La calle de los sueños (71 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—No lo sé.

—¿Jugamos con cartas descubiertas? —Mayer se levantó y bordeó su escritorio. Palmoteó el hombro de Christmas.

—Yo miro hacia el futuro. Y el futuro del cine está también en los personajes que usted sabe describir tan bien. ¿Alguna vez ha oído hablar de los antiguos romanos? Tenían un estadio donde la gente se mataba o donde era devorada por los leones. Y aquel estadio siempre estaba lleno. Se agotaban las localidades. Forma parte de la naturaleza humana. Y yo... el cine... tiene que fijarse en lo que le gusta a la gente. Es un juguete demasiado caro para permitirse no gustar. ¿Me sigue?

—Manda el público, sí.

—Eso es un poco reductivo. Nosotros podemos orientar parcialmente el gusto del público —prosiguió Mayer—. Pero, en última instancia, tiene usted razón. El público es nuestro amo. Y un buen productor debe saber lo que piensa el público. América está pidiendo otra cosa. También quiere sangre, quiere la vida, quiere antihéroes... porque siempre hay un lado oscuro. Lo importante es que al final triunfe la luz. Usted, o mejor dicho, sus historias tienen luz y oscuridad.—Mayer se sentó al lado de Christmas y le puso una mano en la pierna—. ¿Quiere tratar de prestar su talento al cine?

—De entrada, no sé si estoy capacitado.

Mayer sonrió.

—Para eso sirve nuestro encuentro, ¿no? —Sonrió de nuevo—. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Los Ángeles, míster Luminita?

—Ya veremos.

—Sí, usted es un auténtico jugador —prosiguió Mayer—. ¿La casa le gusta?

—Mucho.

—Con lo que estoy dispuesto a pagarle podrá comprarse una propia.

—Ya tengo una casa en Nueva York.

—Mejor. Así tendrá dos casas.

Christmas rió.

Mayer dio la vuelta al escritorio y se sentó en su sillón.

—Usted me cae bien, míster Luminita. Sabe qué es la verdadera vida, lo leo en sus ojos. Intente lo que le pido. Escriba algo para mí.—A continuación, se estiró hacia una caja negra y apretó un botón—. ¿Ha llegado Nick? —preguntó.

—Sí, señor —rechinó la voz de la secretaria.

—Acompáñeme —dijo Mayer a Christmas, se levantó de nuevo y abrió la puerta de su despacho.

Christmas vio a un joven bien trajeado, algo despeinado.

Mayer extendió un brazo hacia Christmas.

—Nicholas, te presento a míster Luminita. Es todo tuyo. Dale el paseo turístico —dijo. Se volvió y le tendió la mano a Christmas, volviendo a sonreír—. Quisiera seguir con usted pero no soy dueño de mi tiempo. Nicholas es uno de mis ayudantes y lo conoce todo. Para cualquier duda que tenga, acuda a él.—Le dio una palmada en el hombro—. Espero grandes cosas de usted. —Se le acercó aún más y habló en voz baja—: Pero no estamos muy interesados en retratar el hampa como monopolio de los judíos. Muéstrenos a los hombres. Verdaderos, dramáticos...

—... mejor si son italianos —añadió Christmas.

Louis Mayer le clavó la mirada; sus ojos brillaban detrás de las gafas.

—También hay irlandeses, ¿no? —dijo riendo y desapareció en su despacho.

—Le caes bien —repuso el ayudante mientras bajaban las escaleras del edificio.

—¿Cómo lo has deducido? —le preguntó Christmas.

—Porque sigues intacto.—El ayudante rió. Luego le tendió la mano—. Nicholas Stiller, pero llámame Nick. Soy el encargado de resolver los problemas.

—¿Y yo soy un problema, Nick?

El ayudante volvió a sonreír.

—Todos los nuevos son un problema. Hasta que comprenden las reglas y los ritmos.

—Como los caballos —añadió Christmas mientras se aproximaban a un edificio bajo, cuya primera planta estaba conformada por una galería divida en puertas, cada una de ellas con una ventana contigua, todas iguales—. Tenemos que acostumbrarnos al bocado y a la silla.

