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Authors: Bruce Sterling

Tags: #policiaco, #Histórico

La caza de Hackers. Ley y desorden en la frontera electrónica (40 page)

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Carlton Fitzpatrick está dando una clase acerca del Tercer Mundo a los agentes antidroga, y está muy orgulloso de sus progresos. Quizás pronto las sofisticadas redes de camuflaje del cártel de Medellín tendrán un equivalente en una sofisticada red de ordenadores de los enemigos declarados del cártel de Medellín. Serán capaces de seguirle la pista a saltos al contrabando, a los
señores
internacionales de la droga que ahora saltan las fronteras con gran facilidad, derrotando a la policía, gracias a un uso inteligente de las fragmentadas jurisdicciones nacionales.

La JICC y EPIC han de permanecer fuera del alcance de este libro. Me parecen cuestiones muy amplias, llenas de complicaciones que no puedo juzgar. Sé, sin embargo, que la red internacional de ordenadores de la policía, cruzando las fronteras nacionales, es algo que Fitzpatrick considera muy importante, el heraldo de un futuro deseable. También sé que las redes, por su propia naturaleza, ignoran las fronteras físicas. También sé que allí donde hay comunicaciones hay una comunidad, y que, cuando esas comunidades se hacen autoconscientes, luchan para preservarse a sí mismas y expandir su influencia. No hago juicios acerca de si ello es bueno o es malo. Se trata solamente del
ciberespacio
, de la forma en que de verdad son las cosas.

Le pregunté a Carlton Fitzparick que consejo le daría a alguien de veintiún años que quisiera destacar en el mundo de la policía electrónica.

Me dijo que la primera regla es no asustarse de los ordenadores. No has de ser un
pillado
de los ordenadores, pero tampoco te has de excitar porque una máquina tenga buen aspecto. Las ventajas que los ordenadores dan, a los criminales listos, están a la par con las que dan a los policías listos. Los policías del futuro tendrán que imponer la ley
con sus cabezas, no con sus pistolas
. Hoy puedes solucionar casos sin dejar tu oficina. En el futuro, los policías que se resistan a la revolución de los ordenadores no irán más allá de patrullar a pie.

Le pregunté a Carlton Fitzpatrick si tenía algún mensaje sencillo para el público, una cosa única que a él le gustara que el público estadounidense supiera acerca de su trabajo.

Lo pensó durante un rato.

—¡Sí!, —dijo finalmente.
Dime las reglas, y yo enseñaré esas reglas
—Me miró a los ojos. —
Lo hago lo mejor que puedo
.

Parte 4
Los libertarios
45
civiles.

La historia de
La Caza de Hackers
, tal y como la hemos estado siguiendo hasta ahora, ha sido tecnológica, subcultural, criminal y legal. La historia de los libertarios civiles, si bien depende de todos estos aspectos, es completa y profundamente
política
.

En 1990 la oscura y largamente orquestada contienda sobre la propiedad y naturaleza del
ciberespacio
, se hizo ruidosa e irremediablemente pública. Gentes de algunos de los más peculiares estratos de la sociedad americana, se convirtieron repentinamente en figuras públicas. Algunas de estas personas encontraron la situación mucho más agobiante de lo que habían imaginado. Cambiaron de opinión y trataron de regresar a la oscuridad mandarinesca de sus acogedores nichos subculturales, lo cual generalmente ha probado ser un error.

Pero los libertadores civiles tuvieron su gran éxito en 1990. Se encontraban organizándose, promocionando, persuadiendo, haciendo giras, negociando, posando para fotos publicitarias, concediendo entrevistas, a veces indecisos ante la atención pública, pero cada vez más sofisticados, tomando bajo su poder la escena pública.

No es difícil ver porqué los libertadores civiles tuvieron esta ventaja competitiva.

Los
hackers
de la clandestinidad digital son una
élite
hermética. Encuentran difícil poder presentar su caso ante el público en general. Actualmente los
hackers
desprecian con toda franqueza al
ignorante
público, y nunca han creído en el buen juicio
del sistema
. Hacen propaganda, pero solamente entre sí, comúnmente en frívolos y mal redactados manifiestos de lucha de clases, rebelión juvenil o ingenuo utopismo técnico. Han de pavonearse y alardear para establecer y preservar sus reputaciones. Pero si hablan muy alto y públicamente, romperían la frágil tensión superficial de la clandestinidad y serían hostigados o arrestados. A largo plazo la mayoría dan un paso en falso, son descubiertos, traicionados o simplemente se dan por vencidos. Como fuerza política, el
underground
digital está incapacitado.

