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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (81 page)

BOOK: La catedral del mar
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59

Guillem había alquilado una casa en el barrio de la Ribera. Evitó el lujo, pero la casa era suficientemente amplia para acoger a los tres; con una habitación para Joan, pensó Guillem cuando dio las oportunas instrucciones. Arnau fue recibido con cariño por las gentes de la playa cuando desembarcó del laúd en el puerto de Barcelona. Algunos mercaderes que vigilaban el transporte de sus mercaderías o transitaban por las cercanías de la lonja lo saludaron con un movimiento de cabeza.

—Ya no soy rico —le comentó a Guillem sin dejar de andar y devolviendo los saludos.

—Cómo corren las noticias —le contestó éste.

Arnau había dicho que lo primero que quería hacer al desembarcar era visitar Santa María para agradecerle a la Virgen su liberación; sus sueños habían pasado de la confusión a la nitidez de la pequeña figura saltando por encima de las cabezas de la gente mientras él era llevado en volandas por los consejeros de la ciudad. Sin embargo, su trayecto se vio interrumpido al pasar por la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous. La puerta y las ventanas de su casa, de su mesa de cambios, estaban abiertas de par en par. Frente a ella había un grupo de curiosos que se hicieron a un lado cuando vieron llegar a Arnau. No entraron. Los tres reconocieron algunos de los muebles y efectos que los soldados de la Inquisición amontonaban sobre un carro junto a la puerta: la larga mesa, que sobresalía del carro y había sido atada con cuerdas, el tapete rojo, la cizalla para cortar la moneda falsa, el ábaco, los cofres…

La aparición de una figura de negro que anotaba los enseres desvió la atención de Arnau. El dominico dejó de apuntar y clavó la mirada en él. La gente guardó silencio mientras Arnau reconocía aquellos ojos: eran los que lo habían escrutado durante los interrogatorios, tras la mesa, junto al obispo.

—Carroñeros —musitó.

Eran sus pertenencias, su pasado, sus alegrías y sus sinsabores. Jamás hubiera pensado que presenciar cómo le expoliaban… Nunca había dado importancia a sus bienes, y, sin embargo, se llevaban toda una vida.

Mar notó sudor en la mano de Arnau.

Alguien, desde atrás, abucheó al fraile; inmediatamente, los soldados dejaron los enseres y desenvainaron sus armas. Tres soldados más aparecieron desde el interior con las armas ya en la mano.

—No permitirán otra humillación a manos del pueblo —advirtió Guillem tirando de Mar y Arnau.

Los soldados arremetieron contra el grupo de curiosos, que salió corriendo en todas direcciones. Arnau se dejó llevar por Guillem, mirando hacia atrás, con la vista puesta en el carro.

Olvidaron Santa María, hasta cuyo portal llegaron algunos de los soldados que perseguían a la gente. La rodearon apresuradamente para llegar a la plaza del Born y, desde allí, a su nueva casa.

La noticia del regreso de Arnau corrió por la ciudad. Los primeros en presentarse fueron unos missatges del consulado. El oficial no se atrevió a mirar a Arnau a la cara. Cuando se dirigió a él lo hizo utilizando su título, «muy honorable», pero debía entregarle la carta por la que el Consejo de Ciento de la ciudad lo destituía de su cargo. Tras leerla, Arnau ofreció su mano al oficial, quien entonces sí levantó la mirada.

—Ha sido un honor trabajar con vos —le dijo.

—El honor ha sido mío —contestó Arnau—. No quieren pobres —les comentó a Guillem y Mar cuando oficial y soldados abandonaron la casa.

—De eso tenemos que hablar —intervino Guillem.

Pero Arnau negó con la cabeza. Todavía no, adujo.

Muchas otras personas pasaron por la nueva casa de Arnau. A algunas, como el prohombre de la cofradía de los bastaixos, las recibió Arnau; otras, de condición humilde, se limitaron a expresar sus mejores deseos a los criados que les atendían.

El segundo día se presentó Joan. Desde que tuvo noticia de la llegada de Arnau a Barcelona, Joan no había dejado de preguntarse qué le habría contado Mar. Cuando la incertidumbre se le hizo insoportable, decidió enfrentarse a sus miedos e ir a ver a su hermano.

Arnau y Guillem se levantaron cuando Joan entró en el comedor. Mar continuó sentada, junto a la mesa.

«¡Quemaste el cadáver de tu padre!». La acusación de Nicolau Eimeric resonó en los oídos de Arnau tan pronto como vio aparecer a Joan. Había tratado de no pensar en ello.

Desde la puerta del comedor, Joan balbuceó algunas palabras; después anduvo los pasos que lo separaban de Arnau con la cabeza gacha.

Arnau entrecerró los ojos. Venía a disculparse. ¿Cómo pudo su hermano…?

—¿Cómo pudiste hacerlo? —le soltó cuando Joan llegó hasta él.

Joan desvió la mirada de los pies de Arnau hasta Mar. ¿Acaso ella no le había castigado lo suficiente? ¿Tenía que contarle a Arnau…? La muchacha, sin embargo, parecía sorprendida.

