salió a hurtadillas de la habitación.

El conserje de noche era un hombre muy despierto, y le bastó ver a aquel trajeado caballero para notar la inminencia de una buena propina.

–¿Tienen impresos para telegramas? -preguntó Becker con tono apremiante.

El conserje se sumergió bajo el mostrador y le tendió uno.

Becker empezó a escribir con letra grande y clara, en tinta negra. Tenía las señas en su memoria (a la atención de un abogado de Ginebra); Kurtz se las había pasado desde Munich tras confirmar con Yanuka, por razones de seguridad, que aún servían. El texto también lo había memorizado. Empezaba así: «Sírvase avisar a su cliente…», y mencionaba el vencimiento de unas obligaciones con arreglo al contrato vigente. Eran en total cuarenta y nueve palabras. Tras releerlas añadió la rígida y cohibida rúbrica que Schwili le había enseñado con tanta paciencia. Después dejó el impreso sobre el mostrador y dio al conserje una propina de quinientos dracmas.

–Quiero que envíe este telegrama dos veces, ¿entiende? Dos veces, el mismo mensaje. Ahora, por teléfono, y mañana por la mañana, desde la oficina de correos. No se lo encargue a un botones: hágalo usted mismo. Cuando esté, me manda el resguardo a mi cuarto.

El conserje pensaba hacer exactamente lo que le pedía aquel caballero. Había oído hablar de las propinas árabes, y más aún había soñado con ellas. Y esta noche, así porque sí, acababa de conseguir una. Le habría encantado poder servir al caballero en muchas otras cosas, pero el caballero, ay, hizo oídos sordos a sus sugerencias. Sintiéndose desamparado, el conserje contempló cómo su codiciada presa se le escapaba calle abajo y torcía hacia el puerto. La furgoneta de comunicaciones estaba en un aparcamiento. Había llegado el momento de que el gran Gadi Becker enviara su informe confirmando que la gran botadura podía empezar sin problemas.

13

El monasterio quedaba a dos kilómetros de la frontera, en una hondonada rocosa poblada de juncias amarillas. Era un lugar tristemente profanado de techos ruinosos y un claustro de celdas agrietadas en cuyas paredes habían pintarrajeado chicas bailando el hula-hoop. Algún cristiano tardío había montado allí una discoteca, pero al igual que los monjes había terminado largándose. En un trecho de cemento que debía haber sido la pista de baile estaba el Mercedes rojo, como un caballo de guerra presto para la batalla, y al lado el adalid que lo iba a montar y José supervisándolo todo en calidad de intendente. Aquí, Charlie, es donde te trajo Michel para cambiar la matrícula del coche y despedirse de ti; aquí es donde te entregó los documentos falsos y las llaves. Rose, por favor, limpia esa puerta. Rachel, ¿qué hace ese papelito en el suelo? Volvía a ser el perfeccionista de siempre, ordenando hasta el menor detalle. La furgoneta de comunicaciones estaba aparcada junto al muro exterior y el cálido vientecillo hacía ondear suavemente la antena.

Las placas con la matrícula de Munich estaban ya colocadas. Una polvorienta «D» de Alemania había sustituido a la pegatina del cuerpo diplomático. Habían eliminado todo lo innecesario, que ahora, con gran meticulosidad, procedía Becker a reemplazar por elocuentes
souvenirs:
una manoseada guía de la Acrópolis olvidada en el bolsillo de una puerta, pepitas de uva en el cenicero, trozos de mondadura de naranja en el suelo, palitos de helado griego, envoltorios de chocolatina. A continuación, dos entradas para visitar las ruinas de Delfos más un mapa Esso de carreteras con la ruta Delfos-Tesalónica marcada con rotulador y un par de anotaciones al margen garabateadas por Michel en árabe cerca de los montes donde Charlie había tenido su bautismo de fuego y errado el tiro; un peine con unos cuantos cabellos negros y las púas tiznadas por la corrosiva loción capilar alemana; unos guantes de conducir de piel, ligeramente rociados con el desodorante de Michel; una funda para gafas marca Frey, de Munich, que correspondía a las gafas de sol que se rompieron cuando su propietario intentó recoger a Rachel en la frontera.

