Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
«Empleados», había pensado Christmas.
—¿Usted quién es? —le había preguntado en ese momento un ayudante, repasando una carpeta—.¿Tiene algo que ver con el plató?
Christmas lo había mirado. Y había comprendido.
—No, no tengo nada que ver —había respondido sonriendo y luego se había marchado.
Aquel no era su mundo. No llegaría puntual cada mañana al despacho número once, como un buen empleado. Mientras se dirigía hacia la salida de los estudios, por las sendas ajetreadas y productivas de la industria de Hollywood, Christmas se había dejado invadir por la sensación de ebriedad que experimentara escribiendo, imaginando personajes, concibiéndolos y luego viéndolos surgir de la tinta y el papel inesperadamente vivos y casi independientes de él. Se había acordado de los ojos de su madre, de cómo brillaban cuando le hablaba del teatro. Había recordado el silencio tenso y emocionante del público; el ruido delicado, sagrado, litúrgico, del telón que crujía al levantarse; el calor de la noche que la orquesta, oculta en el foso, hacía vibrar en el aire; la fulgurante luz de los focos que se encendían. Había oído que su corazón se acallaba —como si hubiera vuelto a aquella noche con María, cuando conoció a Fred Astaire—, aunándose al silencio de los espectadores. Y con ellos había contenido la respiración, como si estuviese allí de nuevo, en aquella sala oscura, que olía un poco a moho, como una iglesia huele a incienso.
En una fracción de segundo —al tiempo que esquivaba a un bullicioso grupo de figurantes— había comprendido. Tras cruzar la verja de los estudios de la MGM, la mano en la que sujetaba el contrato se le había abierto. La hoja de papel arrugada había flotado en el aire caliente de California. Y en ese preciso instante Christmas había decidido regresar a Nueva York. E intentar escribir. Teatro.
Todavía no lo sabía nadie, sonrió Christmas siguiendo su camino por Harlem. Se dirigió hacia la vieja sede de la CKC. Necesitaba volver a comenzar desde allí. En aquel lugar encontraría sus cimientos.
Torció en la Ciento veinticinco. Y, dos manzanas más allá, donde se encontraba el piso de la hermana Bessie, vio un corro de personas que desbordaba la acera e invadía la calzada. Distinguió además las luces de una sirena. Y al acercarse vio no uno, sino dos coches patrulla. Apretó el paso y se acercó a la gente que se aglomeraba alrededor del portal de la CKC.
—¿Qué pasa? —preguntó a una mujer, que reía contenta.
La mujer se volvió. Sus labios oscuros y carnosos, que se explayaron en una sonrisa, exhibieron unos dientes blancos y rectos.
—Pero si eres Christmas —dijo.
—¿Qué pasa? —repitió.
—¡Ha llegado Christmas! —gritó la mujer a la multitud.
Y entonces cuantos la oyeron se dieron la vuelta.
—¡Está Christmas! —gritaron muchos y el rumor circuló de boca en boca. Unas manos lo agarraron y lo empujaron hacia delante, al cogollo de la reunión callejera. Y mientras avanzaba, cada uno de los presentes le daba palmadas en el hombro, lo abrazaba, lo felicitaba.
—¿Oye, te acuerdas de mí? —preguntó un negro gigantesco—. Soy el que te prestó la bici el día que levantamos la vieja antena —dijo mientras alargaba su poderoso brazo hacia el tejado del edificio.
—¿La vieja antena? —preguntó Christmas y alzó la vista.
En el tejado se elevaba una antena alta y esbelta, con una esfera dorada en la punta. Y, en medio de la estructura, un reloj centelleante, dorado y verde, que marcaba las siete y media. Y en la parte superior resaltaban las letras CKC.
Christmas miró al negro gigantesco.
—Eres Moses, ¿verdad? —le preguntó.
Pero el negro no le respondió.
