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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (6 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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Me llevé una sorpresa tan grande que me quedé boquiabierto, pero los chicos estaban ahí y yo me había criado con el orgullo de un príncipe, así que me recuperé y repuse:

—De acuerdo.

—Un criado traerá tus cosas.

Pude oír el pensamiento de todos los chicos que no me quitaban el ojo de encima como si lo hubieran verbalizado en voz alta: «¿Por qué él?». Peleo había dicho la verdad en el asunto de que había animado a Aquiles a elegir compañeros, pero su heredero no había manifestado interés por ninguno de ellos en el transcurso de todos esos años, aunque se mostraba con todos tan amable como correspondía a su alta cuna. Y ahora había otorgado el honor tan largamente esperado al más inverosímil de todos los posibles candidatos, un muchacho pequeño, desagradecido y probablemente maldito.

Se dio la vuelta para irse y yo le seguí, intentando no tropezar y caer de bruces, mientras notaba en la espalda los ojos de todos los chicos sentados a la mesa. Me dejé guiar. Pasó por delante de mi antiguo dormitorio y de la cámara de recepción con su trono de respaldo alto. Doblamos otra esquina y nos adentramos en un ala del palacio que yo no conocía, una que estaba más cercana al mar. Las paredes estaban llenas de pinturas de brillantes diseños que pasaban del negro al gris cuando las iluminaba nuestra antorcha.

Los aposentos de Aquiles se hallaban tan próximos al mar que el aire sabía a sal. No había pinturas murales en las paredes, solo piedra desnuda y una alfombra suave. El mobiliario era sencillo pero de buena factura, tallado en acacia de madera negra que enseguida identifiqué como de origen extranjero. A un lado vi un grueso camastro.

La señaló con un gesto y anunció:

—Es para ti.

—Ah. —Dar las gracias no parecía la contestación adecuada.

—¿Estás cansado? —inquirió.

—No.

Él asintió, como si yo hubiera dado una respuesta sabia.

—Tampoco yo.

Le imité. Los dos nos mostrábamos extremadamente amables, tanto que estábamos cabeceando como aves. Se hizo un silencio.

—¿Te gustaría ayudarme con los malabarismos?

—No sé cómo.

—Ni tienes por qué. Yo te enseñaré.

Empecé a arrepentirme de haber dicho que no estaba cansado. No me apetecía nada ponerme en ridículo delante de él, pero se le veía tan esperanzado que iba a sentirme un miserable si rehusaba su oferta.

—De acuerdo.

—¿Cuántas pelotas eres capaz de sostener en el aire?

—No lo sé.

—Muéstrame la mano.

Así lo hice: la alargué con la palma hacia arriba. Él descansó su palma sobre la mía. Intenté no sobresaltarme. Tenía la piel suave, aunque un tanto pegajosa a causa de la cena. Encontré muy cálidas las yemas de los dedos con los que acarició los míos.

—Es lo mismo. Más valdrá empezar con dos. Toma estas. —Me alargó seis bolas recubiertas de cuero similares a las usadas por los mimos. Fui obediente y elegí dos.

—Lánzamelas cuando yo te lo diga.

Por lo general, habría montado una buena por ser mangoneado de esa manera, pero, no sé cómo ni por qué, sus palabras no me parecían órdenes. Aquiles empezó a hacer malabares con las restantes pelotas.

—Ahora —me indicó. Le lancé la bola y le vi incorporarla a la perfección en el círculo de las demás.

—La otra —me instó. Le lancé otra pelota, que se unió a las restantes—. Lo harás bien, Patroclo.

Levanté los ojos enseguida. ¿Se estaba burlando de mí? Pero no, su rostro era sincero.

—Cógela.

Y se me vino encima una bola, exactamente igual que el higo de la cena.

Mi parte no requería una gran habilidad, pero la disfruté igualmente. Nos descubrimos sonriendo de satisfacción mientras lanzábamos y cogíamos las pelotas.

Se detuvo al cabo de un tiempo y bostezó.

—Es tarde —declaró.

Miré por la ventana y descubrí con sorpresa la luna en lo alto del cielo. No había notado el transcurso del tiempo. Me senté en el camastro y le vi enfrascarse con los preparativos previos a acostarse: se lavó la cara con agua de una jofaina de boca ancha y se desató la tira de cuero con que se sujetaba los cabellos. Mi desasosiego regresó con el silencio. «¿Por qué estoy aquí?».

Aquiles apagó la luz de un soplido.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches. —Las palabras sonaron extrañas en mis labios, como si se tratara de otro idioma.

Transcurrieron las horas. A la luz de la luna, apenas podía distinguir el semblante perfecto de Aquiles al otro lado de la habitación. Tenía los labios entreabiertos y un brazo puesto con descuido encima de la cabeza. Dormido bajo aquella luminosidad tan tenue parecía diferente: hermoso pero frío. Me descubrí deseando que despertara para de ese modo poder contemplar cómo revivía.