Por último, Becker sometió también a Charlie a un concienzudo examen desde los zapatos hasta la cabeza y vuelta a bajar vía su pulsera hasta que José se volvió (según ella a regañadientes) hacia una mesa de caballete sobre la que estaba expuesto el contenido de su bolso una vez revisado.

–Mételo todo dentro, por favor -dijo finalmente él tras un último repaso, y se quedó mirando cómo Charlie guardaba las cosas: pañuelo, lápiz de labios, permiso de conducir, monedas, cartera, recuerdos, y todos los cachivaches meticulosamente previstos para, llegado un registro, atestiguar la compleja historia de sus diversas vidas.

–¿Y sus cartas? -dijo ella. José hizo una de sus pausas-. Lo lógico es que si me escribía esas cartas tan ardientes, yo las lleve encima a todas partes.

–Michel no te lo permite. Tienes órdenes estrictas de guardar sus cartas en tu piso, en lugar seguro, y no de cruzar la frontera estando en posesión de ellas. No obstante… -De un bolsillo lateral de la americana, José había sacado una pequeña agenda envuelta en papel de celofán; estaba encuadernada en tela y tenía un pequeño lapicero en el lomo-. Como tú no llevas un diario, hemos decidido hacerlo por ti.

A regañadientes, Charlie lo cogió, retiró el celofán y cogió el lápiz. Tenía pequeñas marcas de mordeduras, como los lápices que ella utilizaba, pues siempre los mordía. Ojeó media docena de páginas. Las anotaciones de Schwili eran más bien dispersas, pero gracias a la chispa de León y a la memoria electrónica de Miss Bach, parecían realmente escritas por ella. Nada de la etapa de Nottingham: por lo visto, Michel había caído del cielo. En York, una «M» entre signos de interrogación y encerrada en un círculo. En una esquina del mismo día, un contemplativo garabato alargado como los que solía hacer cuando fantaseaba. Su coche merecía una mención:
Llevar el Fiat a Eustace a las nueve,
y su madre también:
Dentro de una semana cumpleaños de mama. Comprar regalo ahora.
E incluso Alastair:
Ir con A a la isla de Wight. ¿Anuncio de Kellogg’s?
Se acordó de que Al no había ido finalmente porque Kellogg’s había encontrado a un actor más sobrio y mejor. Para los períodos, unas líneas onduladas, y un par de veces esta irónica apostilla:
Resbalón.
En la página correspondiente a las vacaciones en Grecia encontró la palabra Mykonos escrita en cuidadas letras de molde, y al lado el horario de llegadas y salidas del vuelo chárter. Pero en la página correspondiente a su llegada a Atenas, una bandada de aves en pleno vuelo iluminaba a doble página el acontecimiento en bolígrafo azul y rojo, como un tatuaje de lobo de mar. Arrojó el diario al bolso de mano y cerró la presilla. Aquello era excesivo. Se sentía como violada; quería ver a gente a la que aún pudiera sorprender, gente que no falsificara sus sentimientos y su escritura para que ya no pudiera saber cuál era el original. Tal vez José lo sabía. Tal vez supo verlo en sus bruscos ademanes. Ojalá, pensó ella, viendo que sujetaba la puerta del coche abierta con su mano enguantada. Charlie montó enseguida.

–Vuelve a mirar los papeles -le ordenó él.

–No me hace falta -dijo Charlie mirando al frente.

–¿Matrícula del coche?

Se la dijo.

–¿Fecha de matriculación?

Se lo fue diciendo todo, una cosa tras otra, una mentira tras otra. El vehículo era propiedad de un conocido médico muniqués, con nombre y apellidos, que era su actual amante. El seguro y la matrícula a nombre de él, véase los papeles falsos.

–¿Cómo es que no va contigo tu dinámico doctor? Esto te lo pregunta Michel, ya me entiendes.

Ella le entendía.

–Ha tenido que coger el avión esta mañana: un caso urgente. Yo he quedado en llevar el coche. Él estaba en Atenas dando una conferencia. Hemos hecho turismo juntos.

–¿Dónde le conociste?

–En Inglaterra, es amigo de mis padres… atiende sus resacas. Mis padres son monstruosamente ricos, ¿lo sabías?