Los
telecos
, por su parte, están en una torre de marfil en un sitio bien protegido. Tienen mucho dinero con el cual lograr la imagen pública que deseen, pero gastan mucha energía y buena voluntad atacándose mutuamente con humillatorias y calumniantes campañas publicitarias. Los
telecos
han sufrido a manos de los políticos, y, como los
hackers
, no creen en el buen juicio del público; y es probable que este escepticismo esté bien fundamentado. Si el público de estos años 90 de alta tecnología, entendiera bien cuáles son sus intereses en las telecomunicaciones, esto bien podría plantear una grave amenaza a la autoridad y poder técnico especializado, que los
telecos
han saboreado por más de un siglo. Los
telecos
tienen grandes ventajas: empleados leales, experiencia especializada, influencia en las salas del poder, aliados tácticos en el negocio del cumplimiento de la ley e increíbles cantidades de dinero. Sin embargo, en cuestiones políticas, carecen de genuinas bases de soporte; simplemente parece que no tienen muchos amigos.

Los policías saben muchas cosas que los demás no saben, pero sólo revelarán aquellos aspectos de su conocimiento, que crean que mejor encajen con sus propósitos institucionales y que fomenten el orden público. Los policías gozan de respeto, tienen responsabilidades, tienen poder en las calles y hasta en los hogares, pero no son muy bien vistos en la escena pública. Cuando son presionados, salen a la luz pública para amenazar a los tipos malos, para halagar a ciudadanos prominentes, o tal vez para sermonear severamente al ingenuo y desencaminado; pero entonces regresan a sus estaciones, al juzgado y al libro de reglas.

En cambio, los libertarios civiles electrónicos han probado ser animales políticos por naturaleza. Parece que comprendieron rápidamente ese truismo posmoderno de que la comunicación es poder. La publicidad es poder. Hacer ruido es poder. La habilidad de poner en la agenda pública —y mantenerlos ahí— los propios asuntos, es poder. Fama es poder. La simple fluidez y elocuencia personal pueden ser poder, si de alguna manera se pueden atraer el oído y la vista del público.

Los libertarios civiles no tenían un monopolio sobre el
poder técnico
, aunque si bien todos tenían ordenadores, la mayoría no eran expertos particularmente avanzados en la materia. Tenían una buena cantidad de dinero, pero nada comparable a la fortuna y la galaxia de recursos de los
telecos
o las agencias federales. No tenían la autoridad para arrestar gente. No poseían los trucos sucios de los
hackers
o
phreakers
. Pero sabían como trabajar en equipo de verdad.

Al contrario de los otros grupos en este libro, los libertarios civiles han operado mucho más abiertamente, casi en medio del alboroto público. Han dado conferencias a enormes audiencias y hablado a innumerables periodistas, y así han aprendido a refinar su discurso. Han mantenido las cámaras disparando, los faxes zumbando, el correo electrónico fluyendo, las fotocopiadoras funcionando, han cerrado sobres y gastado pequeñas fortunas en tarifas aéreas y llamadas a larga distancia. En una sociedad de la información, esta actividad abierta, ostensible y obvia ha probado ser una profunda ventaja.

En 1990, los libertarios civiles del
ciberespacio
se agruparon viniendo de ningún lugar en particular y a velocidad cambiante. Este
grupo
—de hecho, una red de partes interesadas que apenas merece ser designada con un término tan vago— no tiene nada de organización formal. Aquellas organizaciones formales de libertarios civiles que se interesaron en temas del
ciberespacio
, principalmente los Computer Professionals for Social Responsibility —es decir, Informáticos por una Responsabilidad Social, a partir de ahora CPSR— y la American Civil Liberties Union —es decir Unión Americana de Libertades Civiles a partir de ahora ACLU—, fueron arrastrados por los eventos de 1990, y actuaron principalmente como adjuntos, financiadores o plataformas de lanzamiento.

Los libertarios civiles, no obstante, gozaron de más éxito que cualquiera de los otros grupos relacionados con
La Caza
de 1990. En el momento de escribir estas líneas, su futuro aparece en tonos rosados y la iniciativa política está firmemente en sus manos. Hay que tenerlo en mente mientras analizamos las inverosímiles vidas y estilos de vida, de la gente que consiguió que todo esto sucediera.

En junio de 1989, Apple Computer, Inc., de Cupertino, California, tenía problemas. Alguien había copiado de forma ilícita un pequeño fragmento de
software
propiedad de Apple,
software
que controlaba un chip interno que dirigía la presentación de imágenes en la pantalla. Este código fuente de Color QuickDraw era una pieza celosamente guardada de la propiedad intelectual de Apple. Se suponía que sólo personas de confianza internas de Apple podían poseerlo.

Pero la liga
NuPrometheus
quería que las cosas fueran diferentes. esta persona —o personas— hizo diversas copias ilícitas del código fuente, quizás hasta un par de docenas. Él —o élla, o éllos, o éllas— puso esos
disquetes
ilícitos en sobres y los mandó por correo a gente de toda América: gente de la industria de los ordenadores que
estaban asociadas con
, pero que no eran empleados directos de Apple Computer.

