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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (3 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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—Que así sea. —Tindáreo también se puso en pie—. Y Agamenón, tu honorable hermano, no se irá de vacío. —Señaló con un gesto a la mujer de mayor estatura—. Clitemnestra, mi otra hija, será su novia.

La mujer, aún cubierta por el velo, no se movió. Me pregunté si le habría oído.

—¿Y qué me dices de la tercera chica, tu sobrina? —gritó un hombre situado junto al gigante Áyax—. ¿Puedo tenerla?

Los pretendientes rieron, felices de contar con algo que aliviara la tensión.

—Llegas tarde, Teucro —dijo Ulises con fuerza para hacerse oír por encima del barullo—. Está prometida conmigo.

No tuve ocasión de escuchar nada más. Noté la manaza de mi padre en el hombro, que me sacó a rastras del asiento.

—Aquí hemos terminado.

Esa misma noche nos marchamos a casa y me subí a lomos de mi burro con la enorme decepción de no haber tenido la oportunidad de ver el rostro fabuloso de Helena.

Mi progenitor no volvió a mencionar jamás aquel viaje y, una vez en casa, los detalles de la visita adoptaron extraños vericuetos en mi memoria. La sangre, el juramento y la sala llena de reyes parecían lejanos y desvaídos, guardaban más semejanza con las invenciones de un aedo que como algo que yo había vivido. ¿De veras me arrodillé allí delante de todos? ¿Y era verdad lo del juramento? La simple idea parecía un absurdo, resultaba tan estúpida e improbable como una pesadilla causada por una cena copiosa.

Tres

M
e resistí. Tenía un par de dados. Eran un obsequio, no de mi padre, a quien jamás se le habría pasado por la cabeza regalarme nada, ni de mi madre, que a veces ni siquiera me conocía. No me acordaba de quién me los había dado. ¿Un rey de visita? ¿Un noble a cambio de favoritismos…?

Estaban tallados en marfil con encartes de ónice, alisados de tanto sobarlos con los dedos. Aquello sucedía en las postrimerías del verano y yo jadeaba tras haber corrido un buen trecho desde el palacio. Desde el día de los juegos, me habían puesto a un hombre para que me adiestrara en todas las disciplinas atléticas: boxeo, lucha de lanza y espada, y lanzamiento de disco, pero yo me había escapado y ahora estaba eufórico, disfrutando de la vertiginosa luz de la soledad. Era la primera vez que estaba solo desde hacía muchas semanas.

Entonces apareció el chico. Se llamaba Clisónimo y era hijo de un noble asiduo en palacio. Era mayor y más grande, y muy gordo. El brillo de los dados atrajo su mirada hacia mi mano. Los miró con codicia y alargó la palma extendida, diciendo:

—Déjame verlos.

—No.

No quería que los tocara con esos dedos suyos rollizos y sucios; además, aun teniendo menos años que él, yo era el príncipe. ¿Ni siquiera me quedaba ese derecho? Pero los hijos de los nobles solían hacerme lo que les venía en gana, sabedores de que mi padre jamás intervenía.

—Los quiero. —Ni siquiera se molestó en amenazarme, no todavía, y yo le aborrecí por ello. Debía merecer un poco de intimidación cuando menos.

—No.

Avanzó hacia mí.

—Dámelos.

—Son míos. —Le enseñé los dientes y le lancé un mordisco como los perros que luchaban por las migajas de nuestra mesa.

Alargó la mano para cogerlos y yo le empujé hacia atrás, haciéndole tropezar. Yo estaba feliz. No iba a quitarme lo que era mío.

—¡Eh!

Se había enfadado. Yo era demasiado pequeño y se decía de mí que era un simple. Sería un deshonor para él retroceder ahora, así que se me echó encima con el rostro rojo de rabia. No tenía intención de hacerlo, pero aun así retrocedí, y él esbozó una sonrisa burlona.

—Cobarde.

—No soy un cobarde —repliqué en voz más alta; se me estaba calentando la sangre.

—Pues eso es lo que piensa tu padre. —Pronunció cada palabra con deliberada lentitud, como si las paladeara—. Eso le he oído contar al mío.

—No lo ha dicho —repliqué, aun a sabiendas de que sí lo había dicho.

El muchacho se acercó aún más y alzó un puño.

—¿Me estás llamando embustero?

Iba a pegarme en esa ocasión, y yo lo sabía, solo estaba buscando la excusa. Podía imaginarme a la perfección la forma en que el rey había pronunciado esa palabra. «Cobarde». Le puse las manos en el pecho y empujé con todas mis fuerzas. Nuestra nación era tierra de pastos y trigales, así que una caída no iba a dolerle mucho.

Pero estoy buscando excusas. También era una tierra llena de piedras.

Al caer se dio un golpe sordo contra una roca. Vi la sorpresa en sus ojos abiertos con desmesura. El terreno circundante empezó a encharcarse de sangre.

