—¿Qué hay señoras, muchachos? —advirtió Landau, y poniéndose en pie, impuso silencio en los pasajes que consideraba demasiado atrevidos; pero incluso actuando de director se las arregló para mantener firmemente agarrada la cartera.
Ante la puerta del hotel merodeaba la habitual caterva de busconas, traficantes de drogas y cambistas de moneda, que, junto con sus vigilantes de la KGB, contemplaron la entrada del grupo. Pero Landau no vio en su comportamiento nada que fuera motivo de preocupación, ni por exceso de vigilancia ni por exceso de indiferencia. El viejo mutilado de guerra que protegía el corredor de acceso a los ascensores le pidió su pase de hotel, como de costumbre, pero cuando Landau, que ya le había regalado cien «Marlboros», le preguntó acusadoramente en ruso por qué no estaba aquella noche fuera haciéndole carantoñas a su amiguita, rió roncamente y le dio una palmada en el hombro en gesto de camaradería.
«Si están tratando de tenderme una trampa —pensé—, más vale que se den prisa, o se les enfriará la pista, Harry —me dijo, tomando el partido de la oposición en lugar del suyo propio—. Cuando tiendes la trampa a alguien, Harry, tienes que actuar con rapidez mientras la prueba preparada está todavía sobre la víctima», explicó como si llevara toda vida tendiendo trampas de ese estilo a la gente.
—Entonces, en el bar del «National» a las nueve —le dijo fatigadamente Spikey Morgan cuando lograron llegar al cuarto piso.
—Puede que sí, puede que no, Spikey —respondió Landau—. La verdad es que no me encuentro muy en forma.
—Gracias a Dios —dijo Spikey en medio de un bostezo, y echó a andar por su oscuro pasillo vigilado por el malencarado portero de piso desde su garita.
Al llegar a la puerta de su habitación, Landau hizo acopio de valor antes de introducir la llave en la cerradura. Lo harán ahora, pensó. Aquí y ahora sería el mejor momento para apresarme y apoderarse del manuscrito.
Pero cuando traspuso el umbral, la habitación estaba vacía y tranquila, y se sintió en ridículo por haber sospechado que pudiera ser de otro modo. Todavía vivo; pensó, y depositó la cartera sobre la cama.
Luego corrió las minúsculas cortinas todo lo que le fue posible, o sea solamente la mitad, y colgó de la puerta, que luego cerró con llave, el inútil cartel de «No molesten». Vació los bolsillos de su traje, incluido el bolsillo en que almacenaba las tarjetas comerciales que iba recibiendo, se quitó la chaqueta y la corbata, y finalmente la camisa. Se sirvió un dedo de vodka con limón que sacó del frigorífico y tomó un sorbo. Landau no era realmente un bebedor, me explicó, pero cuando estaba en Moscú le gustaba tomarse un buen vodka para terminar el día. Llevando el vaso al cuarto de baño, se situó ante el espejo y se pasó diez minutos largos examinando ansiosamente las raíces de sus cabellos, en busca de indicios de canas, y eliminándolas con ayuda de una nueva fórmula que obraba maravillas. Terminada esta labor a su satisfacción, se enrolló en torno a la cabeza un turbante de goma que semejaba un gorro de baño y se duchó mientras cantaba, bastante bien,
Soy el prototipo de un moderno general de brigada
. Luego, se secó frotándose vigorosamente con la toalla para elevar el tono muscular, se puso un albornoz estampado y volvió a la habitación todavía cantando.
Hizo estas cosas en parte porque siempre las hacía y necesitaba la familiaridad fortalecedora de sus propias rutinas, pero en parte también porque se sentía orgulloso de haber prescindido por una vez de toda cautela y no haber encontrado veinticinco sólidas razones para no hacer nada.