—¡Ha llegado Christmas! —gritó a la multitud. Luego se volvió hacia él, lo asió por los lados y lo levantó con suma facilidad, enseñándolo a la gente. Otro negro cogió los pies de Christmas y también los alzó. Después empezaron a mantearlo, riendo. Y por último se formó espontáneamente una hilera de hombres que, de mano en mano, trasladó a Christmas por encima de sus cabezas hasta el centro del corro, aclamándolo como a un héroe.
Cuando lo bajaron al suelo Christmas estaba sin aliento y mareado. Delante de él, Cyril y Karl reían felices.
—Bienvenido, socio —dijo Cyril abrazándolo.
—¿Qué pasa? —intentó decir Christmas.
Pero también Karl lo estrechó con tanta fuerza entre sus brazos que casi lo asfixia.
—Bienvenido, socio —le dijo.
Christmas se deshizo del abrazo, dio un paso atrás, parapetándose con las manos para que sus amigos no se le acercaran.
—¿Alguien puede decirme qué cuernos está pasando?
Cyril y Karl rieron.
—¿Has mirado el tejado? —dijo Cyril.
—¿Dónde está nuestra antena? —preguntó Christmas—. ¿Dónde está nuestro reloj?
Cyril y Karl volvieron a reír. Y la gente que los circundaba también reía.
—¡Me cago en la leche! —bramó Christmas.
—Vale, vale... —lo tranquilizó Cyril mientras le pasaba un brazo por los hombros atrayéndolo hacia sí—. Cambio de programa.—Señaló a Karl—. Nuestro director por fin ha hecho algo bien. ¿Ves a esos señores de allí? —y le indicó a tres blancos en traje gris que estaban apostados al lado de los coches patrulla, con una sonrisa empachada en la cara—. Verás, el polaco los ha convencido de que creen una sede independiente de la CKC. Aunque las salas de la WNYC son estupendas, resulta que nosotros... que nosotros echábamos de menos nuestro agujero clandestino. Así que nos han autorizado a tener una antena propia y a traer aquí los mejores equipos que hay en el mercado...
—Y eso no es todo —intervino excitado Karl—. De momento solo hemos acondicionado el piso de la hermana Bessie, pero hoy mismo empiezan las obras propiamente dichas. Hemos comprado la última planta entera. Haremos tres salas, despachos; o sea, todo.
—¡Y daremos trabajo a un montón de negros! —gritó Cyril.
Christmas no tenía palabras.
—Dos semanas —dijo riendo—, me voy dos semanas y me montáis todo este jaleo...
—Ven a saludar a los jefes de la WNYC —repuso Karl cogiéndolo de un brazo y arrastrándolo hacia los tres blancos en traje gris que continuaban sonriendo.
—Los negros que hay aquí los tienen acojonados —rió Cyril.
Los tres directivos estrecharon calurosamente la mano de Christmas. Pronunciaron unas palabras de cortesía, de burócratas, luego dijeron que tenían un compromiso y se metieron en un coche lujoso.
—Me voy con ellos —dijo Karl—. Tengo en mente una serie de programas para la CKC y se los quiero proponer antes de que se les pase el entusiasmo.
Cyril esperó a hablar hasta que Karl subió al coche.
—Ha nacido directivo. No piensa en otra cosa —dijo moviendo la cabeza. Después le dio un codazo a Christmas y se dirigió al agente de más edad de los dos coches patrulla, que estaba de pie sobre el estribo del automóvil—. Dispense, señor, ¿sabe qué hora es? —le preguntó con una sonrisa irónica—. Alzó el brazo hacia el tejado y añadió—: Verá, los negros somos tan tontos que hemos montado un reloj que no funciona.
El rostro del policía se crispó, airado.
Todo el gentío rió.
—¿Qué hora es, agente? —gritaron los negros al unísono. Y se apretujaron en torno a los policías.
Los otros tres agentes, alarmados, se llevaron las manos a las fundas de las pistolas.
