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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (76 page)

BOOK: La catedral del mar
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Abrió la ventana y se coló por ella. El depósito ficticio que efectuó Abraham Leví sirvió para que Arnau negociase con aquellos dineros y obtuviese buenos beneficios, pero cada vez que hacía alguna operación, Arnau anotaba la cuarta parte a favor de Abraham Leví, el titular del depósito. Guillem dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, hasta que la luna empezó a mostrarse. Antes de que Abraham Leví abandonara Barcelona, Hasdai lo acompañó a un escribano para que firmase la carta de pago de los dineros que había depositado; el dinero, pues, era propiedad de Arnau, pero en los libros del cambista todavía constaba a nombre del judío y se había multiplicado año tras año.

Guillem se arrodilló junto a la pared. Era la segunda piedra de la esquina. Empezó a forzarla. Nunca encontró el momento de confesarle a Arnau aquel primer negocio que hizo a sus espaldas pero en su nombre, y el depósito de Abraham Leví fue creciendo y creciendo. La piedra se le resistía. «No te preocupes —recordaba que le había dicho Hasdai en una ocasión en que, en su presencia, Arnau le habló del judío—; tengo instrucciones de que sigas así. No te preocupes», repitió. Cuando Arnau se volvió, Hasdai miró a Guillem, que sólo pudo contestarle encogiéndose de hombros y suspirando. La piedra empezó a ceder. No. Arnau nunca hubiera admitido trabajar con dinero proveniente de la venta de esclavos. La piedra cedió y bajo ella Guillem encontró el legajo, cuidadosamente envuelto en un paño. No se preocupó de leerlo; sabía qué decía. Colocó de nuevo la piedra en el hueco y se apostó junto a la ventana. No oyó nada anormal, por lo que abandonó la mesa de Arnau tras volver a cerrarla.

55

Los soldados de la Inquisición tuvieron que entrar a por él a la mazmorra; dos de ellos lo cogieron por las axilas y lo arrastraron mientras Arnau daba traspiés y caía al suelo. Los escalones de acceso a la planta baja le golpearon los tobillos y Arnau se dejó arrastrar por los pasillos de palacio. No había dormido. Ni siquiera prestó atención a los monjes y sacerdotes que miraban cómo le llevaban a presencia de Nicolau. ¿Cómo había sido capaz Joan de denunciarlo?

Desde que lo devolvieron a las mazmorras, Arnau lloró, gritó y se golpeó con violencia contra la pared. ¿Por qué Joan? Y si Joan lo había denunciado, ¿qué tenía que ver Aledis en todo aquello? ¿Y la mujer presa? Aledis sí que tenía motivos para odiarlo; la abandonó y después la rehuyó. ¿Estaría de acuerdo con Joan? ¿De verdad habría ido a buscar a Mar? Y, si así era, ¿por qué no había ido a visitarlo? ¿Tan difícil era comprar a un vulgar carcelero?

Francesca lo oyó sollozar y bramar. Cuando escuchó los gritos de su hijo, su cuerpo se encogió aún más. Le hubiera gustado mirarlo y contestarle, mentirle incluso, pero consolarlo. «No lo resistirás», le había advertido a Aledis. Pero ¿y ella? ¿Sería capaz de resistir por mucho tiempo aquella situación? Arnau continuó quejándose al universo y Francesca se apretó contra las frías piedras de la pared.

Las puertas de la sala se abrieron y Arnau fue introducido en ella. El tribunal ya estaba constituido. Los soldados arrastraron a Arnau hasta el centro de la sala y lo soltaron; Arnau cayó de rodillas, con las piernas abiertas, cabizbajo. Oyó que Nicolau rompía el silencio, pero fue incapaz de comprender sus palabras. ¿Qué más le daba lo que pudiera hacerle aquel fraile cuando su propio hermano ya lo había condenado? No tenía a nadie. No tenía nada.