Ella era una dama, estaba asustada, necesitaba ayuda, Harry. ¿Cuándo ha desairado jamás Niki Landau a una dama? Y, si estaba equivocado con respecto a ella y la mujer le había engañado lastimosamente, no tendría más remedio que ir recogiendo su cepillo de dientes y presentarse en la puerta de la Lubianka para dedicarse durante cinco años al estudio de sus excelentes
graffiti
. Porque prefería ser engañado veinte veces antes que apartarse de aquella mujer sin una razón. Y diciéndose esto, aunque sólo mentalmente pues siempre tenía en cuenta la posibilidad de micrófonos ocultos, Landau sacó el paquete de la cartera y, con cierta timidez, se dispuso a desatar la cuerda que lo sujetaba, pero no a cortarla, tal y como le había enseñado su santa madre, cuya fotografía reposaba fielmente en aquellos momentos en su billetero. Tienen el mismo fulgor, pensó en placentero reconocimiento mientras se afanaba pacientemente con el nudo. Es la piel eslava. Son los ojos eslavos, la sonrisa eslava. Dos hermosas muchachas eslavas juntas. La única diferencia estribaba en que Katya no había acabado en Treblinka.
El nudo cedió finalmente. Landau enrolló la cuerda y la dejó sobre la cama. Tengo que saber, compréndelo querida, explicó mentalmente a Yekaterina Borisovna. No quiero fisgar, no soy entrometido, pero si tengo que abrirme paso a través de la aduana de Moscú, más vale que sepa qué es lo que estoy sacando por ella; porque eso siempre ayuda.
Delicadamente para no romperlo, utilizando las dos manos, Landau abrió el papel marrón. No se veía a sí mismo como un héroe, o todavía no. Lo que era un peligro para una belleza moscovita podía no ser un peligro para él. Su infancia y juventud habían sido duras, ciertamente. El East End de Londres no había sido precisamente una cura de reposo para un inmigrante polaco de diez años, y Landau había recibido su buena ración de labios partidos, narices rotas, nudillos aplastados y hambre. Pero si ahora o en cualquier otro momento de los últimos treinta años le hubieran preguntado cuál era su definición del héroe, habría respondido sin vacilar que un héroe era el primer hombre en escapar por la puerta trasera cuando empezaban a pedir voluntarios.
Una cosa sabía mientras miraba el contenido de aquel paquete envuelto en papel marrón: tenía el zumbido encima. Por qué lo tenía era algo que podría aclarar más tarde, cuando no hubiera cosas mejores que hacer. Pero si había que hacer un trabajo delicado aquella noche, Niki Landau era el indicado. «Porque cuando Niki tiene el zumbido, Harry, nadie zumba mejor, como todas las chicas saben».
Lo primero que vio fue el sobre. Luego advirtió la presencia de los tres cuadernos debajo de él y vio que el sobre y los cuadernos estaban unidos por una gruesa goma elástica del tipo que él siempre guardaba pero que nunca encontraba en qué usar. Pero fue el sobre lo que atrajo su atención, porque llevaba escritas unas palabras de puño y letra de ella, una cuidada letra caligráfica que confirmaba su pura imagen de ella. Era un sobre cuadrado de color marrón, descuidadamente pegado y dirigido al «Señor Bartholomew Scott Blair. Personal y urgente».
Extrayéndolo de la goma elástica, Landau lo sostuvo a contraluz, pero era opaco y no reveló ninguna sombra. Lo exploró con el índice y el pulgar. Una hoja de papel fino en su interior, dos como mucho. «El señor Scott Blair se ha comprometido a publicada con discreción —recordó—. Señor Landau, si ama usted la paz…, déselo inmediatamente al señor Scott Blair. Sólo al señor Scott Blair… Es una donación de confianza». Ella confía en mí también, pensó. Dio la vuelta al sobre, el reverso estaba en blanco.