—No hagáis ninguna gilipollez —dijo en voz baja el agente de más edad—. Yo me ocupo de estos capullos. —Bajó del estribo y avanzó hacia el centro de la calle. Miró hacia arriba—. Reconozcamos que nos la han colado durante bastante tiempo —dijo entonces en voz alta.
La gente rió. Los policías aflojaron las manos que tenían pegadas a las fundas. Fingieron reír.
—¿Qué hora es? —gritó alguien de la multitud.
El agente veterano se giró de golpe, con una expresión severa en el rostro. Pero enseguida sonrió de nuevo, balanceó la cabeza, se quitó la gorra y se frotó el poco pelo que tenía. A continuación miró al gentío.
—Aquí siempre serán las siete y media.
La multitud rió y aplaudió.
El agente sonrió una vez más, luego se acercó a uno de sus colegas y le susurró:
—Larguémonos de aquí, el tufo de los negros me da ganas de vomitar.—Entró en el coche, lo puso en marcha y pasó por en medio de dos columnas de gente, seguido por el otro coche patrulla.
—Has estado sensacional, Charlie —le dijo el agente que iba sentado a su lado.
—Los negros son inferiores, recordadlo —repuso el policía, al tiempo que sonreía a la gente que golpeaba el techo del coche—. Cada vez que pillemos a uno haremos que se arrepienta de habernos tomado el pelo.
—Subamos, que quiero enseñarte tu nuevo puesto —le decía entretanto Cyril a Christmas.
Mientras Cyril se dirigía al portal, Christmas echó un vistazo alrededor. La gente tenía expresiones felices. Era una fiesta. Y entre los negros vio también a algunos blancos. Uno de ellos, un tipo fuerte de pelo rizado y muy oscuro, ojeras profundas y fina nariz aguileña, le cortó el paso, con una mirada torva.
—Yo soy el Calabrés —dijo.
Christmas lo observó con atención. Una chaqueta excesivamente chillona se le abombaba bajo las axilas. Y en el bolsillo derecho de los pantalones se intuía el perfil de una navaja automática.
—¿Y cuál es el problema?
—Soy de Brooklyn —respondió el Calabrés. Se aproximó al oído de Christmas—: Y tengo una banda propia —le susurró. Echó un par de ojeadas a derecha e izquierda, y enseguida se inclinó de nuevo hacia Christmas—. ¿Por qué no hablas también de mí en tu emisión? Un poco de publicidad nunca viene mal, no sé si me explico... A cambio, quizá podría darte algún soplo.
Christmas sonrió.
—¿Quieres saber algo fuerte? —dijo el gángster—. ¿Sabes cómo me llamo? Pasquale Anselmo. Soy el único en todo Nueva York que tiene dos fichas del FBI. Porque no saben cuál es el nombre y cuál el apellido. En una ficha pone «Pasquale Anselmo» y en la otra «Anselmo Pasquale». —Miró a Christmas, esperando una reacción—. ¿No lo has entendido? —El gángster rió—. Es fuerte, anda.
—Sí, es fuerte, Calabrés —bromeó Christmas—. Tú escucha el programa.
—¿Esto de qué va? —se interpuso un negro con un traje de raso—. ¿Les haces publicidad a los blancos y no a los negros? —Se puso delante del Calabrés—. ¿Crees que solo los italianos, los judíos y los irlandeses tienen cojones?
—Vete a hacer puñetas, chulo putas —respondió el Calabrés.
—Estás en mi territorio, mierda pálida —contestó el negro.
—Vale, ya está bien —intervino Cyril—.¿Qué coño tenéis en la cabeza? ¡Me cago en la leche, que os den por culo a los dos!
El Calabrés miró con cara de pocos amigos al chulo.
—Nos veremos por la calle.
Luego se marchó a pasos acompasados.
—¡Cuando quieras! —gritó el negro.