«No te equivoques», le contestó el alguacil cuando intentó comprarlo ofreciéndole una pequeña fortuna, «ya no dispones de dinero». ¡Dinero! El dinero había sido la causa de que el rey lo casara con Elionor; el dinero se escondía tras la actitud de su esposa, que había provocado su detención. ¿Sería el dinero lo que había movido a Joan…?

—¡Traed a la madre!

Los sentidos de Arnau no pudieron continuar impasibles ante aquella orden.

Mar y Aledis, con Joan algo alejado de ellas, permanecían en la plaza Nova, frente al palacio del obispo. «La corte del infante don Juan recibirá a mi amo esta tarde», se limitó a decirles uno de los esclavos de Guillem el día anterior. Esa mañana, al amanecer, el mismo esclavo volvió a presentarse ante ellas para decirles que su amo quería que esperaran en la plaza Nova.

Y allí estaban los tres, especulando acerca de las razones por las que Guillem les había enviado aquel recado.

Arnau oyó que se abrían las puertas de la sala a sus espaldas y que los soldados volvían a entrar y recorrían la distancia hasta donde él se encontraba. Después volvieron a ocupar sus puestos junto a la puerta.

Notó su presencia. Vio sus pies descalzos, arrugados, sucios y llagados ambos, sangrantes. Nicolau y el obispo sonrieron cuando vieron a Arnau atento a los pies de su madre. Volvió la cabeza hacia ella. Aun estando él de rodillas, la anciana no lo superaba en más de un palmo; toda ella estaba encogida. Los días de prisión no habían pasado en balde para Francesca: su escaso cabello gris se alzaba enhiesto; su perfil, fija la mirada en el tribunal, era un pellejo colgante, sin un ápice de carne. Arnau no logró ver su ojo, hundido en una órbita que aparecía morada.

—Francesca Esteve —dijo Nicolau—, ¿juras por los cuatro evangelios?

La voz de la anciana, dura y firme, sorprendió a todos los presentes.

—Juro por ellos —contestó—, pero cometéis un error; no me llamo Francesca Esteve.

—¿Cómo, pues? —preguntó Nicolau.

—Mi nombre es Francesca pero no Esteve, sino Ribes. Francesca Ribes —añadió elevando la voz.

—¿Debemos recordarte tu juramento? —intervino el obispo.

—No. Por ese juramento estoy diciendo la verdad. Mi nombre es Francesca Ribes.

—¿Acaso no eres hija de Pere y Francesca Esteve? —preguntó Nicolau.

—Nunca llegué a conocer a mis padres.

—¿Desposaste con Bernat Estanyol en el señorío de Navarcles?

Arnau se irguió. ¿Bernat Estanyol?

—No. Nunca he estado en ese lugar ni he desposado con nadie.

—¿Acaso no tuviste un hijo llamado Arnau Estanyol?

—No. No conozco a ningún Arnau Estanyol.

Arnau se volvió hacia Francesca.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill cuchichearon entre sí. Después el inquisidor se dirigió al notario.

—Escucha —le ordenó a Francesca.

—Declaración de Jaume de Bellera, señor de Navarcles —empezó a leer el notario.

Arnau entrecerró los ojos al oír el nombre de Bellera. Su padre le había hablado de él. Escuchó con curiosidad la supuesta historia de su vida, aquella que su padre había zanjado con la muerte. La llamada de su madre al castillo para amamantar al hijo recién nacido de Llorenç de Bellera. ¿Bruja? Escuchó por boca del notario la versión de Jaume de Bellera sobre la huida de su madre cuando, recién nacido, sufrió los primeros ataques del mal del diablo.

—Después —continuó el notario—, el padre de Arnau Estanyol, Bernat, lo liberó en un descuido de la guardia tras asesinar a un muchacho inocente, y ambos huyeron a Barcelona abandonando sus tierras. Ya en la ciudad condal, fueron acogidos por la familia del comerciante Grau Puig. El denunciante tiene constancia de que la bruja se convirtió en una mujer pública. Arnau Estanyol es hijo de una bruja y un asesino —finalizó.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó Nicolau a Francesca.