Yo le miraba fijamente mientras se me hacía un nudo en la garganta, horrorizado por las consecuencias de mis actos. Con anterioridad, jamás había presenciado la agonía de un ser humano. Había visto morir a algunos toros, y a las cabras, y también había visto dar boqueadas a un pez hasta quedar inerte. Había contemplado la muerte en las pinturas y en los tapices, y también en las figuras negras de las hidrias, pero jamás había visto esto: la vibración del estertor, el ahogo, la desesperación, el olor de la sangre. Salí por pies.

Me encontraron un tiempo después junto a las raíces nudosas de un olivo. Estaba lívido, renqueante y rodeado de mis propios vómitos. Había perdido los dados en el transcurso de mi huida. Mi padre me miró enojado y con una mueca que dejaba entrever sus dientes amarillentos. A su ademán, los criados me levantaron y me llevaron a palacio.

La familia del muchacho exigió de inmediato mi exilio o mi muerte. Eran gente influyente y el difunto, su único hijo. Tal vez permitieran a un monarca quemarles los campos o violar a sus hijas, siempre y cuando pagase una reparación por ello, pero no era posible tocar a sus hijos, ya que, en tal caso, la nobleza se sublevaría. Todos conocíamos las reglas y nos aferrábamos a ellas para evitar los desmanes de la anarquía, que siempre rondaba demasiado cerca. Eso dejaba abierta una deuda de sangre, enemistad mortal entre familias. Los criados se persignaron.

Mi padre se había pasado la vida entera a la rebatiña para conservar el trono y no iba a arriesgarse a perderlo por un hijo como yo, máxime cuando los herederos y los úteros que los alumbraban eran tan fáciles de conseguir. Por eso se mostró de acuerdo en lo del exilio y me envió al reino de otro hombre, donde a cambio de mi peso en oro se harían cargo de mantenerme hasta la edad adulta. No tenía padres ni familia ni herencia. En aquellos días, era preferible la muerte. Sin embargo, mi progenitor era un hombre práctico. Mi peso en oro era mucho menos costoso que el espléndido funeral que mi muerte hubiera requerido.

Esa era mi condición cuando cumplí diez años. Así fue como me convertí en huérfano, así fue como acabé en Ftía.

Ftía era el más nimio de nuestros Estados. Estaba situado en una lengua de tierra, entre las estribaciones del monte Otris y el mar. Su rey, Peleo, era uno de esos hombres bendecidos por los dioses a pesar de no ser él mismo una deidad, pero era inteligente, apuesto, valiente y superior a todos los monarcas en lo tocante a su piedad. Como recompensa por todo ello, las divinidades le habían ofrecido como esposa a una ninfa de los mares, lo cual se consideraba como uno de los mayores honores posibles. Al fin y al cabo, ¿qué mortal no deseaba acostarse con una diosa y tener un hijo con ella? La sangre divina purificaba la sangre sucia de nuestra raza y era capaz de forjar héroes solo con barro y arena. Además, esta diosa en concreto traía consigo una garantía aún mayor: las Moiras habían predicho que su hijo superaría en mucho al padre, con lo cual el linaje de Peleo estaba asegurado. No obstante, como todos los regalos de los dioses, había un inconveniente: la diosa estaba maldispuesta.

Todos habíamos oído hablar de la violación de Tetis. Los dioses habían conducido a Peleo hasta el lugar secreto de la playa donde le gustaba estar y le habían avisado de que no perdiera el tiempo con preámbulos. Ella jamás consentiría en desposar a un mortal.

También le previnieron de lo que podía suceder una vez que él la hubiera atrapado, pues la ninfa Tetis era artera, como su padre Proteo, el escurridizo anciano hombre del mar, y la nereida sabía cómo hacer que su piel adoptara mil formas diferentes de pelo, carne y pluma. Peleo no debía soltarla por mucho dolor que le infligieran los picos, garras, dientes y anillos enroscados.

Peleo era un hombre pío y obediente: hizo todo tal y como las divinidades le habían ordenado. Esperó a que saliera de entre las olas del color de la pizarra y dejara ver su melena negra y larga como una cola de caballo. Entonces, la atrapó y la retuvo a pesar de la violenta resistencia de la ninfa hasta que ambos acabaron exhaustos, sin aliento y desplomados sobre la arena. La sangre de las heridas que ella le había causado se mezcló con la de la doncellez perdida que salía de entre los muslos de Tetis. Su resistencia ya no importaba: una desfloración ataba tanto como unos votos matrimoniales.

Los dioses la obligaron a prometer que permanecería junto a su esposo mortal durante al menos un año. Ella cumplió el tiempo de su deber en la tierra callada, indiferente, huraña. Cuando él le ponía las manos encima, no se molestaba en contorsionarse o retorcerse; en vez de eso, ella yacía callada y muda, húmeda y fría como un pez viejo. Su útero alumbró de mala gana un único hijo y, cuando concluyó el término de su condena, ella salió corriendo de palacio y se arrojó de cabeza al mar.

Únicamente regresó para ver al muchacho, nunca por otra razón y jamás por mucho tiempo. El resto del tiempo el niño creció junto a tutores e institutrices, todo ello supervisado por Fénix, el consejero en quien más confiaba Peleo. ¿Se lamentó el marido de aceptar el regalo de los dioses? Una esposa mortal se habría tenido por afortunada al haber conseguido un esposo tan agraciado y bueno como Peleo, pero nada podía eclipsar la mancha de su inmunda mediocridad de mortal a los ojos de la ninfa Tetis.