Regresé al cuarto de los chicos a la mañana siguiente después del desayuno esperando ver de vuelta mis cosas, pero no era así. Lo que sí vi era que habían quitado la sábana de mi yacija. Eché otro vistazo después de la comida, y tras las prácticas de lanza, y una vez más antes de acostarme, pero mi antiguo lugar permanecía vacío y desatendido. «Aun así, prudencia», me dije. Me dirigí a los aposentos de Aquiles con suma prevención, con la convicción de que iba a detenerme algún criado, pero ninguno lo hizo.

Vacilé al llegar a la entrada del cuarto, donde él se hallaba haraganeando, tal y como le había visto el día de mi llegada. Balanceaba una pierna mientras me saludaba.

—Hola.

Me habría ido si él hubiera mostrado sorpresa o vacilación, habría regresado a mi sitio y habría dormido sobre los juncos antes que quedarme allí. Pero no lo hizo. Me hablaba con su tono desinhibido y un extremo interés en los ojos.

—Hola —respondí, y fui a ocupar mi lugar en el catre al otro lado de la habitación.

Me fui acostumbrando a todo ello poco a poco. Dejé de sobresaltarme cada vez que me dirigía la palabra y de esperar un rechazo. También dejé de esperar que me despachara. Después de cenar, se convirtió en un hábito que los pies me llevaran a su habitación y consideré mío el camastro donde dormía.

Todavía soñaba con el chico muerto por las noches, pero cuando despertaba sudoroso y paralizado por el terror podía oír el chapaleteo de las olas sobre la orilla y ver las aguas del mar tan cercano resplandecientes a la luz de la luna, cuya tenue luminiscencia me permitía contemplar la desahogada cadencia de la respiración de mi compañero y la curva de su mejilla. Mi pulso se ralentizaba, aun a mi pesar. Aquiles era vivificador y estimulante incluso mientras descansaba, tanto que ridiculizaba a los muertos y aparecidos. Acabé durmiendo a pierna suelta después de un tiempo y no mucho después de eso las pesadillas disminuyeron hasta desaparecer del todo.

Aquiles no era tan circunspecto y serio como aparentaba. Debajo de esa pose de calma había otro rostro, el de alguien que hacía sus diabluras y tenía más caras que un diamante, aunque todas refulgían a la luz. Le encantaba recrearse con juegos en donde se ponía a prueba su habilidad, coger objetos con los ojos cerrados, obligarse a realizar saltos imposibles por encima de camas y sillas. Cuando sonreía, la piel de la comisura de sus labios se arrugaba como el papiro en llamas.

Él mismo era una llama. Atraía las miradas porque brillaba. Tenía encanto incluso nada más levantarse con el pelo revuelto y el rostro abotargado por el sueño. Sus pies no parecían de este mundo si se los miraba de cerca, las almohadillas casi perfectas de la planta de los dedos, los tendones capaces de vibrar como una lira. Los talones eran una callosidad blanca de tanto ir descalzo por todas partes. Su padre le hacía frotárselos con aceites que olían a madera de sándalo y granado.

Comenzó a contarme historias sobre cómo le había ido la jornada antes de que nos quedáramos dormidos. Al principio me limitaba a escuchar, pero al cabo de un tiempo se me soltó el nudo de la lengua y empecé a hablarle de mis propias historias, primero de mi vida en palacio y luego algunos retazos de mi existencia previa a mi estancia de Ftía. Le conté lo de las cabrillas, el caballito de madera con el que jugaba, la lira de la dote de mi madre.

—Me alegra que tu padre la enviara contigo —me dijo.

Nuestras conversaciones no tardaron en desbordar el confinamiento de la noche. Yo mismo me sorprendí lo mucho que había por decir sobre casi todo, sobre la playa, la comida y uno u otro muchacho. Ya no esperaba ser ridiculizado ni la picadura de un escorpión oculto entre sus palabras. El príncipe decía lo que pensaba y se sorprendía cuando tú no lo hacías. Algunas personas habrían tomado esta actitud como una muestra de simplicidad, pero ¿no es una muestra de genialidad buscar un atajo al corazón?

—¿Por qué no vienes conmigo? —me sugirió una vez cuando ya me iba y le dejaba solo para realizar su adiestramiento privado.

La voz sonó un tanto forzada y yo habría pensado que estaba un poco nervioso si no hubiera creído que eso era materialmente imposible. El ambiente habitualmente cómodo entre nosotros se había vuelto tenso.

—Vale —acepté.

Eran las horas silenciosas de las postrimerías del mediodía. Estábamos solos, pues el palacio entero dormía por influjo del bochorno. Tomamos el camino más veloz, un sendero serpenteante a través del olivar, para alcanzar la barraca donde guardaban las armas.

Permanecí en el umbral mientras Aquiles elegía las armas del adiestramiento: una lanza y una espada ligeramente mellada en la punta. Hice ademán de tomar las mías, pero me entraron dudas.

—¿Debo…? —quise saber. Negó con la cabeza.

«No».

—No lucho con otros —me explicó.

Le seguí al exterior en dirección al círculo de arena apelmazada.

—¿Nunca?

—Jamás.

—Entonces, ¿cómo sabes si…? —Me callé cuando adoptó una posición de combate en el centro, lanza en mano y espada al cinto.