—Que os habéis equivocado de meretriz —contestó con frialdad la anciana.

—¡Tú! —gritó el obispo señalándola—, mujer pública. ¿Osas poner en duda el acierto de la Inquisición?

—No estoy aquí como meretriz —contestó de nuevo Francesca—, ni para ser juzgada por ello. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.

El obispo enrojeció.

—¿Cómo te atreves a citar a san Agustín? ¿Cómo…?

Berenguer d'Erill siguió gritando pero Arnau ya no lo escuchaba. San Agustín escribió que Dios juzgaría a las meretrices. San Agustín dijo… Hacía años…, en un mesón de Figueras, oyó esas mismas palabras de una mujer pública… ¿Acaso no se llamaba Francesca? San Agustín escribió… ¿Cómo era posible?

Arnau volvió el rostro hacia Francesca: la había visto dos veces en su vida, dos encuentros cruciales. Todos los miembros del tribunal vieron su actitud hacia la mujer.

—¡Observa a tu hijo! —gritó Eimeric—. ¿Niegas ser su madre?

Arnau y Francesca oyeron cómo resonaban aquellos gritos en las paredes de la sala; él, postrado, vuelto hacia la anciana; ella con la mirada al frente, fija en el inquisidor.

—¡Míralo! —volvió a gritar Nicolau señalando a Arnau.

Un leve temblor recorrió el cuerpo de Francesca ante el odio de aquel dedo acusador. Sólo Arnau, a su lado, percibió cómo el pellejo que colgaba de su cuello se retraía casi imperceptiblemente. Francesca no dejó de mirar al inquisidor.

—Confesarás —le aseguró Nicolau masticando la palabra—. Te aseguro que confesarás.

—Via fora!

El grito turbó la tranquilidad de la plaza Nova. Un muchacho la cruzó corriendo y repitiendo la llamada a las armas. «Via fora! Via fora!». Aledis y Mar se miraron y después miraron a Joan.

—No suenan las campanas —les contestó éste encogiéndose de hombros.

Santa María no tenía campanas.

Sin embargo, el «Via fora» había recorrido la ciudad condal y la gente, extrañada, se reunía en la plaza del Blat esperando encontrar el pendón de Sant Jordi junto a la piedra que marcaba el centro de ésta. En vez de ello, dos bastaixos armados con ballestas los dirigían hacia Santa María.

En la plaza de Santa María, bajo palio, a hombros de los bastaixos, la Virgen de la Mar esperaba a que el pueblo se reuniese en su derredor. Frente a la Virgen, los prohombres de la cofradía, bajo su pendón, recibían a la multitud que bajaba por la calle de la Mar, uno de ellos con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello. La gente se arremolinaba cerca de la Virgen, cada vez en mayor número. Apartado, junto a la puerta de la mesa de Arnau, Guillem observaba y escuchaba con atención.

—La Inquisición ha raptado a un ciudadano, al cónsul de la Mar de Barcelona —explicaban los prohombres de la cofradía.

—Pero la Inquisición… —dijo alguien.

—La Inquisición no depende de nuestra ciudad —contestó uno de los prohombres—, ni siquiera del rey. No obedece las órdenes del Consejo de Ciento, ni del veguer, ni del baile. Ninguno de ellos nombra a sus miembros; lo hace el Papa, un papa extranjero que sólo quiere el dinero de nuestros ciudadanos. ¿Cómo pueden acusar de hereje a un hombre que se ha desvivido por la Virgen de la Mar?

—¡Sólo quieren el dinero de nuestro cónsul! —gritó uno de los reunidos.

—¡Mienten para quedarse con nuestro dinero!

—Odian al pueblo catalán —alegó otro de los prohombres.

La gente iba transmitiéndose la conversación. Los gritos empezaban a resonar en la calle de la Mar.