Y, siendo esto todo lo que se puede sacar en limpio de un sobre marrón cerrado, y teniendo Landau por principio no leer la correspondencia personal de Barley ni de nadie, abrió de nuevo su cartera y, escrutando en el compartimiento de sus efectos de escritorio, extrajo de él un sobre de papel de Manila en cuya solapa aparecían primorosamente impresas las palabras «Del despacho del señor Nicholas P. Landau». Luego introdujo en él el sobre marrón y lo cerró. Garrapateó sobre él el nombre «Barley» y lo guardó en el compartimiento que llevaba el rótulo de «Social» y que contenía cosas tan diversas como tarjetas de visita que le habían entregado desconocidos y notas de extraños encargos que había aceptado realizar para distintas personas…, como la gerente de una editorial que necesitaba recambios para su pluma «Parker», o el funcionario del Ministerio de Cultura que quería una camiseta de Snoopy para su sobrino, o la dama de
Octubre
que simplemente acertó a pasar mientras él estaba recogiendo su puesto.
Y Landau hizo esto porque, con la pericia que era totalmente instintiva en él, sabía que su primera misión era mantener el sobre lo más alejado posible de los cuadernos. Si los cuadernos eran peligrosos no quería que nada los relacionase con la carta y viceversa. Y estaba completamente acertado en ello. Nuestros más polifacéticos y eruditos adiestradores, teñidos en todos los océanos del folklore de nuestro Servicio, no le hubieran dicho otra cosa.
Sólo entonces cogió los tres cuadernos y retiró la goma elástica mientras mantenía atento el oído a posibles pisadas en el pasillo. Tres sucios cuadernos rusos, reflexionó, seleccionando el de arriba y dándole lentamente la vuelta. Estaba encuadernado en cartulina toscamente ilustrada y con la tela del lomo deshilachada. Doscientas veinticuatro páginas de mala calidad en cuarto y rayadas, si no recordaba mal Landau de los tiempos en que vendía artículos de papelería, al precio soviético de unos veinte kopeks al por menor en cualquier buen establecimiento, siempre que hubiera llegado la remesa de material y estuviera uno en la cola adecuada el día adecuado.
Finalmente, abrió el cuaderno y miró la primera página.
«Está chalada, pensó, pugnando por vencer su disgusto. Está en manos de un chiflado, pobrecilla».
Garrapatos sin sentido, hechos por un lunático a plumilla con tinta china, a velocidad vertiginosa y en furiosos ángulos en los márgenes, a lo largo, a lo ancho, diagonalmente, como la letra de un médico desordenado, salpimentados con estúpidos signos de admiración y subrayados. Unos, en caracteres cirílicos; otros, en inglés. «El Creador crea creadores —leyó en inglés—. Ser. No ser. Contraser», seguido de una explosión de estúpido francés sobre la guerra de la locura y la locura de la guerra, seguido por una barrera de alambradas. Muchas gracias, pensó, y pasó a otra página, y luego a otra, tan densamente cubiertas ambas de apretada escritura que apenas si se podía ver el papel. «Tras haber pasado setenta años destruyendo la voluntad popular, no podemos esperar que de pronto se levante y nos salve», leyó. ¿Una cita? ¿Un pensamiento nocturno? Imposible saberlo. Alusiones a escritores rusos, latinos y europeos, referencias de Nietzsche, Kafka y gentes de las que nunca había oído hablar, y mucho menos había leído. Más sobre la guerra, esta vez en inglés: «Los viejos la declaran y los jóvenes la libran, pero hoy la libran también los niños y los ancianos,» Volvió otra página y se encontró con que no había en ella más que una mancha redonda y oscura. Se acercó el cuaderno a la nariz y olfateó licor, pensó con desdén, apesta a destilería. No es extraño que sea amigo de Barley Blair. Una página doble dedicada a una serie de histéricas proclamas.
—¡NUESTRO MAYOR PROGRESO SEDA EN EL TERRENO DEL ATRASO!
—¡LA PARÁLISIS SOVIÉTICA ES LA MÁS PROGRESIVA DEL MUNDO!