Me condujo a su palacio un criado cuyo nombre no llegué a oír, o tal vez es que no lo dijo. Los salones eran más pequeños que en casa, como si estuvieran condicionados por la modestia del reino que se gobernaba desde los mismos. Suelos y muros estaban hechos de mármol local, más blanco que el extraído en el sur. Mis pies parecían oscuros en contraste con el fulgor del suelo.

No llevaba nada encima: habían llevado mis contadas pertenencias a unos aposentos y el oro enviado por Menecio había seguido su camino hasta el tesoro de Peleo. Sentí una sensación extraña cuando me separé del oro, pues había sido mi compañero durante las semanas de viaje, un recordatorio de mi valía. Ahora sabía su importe: cinco copas con gemas engastadas, un pesado cetro de aspecto sarmentoso, un collar de oro, dos estatuas ornamentales representativas de aves y una lira tallada con las puntas de oro. Esta última era una engañifa, y yo lo sabía. La madera era barata y la había en abundancia, y era una manera de ocupar un espacio que debería haber sido de oro. Aun así, el instrumento musical era de una belleza tal que nadie puso objeción alguna. Había formado parte de la dote de mi madre. Mientras montábamos, yo alargaba la mano hacia la albarda de detrás, donde podía acariciar la madera pulida.

Supuse que iban a conducirme al salón del trono, donde me arrodillaría y expresaría mi gratitud al rey, pero el criado se detuvo de pronto ante una puerta lateral y explicó que Peleo se hallaba ausente; por tanto, debía presentarme ante su hijo. Esa novedad me sacó de quicio. No me había preparado para aquella contingencia ni valían ahora las palabras de sumisión que había practicado a lomos del burro. El hijo de Peleo. Me acordé de la oscura laureola recortada contra su refulgente pelo rubio y el modo en que se le habían sonrojado los mofletes por la victoria. «Así es como debería ser un hijo».

Al entrar le encontré tumbado de espaldas sobre un banco lleno de cojines. Balanceaba una lira sobre el estómago y pellizcaba sus cuerdas con aire moroso. No me oyó entrar u optó por simular que era así para no tener que mirarme. Así fue como empecé a comprender cuál iba a ser mi lugar allí. Hasta ese momento había sido un príncipe, se me esperaba y se anunciaba mi llegada. Ahora era insignificante.

Avancé otro paso, raspando el suelo con los pies. Él ladeó la cabeza para echarme un vistazo. En los cinco años transcurridos desde la última vez que le vi había crecido hasta perder las redondeces de la infancia. Me quedé boquiabierto y sin capacidad de reacción al ver sus ojos de un intenso color gris y sus hermosos rasgos, delicados como los de una doncella. Todo lo cual me provocó de inmediato un creciente disgusto. Yo no había cambiado tanto… ni tan bien.

Bostezó con los ojos entornados y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Su reino no era ni la mitad que el de mi padre, era la cuarta parte, no, la octava parte. Me habían exiliado por matar a un chico y aun así no me conocía. Apreté los dientes, decidido a no hablar.

—¿Cómo te llamas? —volvió a preguntar, esta vez con un tono de voz más alto.

Mi silencio era excusable la primera vez, cuando tal vez no le había oído, pero no en esta segunda ocasión.

—Patroclo.

Ese era el nombre que me había dado mi progenitor al nacer yo, con muchas esperanzas y poca prudencia. Tenía un sabor amargo en mis labios. Significaba «gloria del padre». Aguardé alguna burla o una broma ingeniosa acerca de mi desgracia por su parte, pero no la hubo. «Tal vez sea tan tonto como yo», pensé.

Rodó sobre un costado para orientarse hacia mí. Un mechón de pelo dorado le cayó sobre los ojos. Él lo apartó y se presentó:

—Me llamo Aquiles.

Alcé el mentón una pulgada a modo de reconocimiento. Nos miramos el uno al otro durante un instante; después, bizqueó y bostezó una vez, abriendo la boca como si de un gato se tratara.

—Bienvenido a Ftía.

Me había educado en la corte de un rey y sabía cuándo daban orden de retirarse nada más oírla.

Esa misma tarde descubrí que no era el único hijo en acogida de Peleo, cuyo modesto reino parecía próspero en hijos desterrados. Según se rumoreaba, el propio rey había sido fugitivo en una ocasión y se había granjeado una buena reputación por la buena acogida dispensada a los exiliados. Mi lecho era un camastro en una habitación similar a una barraca alargada donde había un montón de niños peleando o haraganeando. El sirviente me mostró dónde había puesto mis cosas. Un puñado de muchachos levantaron la cabeza para mirar. Estoy seguro de que uno de ellos me preguntó mi nombre, y también de que se lo di. Regresaron a sus juegos. Yo no era nadie importante. Caminé con paso envarado hasta mi jergón, donde esperé la cena.

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