La casa Rusia (26 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—Quizá, no lo sé.

—Su información abarca todos los campos. Precisión, puntos de mira, mando y control, motores de cohetes. ¿Es un solo hombre? ¿Quién le da el material? ¿Cómo conoce tantas cosas?

—No lo sé. Es un solo hombre. Eso es evidente. Yo no tengo tantos amigos. No es un grupo. Quizá supervisa también el trabajo de otros. No lo sé.

—¿Está en un cargo importante? ¿Es un gran jefe? ¿Trabaja aquí, en Moscú? ¿Está en el cuartel general? ¿Qué es?

Ella fue negando con la cabeza a cada pregunta.

—No trabaja en Moscú. Por lo demás, no se lo he preguntado, y él no me lo dice.

—¿Realiza pruebas?

—No lo sé. Va a muchos sitios, por toda la Unión Soviética. A veces se ha abrasado de calor, a veces se ha helado de frío, a veces las dos cosas. No sé.

—¿Ha mencionado en alguna ocasión su unidad?

—No.

—¿Números de apartados postales? ¿Los nombres de sus jefes? ¿El nombre de un colega o de un subordinado?

—No está interesado en decirme esas cosas.

Y él la creyó. Mientras estuviese con ella, creería que el Norte estaba en el Sur y que los niños nacían de los árboles.

Ella le miraba, esperando su próxima pregunta.

—¿Se da cuenta de las consecuencias de la publicación de esto? —preguntó—. ¿Para él mismo, quiero decir? ¿Sabe con qué está jugando?

—Él dice que hay veces en que nuestros actos deben ser lo primero, y que sólo después de realizados debemos considerar sus consecuencias.

Pareció esperar que dijera algo, pero Barley estaba aprendiendo a no precipitarse.

—Si vemos con claridad un objetivo tal vez podamos avanzar un paso. Si contemplamos todos los objetivos a la vez, no avanzaremos en absoluto.

—¿Y usted? ¿Ha pensado él en las consecuencias que pueden derivarse para usted si algo de esto sale a la luz?

—Las acepta.

—¿Y usted también?

—Naturalmente. Fue decisión mía también. ¿Por qué si no iba a apoyarle?

—¿Y los niños? —preguntó Barley.

—Es para ellos y para su generación —respondió ella con tono resuelto, casi colérico.

—¿Y las consecuencias para la Madre Rusia?

—Nosotros creemos preferible la destrucción de Rusia a la destrucción de toda la Humanidad. La mayor carga es el pasado. Para todas las naciones, no sólo para Rusia. Nosotros nos consideramos los verdugos del pasado. Él dice que, si no podemos ejecutar a nuestro pasado, ¿cómo vamos a construir nuestro futuro? No edificaremos un mundo nuevo hasta que nos hayamos desembarazado de las mentalidades del viejo. Para expresar la verdad, debemos también estar dispuestos a ser los apóstoles de la negación. Él cita a Turgueniev. Un nihilista es una persona que no da nada por sentado, por mucho que se respete un principio.

—¿Y usted?

—Yo no soy nihilista. Yo soy humanista. Si se nos ha dado a interpretar un papel para el futuro, debemos interpretarlo.

Barley estaba buscando en su voz una sombra de duda, pero no encontró ninguna. Su tono era perfecto.

—¿Cuánto tiempo hace que habla así? ¿Desde siempre? ¿O es reciente?

—Siempre ha sido un idealista. Es su naturaleza. Siempre ha sido extremadamente crítico en un sentido constructivo. Hubo un tiempo en que pudo convencerse a sí mismo de que las armas de aniquilación eran tan terribles que producirían el efecto de abolir la guerra. Creía que producirían un cambio en la mentalidad de los mandos militares. Estaba convencido de la paradoja de que las armas más poderosas contenían dentro de sí la más poderosa capacidad de paz. En este aspecto era un entusiasta de las opiniones estratégicas americanas.

Estaba empezando a acercarse a él. Podía percibirlo en ella, el surgimiento de una necesidad. Estaba despertando y aproximándose a él. Bajo el cielo de Moscú, se estaba despojando de su desconfianza después de demasiada soledad y privación.