—¡NUESTRO ATRASO ES NUESTRO MAYOR SECRETO MILITAR!
—SI NO CONOCEMOS NUESTRAS PROPIAS INTENCIONES Y NUESTRAS PROPIAS CAPACIDADES, ¿CÓMO PODEMOS CONOCER LAS TUYAS?
—¡EL VERDADERO ENEMIGO ES NUESTRA PROPIA INCOMPETENCIA!
Y en la página siguiente, un poema, laboriosamente copiado de Dios sabía dónde:
Gira hacia aquí, gira hacia allá,
y la gente se queda dudando,
si la serpiente que abrió la senda
se iba al Sur o venía regresando
Poniéndose en pie, Landau se acercó furioso a la ventana, que daba a un sombrío patio lleno de basura sin recoger.
«Un maldito artista de la palabra, Harry. Eso es lo que pensó que era. Algún autocomplaciente genio de pelo largo y dado a las drogas, y ella se había sacrificado en vano por él, igual que hacen todas».
La mujer tuvo suerte de que no hubiera una guía telefónica de Moscú, pues la hubiera llamado y le hubiese dicho lo que se merecía.
Para alimentar su ira tomó el segundo cuaderno, se humedeció la yema del dedo índice y empezó a pasar despreciativamente una a una las páginas, y fue así como llegó a los dibujos. Todo se le volvió blanco por un instante, como un relampaguea de pantalla vivamente iluminada, sin imágenes, en medio de una película, mientras se maldecía a sí mismo por ser un impetuoso eslavo en lugar de un inglés frío y sereno. Luego se sentó de nuevo en la cama, pero suavemente, como si alguien estuviera descansando en ella, alguien a quien hubiera herido con sus prematuras condenas.
Pues si Landau despreciaba lo que con demasiada frecuencia pasaba por literatura, el placer que encontraba en las cuestiones técnicas era ilimitado. Aunque no entendiese lo que estaba mirando, podía disfrutar todo el día con una buena página de matemáticas. Y al primer vistazo comprendió, como le había pasado con la mujer llamada Katya, que lo que estaba mirando era de calidad. «No eran tus ordenados dibujos, aquello era auténtico». Rápidos bocetos, pero excelentes, trazados a mano alzada, sin instrumentos, por alguien que sabía pensar con un lápiz. Tangentes, parábolas, conos. Y entre los dibujos, las precisas descripciones que utilizan los arquitectos y los ingenieros, palabras como «punto de precisión», «transporte cautivo», «distorsión» y «gravedad y trayectoria», «unas en tu inglés, Harry, y otras en tu ruso».
Aunque Harry no es mi verdadero nombre.
Pero cuando empezó a comparar la letra de estas palabras bellamente escritas, del segundo cuaderno, con el delirante revoltijo del primero, descubrió con asombro ciertas inequívocas similitudes. Así que experimentó la sensación de estar mirando una especie de diario esquizofrénico, con un volumen escrito por el doctor Jekyll y el otro por Mr. Hyde.
Miró el tercer cuaderno, que era tan ordenado y preciso como el segundo, pero dispuesto como una especie de diario matemático con fechas y números y fórmulas, y la palabra «error» repitiéndose con frecuencia, a menudo subrayada o realzada con un signo de admiración. Y luego, de pronto, Landau clavó la vista en el cuaderno y continuó mirándolo fijamente, sin poder apartar la vista de lo que estaba leyendo. La confortable oscuridad de la jerga técnica del escritor había terminado bruscamente y también sus divagaciones filosóficas y sus dibujos cuidadosamente anotados. Las palabras brotaban de la página con deslumbrante claridad.
«Los estrategas americanos pueden dormir tranquilos. Sus pesadillas no pueden materializarse. El caballero soviético está agonizando dentro de su armadura. Es una potencia secundaria, como ustedes, los británicos. Puede iniciar una guerra, pero no puede continuarla y no puede ganarla. Créanme».