—¿A qué has venido? —preguntó Arnau con voz fría.

Buscó una excusa desesperadamente…

—Hay que pagar los gastos del hostal —se oyó decir a sí mismo.

Arnau golpeó el aire con la mano y se dio la vuelta hasta darle la espalda.

Guillem llamó a uno de sus criados y le dio una bolsa de dinero.

—Acompaña al fraile a liquidar la cuenta del hostal —ordenó.

Joan buscó ayuda en el moro pero éste ni siquiera parpadeó. Desanduvo el camino hasta la puerta y desapareció por ella.

—¿Qué ha sucedido entre vosotros? —preguntó Mar tan pronto como Joan abandonó el comedor.

Arnau guardó silencio. ¿Deberían saberlo? ¿Cómo explicarles que quemó el cadáver de su propio padre y que su hermano lo había denunciado a la Inquisición? Él era el único que lo sabía.

—Olvidemos el pasado —contestó finalmente—, al menos la parte que podamos.

Mar se quedó en silencio durante unos instantes; después asintió.

Joan abandonó la casa tras el esclavo de Guillem. Durante el trayecto al hostal, el joven tuvo que volverse en varias ocasiones hacia el dominico, puesto que éste se quedaba parado en la calle, con la mirada perdida. Habían tomado el camino que llevaba a la alhóndiga, el que conocía el muchacho.

En la calle Monteada, sin embargo, el esclavo no consiguió que Joan le siguiera. El fraile permanecía inmóvil ante los portalones del palacio de Arnau.

—Ve tú a pagar —le dijo Joan liberándose de los tirones del muchacho—. Yo tengo que cobrarme otra deuda —murmuró para sí.

Pere, el viejo esclavo, le condujo a presencia de Elionor. Lo repetía en un susurro desde que cruzó el umbral; su tono de voz aumentó mientras subía la escalinata de piedra, con Pere, que se volvía extrañado hacia él, y lo soltó con voz atronadora cuando estuvo frente a Elionor, antes de que ésta pudiera decir nada:

—¡Sé que has pecado!

La baronesa, en pie en el salón, lo miró, altanera.

—¿Qué estupideces dices, fraile? —replicó.

—Sé que has pecado —repitió Joan.

Elionor soltó una carcajada antes de darle la espalda.

Joan observó el traje de rico brocado que vestía la mujer. Mar había sufrido. Él había sufrido. Arnau… Arnau tenía que haber sufrido tanto como ellos.

Elionor continuaba riendo de espaldas.

—¿Quién te crees que eres, fraile?

—Soy un inquisidor del Santo Oficio —contestó Joan—. Y en tu caso no necesito confesión alguna.

Elionor se volvió en silencio ante la frialdad de las palabras de Joan. Vio que tenía una lámpara de aceite en la mano.

—¿Qué…?

No le dio tiempo a terminar. Joan lanzó la lámpara contra su cuerpo. El aceite impregnó sus lujosas vestiduras y prendió al instante.

Elionor aulló.

Toda ella se había convertido en una antorcha cuando el anciano Pere acudió en ayuda de su señora, llamando a gritos al resto de los esclavos. Joan vio que descolgaba un tapiz para echarlo sobre Elionor. Apartó al esclavo de un manotazo, pero en la puerta del salón ya se agolpaban otros criados, con los ojos desorbitados.

Alguien pidió agua.

Joan observó a Elionor, que había caído de rodillas, envuelta en llamas.

—Perdóname, Señor —balbuceó.

Entonces buscó otra lámpara. La cogió y con ella en la mano se acercó a Elionor. Los bajos de su hábito prendieron.

—¡Arrepiéntete! —gritó antes de que el fuego lo envolviera.

Dejó caer la lámpara sobre Elionor y se arrodilló a su lado.

La alfombra sobre la que estaban empezó a arder con fuerza. Algunos muebles lo hacían también.

Cuando los esclavos aparecieron con el agua, se limitaron a arrojarla desde las puertas del salón. Después, tapándose el rostro, huyeron de la densa humareda.

60

15 de agosto de 1384

Festividad de la Asunción

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

Habían transcurrido dieciséis años

Desde la plaza de Santa María, Arnau levantó la mirada al cielo. El repicar de las campanas de la iglesia llenaba toda Barcelona. El vello de sus brazos respondió a la música y se erizó; un escalofrío recorrió su cuerpo al son de las cuatro campanas. Había visto cómo alzaban las cuatro, mientras deseaba acercarse para tirar de las sogas junto a los jóvenes: la Assumpta, la más grande, de ochocientos setenta y cinco kilos; la Conventual, la mediana, de seiscientos cincuenta; la Andrea, de doscientos, y la Vedada, la más pequeña, de cien, en lo alto de la torre.