—¿Y qué cambió en él?

—Ha experimentado durante muchos años la incompetencia y la arrogancia de nuestras organizaciones militares y burocráticas. Ha visto cómo ponen plomo en los pies del progreso. Ésa es su expresión. Se siente estimulado por la
perestroika
y por la perspectiva de una paz mundial. Pero no es utópico, no es pasivo. Él sabe que nada se producirá espontáneamente. Sabe que nuestro pueblo está engañado y carece de poder colectivo. La nueva revolución debe ser impuesta desde arriba. Por los intelectuales. Por los artistas. Por los administradores. Por los científicos, Él quiere realizar su propia e irreversible aportación de acuerdo con las exhortaciones de nuestros dirigentes. Suele citar un refrán ruso: «Si el hielo es delgado, hay que caminar de prisa». Dice que hemos vivido demasiado tiempo en una era que ya no necesitamos. El progreso sólo se podrá lograr cuando haya terminado esa era.

—¿Y está usted está de acuerdo?

—Sí, y usted también. —Calor ahora. Fuego en sus ojos. Un inglés demasiado perfecto, aprendido en el claustro, de clásicos permitidos en el pasado—. ¡Dice que le oyó a usted criticar en términos similares a su propio país!

—¿Tiene algún pensamiento intrascendente? —preguntó Barley—, quiero decir que ¿le gusta el cine? ¿Qué coche conduce?

Ella se había vuelto, apartándose de él, y Barley vio el perfil de su rostro recortado sobre el vacío firmamento. Tomó otro sorbo de whisky.

—Ha dicho usted que podría ser físico —le recordó.

—Estudió física. Creo que también se capacitó en determinados aspectos de ingeniería. Tengo entendido que en el campo en que trabaja las distinciones no siempre se observan estrechamente.

—¿Dónde estudió?

—Ya en la escuela se le consideraba un prodigio. A los catorce años ganó una Olimpíada de Matemáticas. Su triunfo se publicó en los periódicos de Leningrado. Fue al Litmo y, después, siguió estudios de posgraduación en la Universidad. Es brillante en grado sumo.

—Cuando yo iba a la escuela ésa era la clase de tipos que detestaba —dijo Barley, pero, para alarma suya, ella frunció el ceño.

—Pero usted no detestaba a Goethe. Usted le inspiraba. Suele citar con frecuencia a su amigo Scott Blair. «Si ha de haber esperanzas, todos debemos traicionar a nuestros países». ¿Realmente dijo usted eso?

—¿Qué es un Litmo? —preguntó Barley.

—Litmo es el Instituto de Leningrado para la Ciencia Mecánica y Óptica. Desde la universidad fue enviado a Novosibirsk para estudiar en la ciudad científica de Akademgorodok. Se hizo licenciado en ciencias, doctor en ciencias. Hizo todo.

Él deseaba insistir acerca de ese todo, pero no se atrevió a presionarla, así que, en lugar de ello, la dejó hablar de sí misma.

—¿Cómo llegó a relacionarse con él?

—Cuando yo era niña.

—¿De qué edad?

Barley notó como se acumulaba de nuevo su reserva y se disolvía después, como si tuviera que recordarse a sí misma que se hallaba en compañía segura… o en compañía tan insegura que daba igual comprometerse un poco más.

—Yo era una gran intelectual de dieciséis años —respondió con una grave sonrisa.

—¿Qué edad tenía el prodigio?

—Treinta años.

—¿De qué año estamos hablando?

—De 1968. Él era todavía un idealista de la paz. Decía que nunca harían intervenir a los tanques. «Los checos son nuestros amigos —decía—. Son como los serbios y los búlgaros. Si se tratara de Varsovia, quizás enviaran los tanques, pero contra nuestros checos, nunca, nunca».

Ella había acabado volviéndose de espaldas. Era demasiadas mujeres a la vez. Vuelta de espaldas a él, estaba hablando al cielo y, sin embargo, le estaba atrayendo a su vida y nombrándole confidente suyo.