—Interpretas mal el concepto —le corrigió Nick al tiempo que subían las escaleras externas que llevaban a la galería—. Esta es una industria. Las reglas sirven para garantizar la productividad.

—De lo contrario, es un problema —asintió Christmas, y siguieron avanzando a paso rápido por la galería.

—Exactamente —dijo Nick.

Según caminaba, Christmas veía en cada habitación a una persona sentada a un escritorio, con una máquina de escribir delante.

—Y recurren a ti para resolverlo.

—Yo tengo que evitar que surja el problema —dijo Nick abriendo la puerta número once e invitando a Christmas a pasar—. Este es tu cubículo provisional. Escritorio, máquina de escribir, mecanógrafa si no sabes escribir a máquina, comida, bebidas y un sueldo excelente.

Christmas miró alrededor.

—No tienes que entregar guiones completos sino argumentos —prosiguió Nick—. Historias, ideas, descripciones, anécdotas. Después nuestros guionistas las desarrollarán. Fácil, ¿verdad?

—Para eso solo tendrías que escuchar mis emisiones —dijo Christmas—. Fácil, ¿verdad?

—Ya caigo —respondió Nick, sentándose enfrente del escritorio—. Eres uno de esos caballos difíciles de domar, ¿verdad?

—Creo que sí —respondió Christmas.

—Siéntate en tu sitio, Christmas. Hazme ese favor —dijo Nick—. Siéntate y dime si el sillón es cómodo. ¿Lo quieres de piel? ¿Acolchado? Dime cómo lo quieres y lo tendrás.—Esperó a que Christmas se hubiera sentado—.¿Cómo te sientes? Mete una hoja en blanco en la máquina de escribir. Están allí, en el cajón de la derecha.

Christmas titubeó. Luego abrió el cajón, sacó una hoja y la hizo correr por el rodillo. Sintió una especie de escalofrío. Y le gustó el ruido que hacía el rodillo al correr, arrastrando la hoja.

—Bien, ahora intenta imaginar —prosiguió Nick—. Ahora es un papel en blanco. Tan solo un papel en blanco. Pero en esa hoja tú puedes escribir tus palabras. Y tus palabras harán nacer un personaje. Un hombre, una mujer, un niño. Y a ese personaje le asignarás un destino. De gloria, de tragedia, de victoria o de derrota. Y luego vendrá un director. Y un actor. Y esas palabras serán rodadas. Y entonces, en una perdida sala de... no lo sé, encuentra tú un lugar de mierda, en el culo del mundo... eso es, en aquella sala habrá personas que vivirán el destino que tú hayas elegido, y lo sentirán como propio, y creerán estar allí, en ese lugar verdadero pero imaginario que ha salido de aquí, de esta hoja.

Christmas sintió de nuevo que el escalofrío le recorría la espalda.

Nick se inclinó hacia él.

—Esto es lo que te pedimos que hagas. Las reglas solo sirven para organizar este cuento.

Christmas lo miró. Luego miró la hoja en blanco.

—Yo esto ya lo hago —dijo.

—Lo sabemos —declaró Nick, serio—. Tienes un talento especial. Por eso estás aquí.

Christmas lo miró sin hablar. Pero enseguida sus ojos volvieron a la hoja en blanco. Como hipnotizados. Y no experimentó ni incomodidad ni miedo ante todo aquel blanco que podía rellenar.

—Inténtalo —dijo Nick—. Luego, si no lo consigues...

—Tú resolverás el problema —bromeó Christmas.

—No hay silla ni tampoco bocado —sentenció Nick.

Christmas pasó las yemas de los dedos por las teclas de la máquina de escribir. Notó la superficie lisa y ligeramente cóncava que las acogía. Y otra vez el escalofrío recorrió su espalda.

Nick dio un paso hacia la puerta.

—Nick —dijo Christmas—, ¿es verdad que resuelves todos los problemas?

—Me pagan por eso.