–Para una emergencia, dispones de los mil dólares que llevas en el bolso y que Michel te ha dejado para el viaje. Puedes estar segura de que tendrás un pequeño subsidio por las horas que le has dedicado, por las molestias. ¿Cómo se llama su esposa?

–Renate, y yo odio a esa tía.

–¿Los niños?

–Cristoph y Dorothea. Si Renate se quitara de en medio, yo podría ser una magnífica madre para los dos. Y ahora, me voy. ¿Algo más?

–Sí.

Por ejemplo, que me quieres, le sugirió ella mentalmente; por ejemplo, que te sabe un poco mal mandarme al corazón de Europa con un coche lleno de explosivo plástico ruso.

–No te confíes demasiado -le aconsejó él sin más emoción que si hubiera estado examinando su carnet de conducir-. No todos los guardias fronterizos son tontos, ni todos maníacos sexuales.

Ella se había jurado a sí misma que no habría despedidas, y tal vez José había pensado lo mismo.

–De acuerdo -dijo ella, y puso el motor en marcha.

Él no sonrió ni agitó el brazo. A lo mejor dijo «Suerte, Charlie», pero en ese caso ella no pudo oírlo. Charlie entró en la carretera general. El monasterio y sus provisionales moradores se desvanecieron de su espejo retrovisor. Recorrió un par de kilómetros bastante rápido y llegó a una vieja indicación en forma de flecha que decía jugoslawien. Prosiguió más despacio, al ritmo del tráfico. La carretera se ensanchaba hasta convertirse en un aparcamiento. Vio una hilera de autocares de turismo y otra de coches y las banderas de todas las naciones, chamuscadas y descoloridas por el sol. Soy inglesa, alemana, israelí y árabe. Se situó detrás de un deportivo descapotable. Delante iban dos chicos y detrás dos chicas. Charlie se preguntó si serían gente de José… o de Michel… o agentes de policía. Así es como empezaba a ver a la gente: todos pertenecemos a alguien. Un agente uniformado la instaba impaciente a que avanzara. Lo tenía todo listo. Documentación falsa, explicaciones falsas. Nadie se las pidió. Había logrado pasar.

José bajó los prismáticos. Estaba en una cumbre que dominaba el monasterio, y la furgoneta le esperaba abajo.

–Paquete enviado -dijo lacónicamente a David al volver, y éste tecleó el mensaje. Por Becker habría sido capaz de transmitir lo que fuera sin importar el riesgo, aunque hubiese tenido que matar. Becker era para él una leyenda viviente, un hombre completo a quien David aspiraba a imitar sin descanso.

–Marty responde que enhorabuena -dijo con respeto el muchacho.

Pero el gran Becker parecía no estar allí.

No hacía otra cosa que conducir. Conducía doliéndole los brazos de agarrar el volante con demasiada fuerza y doliéndole el cuello por llevar las piernas demasiado rígidas. Conducía con dolor de vientre debido a la excesiva inactividad… pero también al miedo. Y el colmo fue cuando el motor se ahogó y ella pensó: ¡Hurra, por fin una avería! Si tienes problemas, abandona el coche, le había dicho José; déjalo en cualquier desvío, haz autostop, deshazte de los papeles, coge un tren. Pero sobre todo, aléjate cuanto puedas del coche. Pero ahora que se había puesto en marcha, no se veía capaz de hacerlo: sería como dejar plantada a la compañía en mitad de una obra. Se volvió sorda de tanta música; apagó la radio pero el ruido de los camiones la ensordecía también. Iba como en una sauna, iba muerta de frío, iba cantando. No había avance, sólo movimiento. Se dedicó a charlar animadamente con su difunto padre y con su condenada madre: «Verás, mamá, he conocido a un árabe de lo
más
encantador; es un hombre
cultísimo
y
muy
rico y educado, la cosa fue como un polvo larguísimo del amanecer a la puesta de sol y vuelta a empezar…»

Other books

The Far West by Patricia C. Wrede
Crang Plays the Ace by Jack Batten
Our Andromeda by Brenda Shaughnessy
Catseye by Andre Norton
Paradise by Katie Price
To Tame a Dragon by Megan Bryce
Hunt the Wolf by Don Mann, Ralph Pezzullo