Era agosto en Leningrado, dijo, ella tenía dieciséis años y estudiaba francés y alemán en su último año en la escuela. Era una alumna brillante, una soñadora de la paz y una revolucionaria de la especie más romántica. Se hallaba al borde del estado adulto y se consideraba madura. Hablaba de sí misma con ironía. Había leído a Erich Fromm y a Ortega y Gasset y a Kafka y había visto
Dr. Strangelove
. Consideraba a Sajarov acertado en su pensamiento, pero equivocado en su método. Se preocupaba por los judíos rusos, pero compartía la opinión de su padre de que sus problemas se los habían buscado ellos mismos. Su padre era profesor de Humanidades en la Universidad, y su escuela era para hijos e hijas de la
nomenclatura
de Leningrado. Corría el mes de agosto de 1968, pero Katya y sus amigos aún eran capaces de vivir con esperanza política. Barley trató de recordar si alguna vez había vivido con esperanza política y decidió que era improbable. Ella hablaba como si nada pudiera nunca volver a impedirle hablar. Barley deseaba cogerle de nuevo la mano, como se la había cogido en la escalera. Deseaba poder coger cualquier parte de ella, pero sobre todo su cara, y besarla en lugar de escuchar su historia de amor.

—Nosotros creíamos que el Este y el Oeste se estaban acercando —dijo Katya—. Cuando los estudiantes americanos se manifestaron en contra de la guerra del Vietnam, nos sentimos orgullosos de ellos y los consideramos como camaradas nuestros. Cuando los estudiantes de París se amotinaron, deseamos poder estar junto a ellos en las barricadas, llevando sus bellas ropas francesas.

Se volvió y le dirigió una sonrisa por encima del hombro. A su izquierda, sobre las estrellas, había aparecido una luna en cuarto creciente, y Barley tenía un vago recuerdo literario de que presagiaba mala suerte. Una bandada de gaviotas se había posado sobre un tejado, al otro lado de la calle. Nunca te abandonaré, pensó.

—En nuestro patio había un hombre que llevaba nueve años ausente —estaba diciendo ella—. Una mañana regresó, aparentando no haber estado nunca fuera. Mi padre le invitó a cenar y estuvo tocando música para él toda la noche. Yo nunca había conocido a alguien que hubiera sufrido una reciente persecución, así que, naturalmente, esperaba que hablase de los horrores de los campos de concentración. Pero lo único que él quería era escuchar a Shostakovich. En aquellos tiempos yo no comprendía que hay sufrimientos que se pueden describir. Nos llegaban desde Checoslovaquia noticias de reformas extraordinarias. Creíamos que esas reformas no tardarían en llegar a la Unión Soviética y que tendríamos una moneda fuerte y libertad para viajar.

—¿Dónde estaba su madre?

—Muerta.

—¿Cómo murió?

—De tuberculosis. Ya estaba enferma cuando yo nací. El 20 de agosto había una proyección privada de una película de Godard en el Club de los Científicos. —Su voz se había tornado severa contra ella misma—. Las invitaciones eran para dos personas. Mi padre, después de informarse sobre el contenido moral de la película, se mostraba reacio a llevarme, pero yo insistí. Al final, decidió que yo debía acompañarle como complemento de mis estudios franceses. ¿Conoce el Club de Científicos de Leningrado?

—No puedo decir que lo conozca —respondió él, recostándose.

—¿Ha visto
À bout de souffle?

—Intervine en ella —dijo, y ella se echó a reír mientras Barley tomaba unos sorbos de su whisky.

—Entonces recordará que es una película muy tensa. ¿Sí?

—Sí.