—¿Si la profecía es cierta? Supongo que no lo sé.

La sangre divina fluye de forma diferente en cada uno de los hijos de los dioses. La voz de Orfeo hacía llorar a los árboles. Heracles mató a un hombre de una palmada en la espalda. El milagro de Aquiles era la velocidad. Después de la primera lanzada, mis ojos eran incapaces de seguir su planta. Daba vueltas, avanzaba y retrocedía a una velocidad fulgurante. El asta daba la impresión de nacer en sus manos y la punta oscura y grisácea parecía la lengua de una serpiente. Los pies no se estaban quietos nunca, rozaban el suelo como los de una bailarina.

Me quedé observando, incapaz de moverme. Apenas respiraba. Su rostro inexpresivo estaba en calma, no denotaba esfuerzo alguno. Sus movimientos eran tan precisos que apenas si había podido ver los hombres imaginarios contra los que había combatido, diez o tal vez veinte, atacándole por doquier. Dio un salto y lanzó un movimiento de guadaña con la lanza mientras desenfundaba la espada. Después empezó a maniobrar con ambas armas, moviéndose con la soltura de un pez entre las olas.

De pronto, se detuvo. En la silenciosa atmósfera vespertina pude escuchar el sonido de su respiración, apenas más fuerte de lo normal.

—¿Quién te ha enseñado? —pregunté. No sabía muy bien qué otra cosa decir.

—Mi padre…, un poco.

Un poco. Casi me daba miedo.

—¿Y nadie más?

—No.

Me adelanté un paso.

—Lucha conmigo.

Profirió un sonido muy similar a una risotada.

—No, claro que no.

—Lucha conmigo.

Me sentí como si estuviera en trance. Su padre le había entrenado un poco. El resto era… ¿Qué? ¿Divinidad? Aquello era lo más divino que había visto en toda mi vida. Ese sudoroso arte nuestro de trocear al prójimo era hermoso cuando lo realizaba él. Comprendí por qué su progenitor no le dejaba luchar a la vista de los demás. ¿Cómo iba a enorgullecerse un hombre normal de su habilidad en el combate cuando había aquello en el mundo?

—No quiero hacerlo.

—Te reto.

—No tienes armas.

—Las cogeré.

Se arrodilló a fin de dejar las suyas en el suelo y me buscó con los ojos. Nuestras miradas se encontraron.

—No lo haré. No vuelvas a pedírmelo.

—Volveré a hacerlo. No puedes impedírmelo. —Di un paso al frente con ademán desafiante. Ahora me consumía una impaciencia, una certeza. Iba a tener aquello, él iba a dármelo.

Crispó el semblante y por un momento vi algo próximo a la ira. Eso me complació. Si no podía hacer nada más, por lo menos le azuzaría. Entonces pelearía conmigo. Todos mis nervios se estremecieron ante el peligro implícito en esa posibilidad.

Pero en vez de eso se alejó, dejando las armas en la tierra.

—Vuelve —le dije, y luego lo repetí en voz más alta—: Vuelve. ¿Tienes miedo?

Se volvió a medias y soltó aquella especie de risotada.

—No, no lo tengo.

—Pues deberías. —Hice lo posible porque sonara como una broma, pero no fue así como sonó entre nosotros en medio de aquel día pesado sin viento. Siguió dándome la espalda, inmóvil, inamovible.

«Haré que me mire», pensé. Me bastaron cinco zancadas para salvar la distancia existente entre nosotros y atizarle en el espaldar.

Trastabilló y cayó hacia delante. Le cogí. Los dos acabamos mordiendo el suelo. Escuché el rápido jadeo cuando soltó aire. Le tenía debajo, pero antes de que hubiera podido articular palabra se retorció y se escurrió. Forcejeé, no muy seguro de lo que pretendía hacer, pero iba a haber resistencia y al menos ahora podía luchar.

—¡Suéltame! —Moví las muñecas para zafarme de su presa.

—No.

Me eludió con un movimiento raudo; luego me hizo rodar bajo su cuerpo y me puso las rodillas en la tripa con el fin de inmovilizarme. Resollé, enfadado, pero extrañamente satisfecho.

—Nunca había visto a nadie luchar como tú —le dije. ¿Confesión? ¿Acusación? Tal vez ambas cosas.

—No has visto muchas peleas.

Torcí el gesto a pesar de la amabilidad del tono de Aquiles.

—Ya sabes a qué me refiero.

Sus ojos eran inescrutables. Se levantó una suave brisa que agitó las ramas de los árboles e hizo sonar las olivas aún verdes.

—Tal vez. ¿Qué quieres decir?

Me removí con fuerza hasta que él me soltó. Nos sentamos sobre el suelo, con las túnicas manchadas y el polvo pegado a nuestras espaldas.

—Lo que pretendo decir… —Me interrumpí, pues en mi interior cobraba vida, como la chispa de un pedernal, algo hiriente y muy familiar a la ira y la envidia, pero las palabras de amargura desaparecieron de mi mente en cuanto las pensé—: No hay nadie como tú.

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