Aquel día se inauguraba Santa María, su iglesia, y las campanas parecían sonar de modo distinto a como lo hacían desde que las instalaron… ¿o sería que él las oía de otra forma? Miró hacia las torres ochavadas que cerraban la fachada principal por sus dos lados: altas, esbeltas y ligeras, de tres cuerpos, cada uno de ellos más estrecho a medida que se alzaban hacia el cielo; abiertas a los cuatro vientos mediante ventanas ojivales; rodeadas de barandas en cada uno de sus niveles y acabadas con terrados a nivel. Durante su construcción le dijeron a Arnau que serían sencillas, naturales, sin agujas ni chapiteles, naturales como el mar, a cuya patrona protegían, pero imponentes y fantásticas, pensó Arnau al contemplarlas, como también lo era la mar.

La gente, con sus mejores galas, se congregaba en Santa María; algunos entraban en la iglesia, otros, como Arnau, permanecían fuera contemplando su belleza y escuchando la música que tocaban sus campanas. Arnau apretó contra sí a Mar, a la que tenía abrazada por la derecha; a su izquierda, erguido, compartiendo el placer de su padre, un muchacho de trece años con un lunar sobre el ojo derecho.

Acompañado de su familia, mientras las campanas seguían repicando, Arnau accedió a Santa María de la Mar. La gente que en aquel momento estaba entrando se detuvo y le abrió paso. Aquélla era la iglesia de Arnau Estanyol; como bastaix había acarreado sobre sus espaldas las primeras piedras; como cambista y cónsul de la Mar, la había favorecido con importantes donaciones, y después, como comerciante del seguro marítimo, había continuado haciéndolo. Sin embargo, Santa María no se había librado de las catástrofes. El 28 de febrero de 1373, un terremoto que asoló Barcelona derribó el campanario de la iglesia. Arnau fue el primero en contribuir a su reconstrucción.

—Necesito dinero —le dijo entonces a Guillem.

—Tuyo es —le contestó el moro consciente del desastre y de que aquella misma mañana Arnau había recibido la visita de un miembro de la Junta de Obra de Santa María.

Porque la fortuna había vuelto a sonreírles. Aconsejado por Guillem, Arnau optó por dedicarse a los seguros marítimos. Cataluña, huérfana de regulación al contrario de lo que sucedía en Génova, Venecia o Pisa, era un paraíso para los primeros que emprendieron este negocio, pero sólo los comerciantes prudentes como Arnau y Guillem lograron sobrevivir. El sistema financiero del principado se estaba hundiendo y con él la gente que pretendía obtener beneficios rápidos, como quienes aseguraban la carga por encima de su valor, con lo que difícilmente se volvía a tener noticias de ella, o como quienes aseguraban nave y mercaderías aun después de que se supiera que los corsarios habían apresado la nave, y apostaban que la noticia pudiera ser falsa. Arnau y Guillem eligieron bien las naves y mejor el riesgo, y pronto recuperaron para aquel nuevo negocio la vasta red de representantes con la que habían trabajado como cambistas.

El 26 de diciembre de 1379, Arnau no pudo preguntar a Guillem si podía destinar dinero a Santa María. El moro había fallecido un año atrás, de repente. Arnau lo encontró sentado en el huerto, en su silla, siempre orientada hacia La Meca, hacia donde rezaba en un secreto por todos conocido. Arnau habló con los miembros de la comunidad mora y, por la noche, se hicieron cargo del cadáver de Guillem.

Aquella noche, la del 26 de diciembre de 1379, un terrible incendio devastó Santa María. El fuego redujo a cenizas la sacristía, el coro, los órganos, los altares y todo lo que hasta entonces se había construido en su interior que no fuera de piedra. Pero también la piedra sufrió los efectos del incendio, siquiera fuese en su cincelado, y la piedra de clave en la que estaba representado el rey Alfonso el Benigno, padre del Ceremonioso, que pagó aquella parte de la obra, quedó totalmente destruida.

El rey montó en cólera ante la destrucción del homenaje a su regio progenitor y exigió que la obra se reconstruyese, pero bastante tenían los habitantes del barrio de la Ribera en costear una nueva piedra de clave como para satisfacer los deseos del monarca. Todo el esfuerzo y el dinero del pueblo se destinaron a la sacristía, el coro, los órganos y los altares; la figura ecuestre del rey Alfonso fue ingeniosamente reconstruida en yeso, pegada a la piedra de clave y pintada en rojo y oro.

El 3 de noviembre de 1383 se colocó la última clave de la nave central, la más cercana a la puerta principal y que portaba el escudo de la Junta de Obra, en honor a todos aquellos ciudadanos anónimos que permitieron la construcción de la iglesia.

Arnau levantó la vista hacia ella. Mar y Bernat lo acompañaron y los tres sonrieron cuando emprendieron el camino hacia el altar mayor.

Desde que la clave se montó en el andamio, esperando a que las nervaduras de los arcos llegasen hasta ella, Arnau repitió una y otra vez los mismos argumentos:

—Ésa es nuestra enseña —le dijo un día a su hijo Bernat.

El muchacho miró hacia arriba.

—Padre —le contestó—, ése es el escudo del pueblo. La gente como tú tiene sus propios escudos grabados en los arcos y en las piedras, en las capillas y en los… —Arnau levantó una mano tratando de interrumpir las palabras de su hijo, pero el muchacho continuó—: ¡Ni siquiera tienes un sitial en el coro!

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