—Era la película más llena de fuerza que yo había visto jamás. Todo el mundo se sintió muy impresionado por ella, pero para mí fue una auténtica conmoción. El Club de Científicos está a orillas del río Neva. Conserva el viejo esplendor, con escalinatas de mármol y sofás muy bajos en los que es difícil sentarse con una falda ajustada. —Se encontraba de nuevo de perfil a él, con la cabeza adelantada—. Hay un bello invernadero y una sala que semeja una mezquita, con gruesas cortinas y lujosas alfombras. Mi padre me quería mucho, pero estaba muy preocupado por mí y era muy severo. Cuando terminó la película, fuimos a un comedor de paredes revestidas de madera. Era muy hermoso. Nos sentamos a las largas mesas, y allí fue donde conocí a Yakov. Nos presentó mi padre. «He aquí un nuevo genio del mundo de la física», dijo. Mi padre tenía el defecto de mostrarse sarcástico a veces con los jóvenes. Yakov era, además, guapo. Yo había oído algo acerca de él, pero nadie me había dicho lo vulnerable que era, más parecido a un artista que a un científico en ese aspecto. Le pregunté qué estaba haciendo, y me respondió que había regresado a Leningrado para recuperar su inocencia. Me eché a reír y formulé una observación sorprendente en una muchacha de dieciséis años, Dije que me parecía extraño que precisamente un científico estuviera buscando inocencia. Él explicó que en Akademgorodok había destacado demasiado en ciertos campos y se había hecho demasiado interesante para los militares. Parece ser que en cuestiones de física la distinción entre investigación pacífica e investigación militar es a menudo muy pequeña. Le estaban ofreciendo todo —privilegios, dinero para realizar sus investigaciones—, pero él lo rechazaba porque quería conservar sus energías para medios pacíficos. Esto les enfurecía, porque acostumbran reclutar la flor y nata de nuestros científicos y no esperan ser rechazados. Así que había regresado a su vieja universidad para recuperar su inocencia, Se proponía inicialmente estudiar física teórica y estaba buscando personas influyentes que le ayudasen, pero éstas se mostraban reacias a causa de su actitud. No tenía permiso para residir en Leningrado. Hablaba muy libremente, como suelen hacer nuestros científicos. Y estaba lleno de entusiasmo por el Gorodok. Hablaba de los extranjeros que destacaban entonces, los brillantes jóvenes americanos de Stanford y el MIT, y también de los ingleses. Describía a los pintores que estaban prohibidos en Moscú pero a los que se permitía exponer en el Gorodok. Los seminarios, la intensidad de la vida, los libres intercambios de ideas… y, como yo estaba segura, de amor. «¡En qué otro país más que en Rusia van a tocar especialmente para los científicos Richter y Rostropovich, Okudzhava a cantar Voznesensky a leer sus poemas! ¡Éste es el mundo que los científicos debemos construir para los demás!». Bromeaba, y yo reía como una mujer madura. Era muy ingenioso en aquellos tiempos, pero también vulnerable, como lo sigue siendo hoy. Tiene una parte que se resiste a crecer. Es el artista que hay en él, pero es también el perfeccionista. Ya en aquellos días criticaba abiertamente la incompetencia de las autoridades. Decía que había tantos huevos y salchichas en el supermercado de Gorodok que los compradores afluían masivamente en autobús desde Novosibirsk y habían vaciado las estanterías para las diez de la mañana. ¿Por qué no podían hacer el viaje los huevos, en lugar de las personas? ¡Sería mucho mejor! Nadie recogía la basura, dijo, y la electricidad seguía cortándose. A veces, la basura llegaba hasta la altura de la rodilla en las calles. ¡Y lo llaman un paraíso científico! Yo hice otro precoz comentario. «Eso es lo malo del paraíso —dije—. Que no hay nadie para recoger la basura». Todo el mundo se mostró muy regocijado. Fue un éxito por mi parte. Él describió a la vieja guardia tratando de asimilar las ideas de los hombres nuevos y alejándose, meneando la cabeza como campesinos que hasta han visto por primera vez un tractor. No importa, dijo. El progreso prevalecerá. Dijo que el tren blindado de la revolución que Stalin había hecho descarrilar se hallaba de nuevo en marcha y que la próxima parada sería en Marte. Fue entonces cuando mi padre le interrumpió con una de sus cínicas observaciones. Estaba encontrando a Yakov demasiado vocinglero. «Pero, Yakov Yefremovich —dijo—, ¿no era Marte el dios de la guerra?». Yakov adoptó inmediatamente una actitud meditabunda. No imaginaba yo que un hombre pudiera cambiar tan rápidamente, audaz un momento y, al momento siguiente, tan solitario y consternado. Yo se lo reprochaba a mi padre. Estaba furiosa con él. Yakov trataba de recuperarse, pero mi padre le había sumido en la desesperación. ¿Le habló Yakov de su padre?

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