La operación de
NuPrometheus
era un crimen de estilo
hacker
muy complejo y con una alta carga ideológica. Recordemos que Prometeo robó el fuego de los Dioses y dio este poderoso regalo a la humanidad. Una actitud divina similar, estaba de fondo entre la
élite
corporativa de Apple Computer, mientras que
NuPrometheus
tomaba el rol de semidiós rebelde. Las copias ilícitas de estos datos se regalaron.

Quienquiera que fuera el
Nuevo Prometeo
, escapó al destino del Dios clásico Prometeo, que fue encadenado a una roca durante siglos por los vengativos dioses, mientras que un águila le arrancaba y devoraba su hígado. Por otro lado,
NuPrometheus
estaba en una escala mucho más baja que su modelo. El pequeño fragmento de código de Color Quickdraw que había sustraído y replicado era más o menos inútil para los rivales industriales de Apple —y, de hecho, para cualquier otra persona—. En lugar de dar el fuego a la humanidad, sería más bien como si
NuPrometheus
hubiera fotocopiado los esquemas de una parte del encendedor Bic. El acto no era una obra genuina de espionaje industrial. Más bien podría interpretarse como una bofetada, deliberada y simbólica, en la cara de la jerarquía corporativa de Apple.

Las luchas internas de Apple eran bien conocidas en la industria. Los fundadores de Apple, Jobs y Wozniak, hacía tiempo que se habían ido. Su núcleo de trabajadores había sido un grupo de californianos de los años 60, y ahora estaban muy poco felices con el régimen de estilo multimillonario actual de Apple. Muchos de los programadores y desarrolladores que habían inventado el modelo Macintosh a principios de los años 80 también habían abandonado la compañía. Eran ellos, y no los actuales amos del destino corporativo de Apple, los que habían inventado el código robado de Color Quickdraw. El golpe de
NuPrometheus
estaba bien calculado para herir moralmente a la compañía.

Apple llamó al FBI. El grupo tomaba un gran interés en los casos de alto nivel de robo de propiedad intelectual, espionaje industrial y robo de secretos comerciales. Era la gente perfecta para llamarla, y el rumor es que las entidades responsables fueron descubiertas por el FBI y despedidas por la administración de Apple.
NuPrometheus
nunca fue acusado públicamente de un crimen, o juzgado, o encarcelado. Pero ya no hubo más envíos ilícitos de
software
interno de Macintosh. Finalmente se permitió que el doloroso evento de
NuPrometheus
se fuera apagando.

Mientras, un gran grupo de espectadores se encontró con el rol de entretener a invitados sorpresa del FBI.

Una de estas personas era John Perry Barlow. Barlow es un hombre de lo más inusual, difícil de describir en términos convencionales. Quizás sea más conocido como el letrista de los Grateful Dead, pues compuso las letras de «Hell in a Bucket», «Picasso Moon», «Mexicali Blues», «I Need a miracle» y muchas otras. Había estado escribiendo para la banda desde 1970.

Antes de enfrentarnos a la vergonzosa cuestión de por qué un letrista de rock tendría que entrevistarse con el FBI por un asunto de crimen informático, tendríamos que decir un par de cosas sobre the Grateful Dead. The Grateful Dead seguramente es la más exitosa y duradera de las numerosas emanaciones culturales que han surgido del distrito de Haight-Ashbury de San Francisco, en los días gloriosos de la política del movimiento y la trascendencia lisérgica. The Grateful Dead es un nexo, un verdadero torbellino de furgonetas psicodélicas, camisetas teñidas, pana del color de la tierra, bailes histéricos y uso de drogas, abierto y desvergonzado. Los símbolos y las realidades del poder de los
colgados
de California, rodean a The Grateful Dead como el macramé.

The Grateful Dead y los miles de seguidores conocidos como
Deadheads
46
son bohemios radiales. Esto es algo que todo el mundo sabe. Saber lo que implica en los años 90 ya es más problemático.

The Grateful Dead están entre los más famosos, populares y ricos del mundo de la farándula: el número veinte, según la revista
Forbes
, exactamente entre M.C. Hammer y Sean Connery. En 1990, este grupo de proscritos disolutos había ganado diecisiete millones de dólares. Habían estado ganando sumas así desde hacía bastante tiempo.

Y aunque los Dead no son banqueros especializados en inversión o especialistas en impuestos con vestidos de tres piezas —de hecho, son músicos
hippies
— su dinero no se malgasta en excesos bohemios. Los
Dead
han estado activos durante mucho tiempo, ofreciendo fondos para actividades valiosas en su extensa y extendida geográficamente comunidad cultural.

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