Guillem vio que los prohombres de la cofradía daban explicaciones a los de las demás cofradías de la ciudad. ¿Quién no temía por su dinero? Aunque también la Inquisición era temible. La denuncia más absurda…

—Tenemos que defender nuestros privilegios —se oyó que decía alguien que había estado hablando con los bastaixos.

El pueblo empezaba a enardecerse. Las espadas, los puñales y las ballestas sobresalían por encima de las cabezas de la gente, agitándose al son de la llamada al «Via fora».

El griterío se volvió ensordecedor. Guillem vio cómo llegaban algunos consejeros de la ciudad e inmediatamente se acercó al grupo que discutía frente al paso de la Virgen.

—¿Y los soldados del rey? —logró oír que preguntaba uno de los consejeros.

El prohombre repitió exactamente las palabras que Guillem le había dicho:

—Acudamos a la plaza del Blat y comprobemos qué hace el veguer.

Guillem se alejó de ellos. Durante un instante fijó la vista en la pequeña imagen de piedra que reposaba sobre los hombros de los bastaixos. «Ayúdale», rogó en silencio.

La comitiva se puso en marcha. «¡A la plaza del Blat!», decía la gente.

Guillem se unió a la riada que subió por la calle de la Mar hasta la plaza, a la que se abría el palacio del veguer. Pocos sabían que el objetivo de la host barcelonesa era comprobar qué postura tomaría el veguer por lo que, mientras entre los gritos del pueblo la Virgen era instalada donde deberían hallarse los pendones de Sant Jordi y de la ciudad, no tuvo problema para acercarse hasta el mismo palacio.

Desde el centro de la plaza, junto a la Virgen y el pendón de los bastaixos, prohombres y consejeros miraron hacia el palacio. La gente empezó a comprender. Se hizo el silencio y todos se volvieron hacia el palacio. Guillem sintió la tensión. ¿Cumpliría el pacto el infante? Los soldados se habían interpuesto en fila, entre la gente y el palacio, con las espadas desenvainadas. El veguer apareció en una de las ventanas, miró a la masa humana que se apelotonaba bajo ella y desapareció. Al cabo de unos instantes, un oficial del rey hizo acto de presencia en la plaza; miles de ojos, incluidos los de Guillem, se centraron en él.

—El rey no puede intervenir en los asuntos de la ciudad de Barcelona —exclamó—. Convocar la host es competencia de la ciudad.

Acto seguido ordenó a los soldados que se retiraran.

La gente observó cómo desfilaban los soldados frente a palacio y giraban por el antiguo portal de la ciudad. Antes de que el último de ellos hubiera desaparecido, un «Via fora!» rompió el silencio e hizo temblar a Guillem.

Nicolau iba a ordenar que llevasen a Francesca de vuelta a las mazmorras para torturarla, cuando el repique de campanas interrumpió su discurso. Primero fue la de Sant Jaume, la llamada a convocar a la host, y a ella se fueron sumando todas las de la ciudad. La mayoría de los sacerdotes de Barcelona eran fieles seguidores de las doctrinas de Ramón Llull, objeto de la inquina de Eimeric, y pocos vieron con malos ojos la lección que la ciudad pretendía dar a la Inquisición.

—¿La host? —preguntó el inquisidor a Berenguer d'Erill.

El obispo hizo un gesto de ignorancia.

La Virgen de la Mar seguía en el centro de la plaza del Blat, a la espera de los pendones de las diferentes cofradías, que se iban sumando al de los bastaixos. Sin embargo, la gente se dirigía ya hacia el palacio del obispo.

Aledis, Mar y Joan oyeron cómo se acercaba hasta que el «Via fora» empezó a resonar en la plaza Nova.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill se acercaron a una de las ventanas emplomadas y vieron, tras abrirla, a más de un centenar de personas gritando y alzando sus armas contra el palacio. El griterío aumentó cuando alguien reconoció a los dos prebostes.

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