Cyril agarró a Christmas por un brazo y lo llevó al que había sido el piso de la hermana Bessie.
—Yo también me he comprado una casa. Muy grande. Aquí en Harlem no cuestan un carajo —le dijo al tiempo que introducía la llave en la cerradura de la puerta en la que ahora figuraba el rótulo «CKC»—. La hermana Bessie se ha instalado en nuestra casa. Al fin y al cabo son mis sobrinos.
Cyril abrió la puerta. El piso estaba recién pintado. Había montones de cajas llenas de material eléctrico y cables diseminados por todas partes.
—Todavía está todo manga por hombro, pero quedará precioso —dijo orgulloso. Luego cogió un micrófono y se lo mostró a Christmas—. Hablarás por aquí. Es sensibilísimo.
Christmas miró alrededor. Su casa. Había vuelto a casa.
—¿La encontraste? —le preguntó entonces Cyril.
—He decidido escribir teatro —dijo Christmas.
Cyril lo miró en silencio.
Christmas recorrió el piso, abriendo distraídamente cajas, mirando instrumentos brillantes. Después se dio la vuelta.
—No quiero hablar de ella —añadió.
Cyril se sentó en una silla desvencijada. Se frotó los dedos nudosos, con expresión absorta. Apenada. Cuando levantó la cara, sonreía.
—Conque teatro —dijo—. Me gusta el teatro.
Manhattan, 1928
Pero escribir no resultó tan fácil.
El primer día Christmas permaneció sentado delante de su Underwood, sin escribir una sola palabra. Contemplaba la página sin decidirse a empezar. Como si tuviese miedo. Como si hubiese perdido la inconsciencia que le había hecho afrontar la vida con una sonrisa impertinente, que lo había sacado de las calles pobres del Lower East Side. Era como si de repente el mundo le pareciese un asunto serio, mientras que el éxito y el dinero, en lugar de hacerlo más osado, lo hubiesen vuelto prudente. Como si ya no se atreviera a arriesgar porque tenía algo que perder. Algo así como si se hubiera vuelto avaro. O como si ahora se tomara en serio.
Como si algo en su interior se hubiese acallado. O como si se hubiese acallado el mundo. O como si entre él y el mundo se hubiese levantado una muralla. Como si se hubiese puesto una coraza y se hubiese endurecido.
Ahora que la CKC había salido de la clandestinidad, los oyentes de Nueva York habían escrito cientos de cartas, todas dirigidas a él. Cartas llenas de cumplidos, de afecto, de admiración. Mujeres que por fin se sentían comprendidas, hombres que se imaginaban ser valientes, muchachos que querían ser como Christmas, muchachas que querían conocerlo y que le declaraban su amor. Y en una fracción de segundo —al presentar Karl una nueva sección de
Diamond Dogs
en la que se leían fragmentos de dichas cartas—, Christmas sintió el peso de todas aquellas miradas. Y se vio plasmado en la figura pública que el mundo le devolvía. Atenazado en un sofocante reflejo de sí mismo.
Por eso el primer día no escribió ni una palabra sobre la hoja blanca que había en el rodillo de su Underwood. El segundo día puso todo su empeño, trató de recuperar el entusiasmo que le había dado alas en el despacho número once de los estudios de la MGM. Tecleó tímidamente las primeras palabras. Intentó oírlas sonar en el aire, trató de oír el sonido de las primeras frases que hendían el silencio del teatro. Pero le parecían pobres. Como si fueran escasas. Y, si las corregía, al momento le parecían excesivas. No encontraba el equilibrio. Y tuvo que rendirse a la evidencia de que construir una historia es completamente distinto que contarla, que crear personajes, que conjuntarlos entre sí de forma verosímil es mucho más complejo que hacer un simple esbozo como el que le había entregado a Mayer. Que la vida de los protagonistas de una historia no garantiza por sí sola la vida de la propia historia.