—Estoy buscando a una persona. ¿Conoces a los Isaacson?

—¿A quienes?

—Él se mudó aquí para ser productor.

—Isaacson —repuso Nick, ya en la puerta—. Veré lo que puedo hacer.

Christmas asintió.

—Pero danos algo, Christmas —dijo Nick y señaló la máquina de escribir. Luego salió del despacho y cerró la puerta tras de sí.

Christmas se quedó solo, sentado al escritorio, frente a la máquina de escribir. Con las yemas de los dedos seguía acariciando las teclas, rozándolas ligeramente; miraba las varillas de metal que se movían como el gatillo de una pistola, listas para imprimir las letras en la hoja inmaculada. La primera letra de una palabra. La primera palabra de una frase. La primera frase de un destino. De una vida que solo dependería de él. Christmas se dio cuenta de que estaba emocionado. Como la noche en que por primera vez había empuñado un micrófono, en una oscura sala radiofónica. Y como entonces, al mero contacto, se sintió a sus anchas. Rió quedamente. Eligió una tecla. Cerró los ojos. Y a oscuras la presionó. Oyó el ruido del impacto sobre la cinta entintada. Y el del carro al avanzar un espacio. Y el que hacían las lengüetas que sostenían la cinta al bajar. Y el de la varilla de metal al volver a su sitio. Rió otra vez, abrió los ojos, eligió la tecla siguiente y la presionó. Y de nuevo oyó todos aquellos ruidos, tan nuevos como familiares. Y entonces, mientras elegía la tercera tecla, reparó en que esta se encontraba cerca de la primera. Justo al lado. En la misma fila. La presionó. Y luego pasó a la cuarta. Y también aquella estaba ahí, en la fila inmediatamente inferior. Entre la tercera y la segunda teclas. Como si a esas cuatro letras las uniera una línea que iba recta por dos teclas, luego bajaba una y por último subía otra. Una línea continua.

R-U-T-H.

Christmas se quedó mirando unos segundos las cuatro letras, después se acomodó bien en el sillón y empezó a escribir.

63

Los Ángeles, 1928

A la noche siguiente Nick apareció en la puerta del despacho que la MGM le había asignado provisionalmente a Christmas.

Christmas, con la cabeza inclinada sobre la máquina de escribir, levantó la mano hacia él, haciéndole señas de que callara. Terminó frenéticamente de escribir la frase que estaba mecanografiando, apretando con fuerza las teclas con los índices derecho e izquierdo, los únicos dedos con los que se sabía manejar.

Nick rió.

—Pareces un pianista loco —bromeó.

Christmas levantó la cabeza. Tenía el mechón rubio revuelto sobre la frente y una luz intensa, como de brasas, en los ojos.

—Se diría que te estás divirtiendo —dijo Nick.

—¿Tú crees? —preguntó Christmas serio.

—Anda, reconócelo, te lo estás pasando en grande —declaró Nick.

Christmas sonrió. Acto seguido, su mirada se posó de nuevo sobre la hoja que se estaba entintando de palabras. A su lado había una decena de hojas ya escritas, apiladas desordenadamente.

—Me he informado sobre Isaacson —dijo Nick.

La mirada de Christmas se apartó en el acto de la hoja que había en la máquina de escribir. Se levantó de un salto y se acercó a Nick, ansioso.

—Apostó por el caballo perdedor —prosiguió Nick—. Invirtió en Phonofilm y lo perdió todo. Era un «apestado», como llaman a los perdedores. Alguien de la Fox ha sido caritativo con él. Ahora es director del West Coast Oakland Theater...

—¿Oakland? —preguntó Christmas interrumpiéndolo.

—Oakland —afirmó Nick—. Telegraph Avenue.

Christmas movió la cabeza, se volvió, recorrió la habitación de arriba abajo, con la mirada perdida y la mente confundida. Luego se dio la vuelta y miró a Nick.

—Tengo que ir a Oakland.

Nick lo miró en silencio.

—Primero termina aquí.

—Es importante...

—También es importante lo que estás haciendo para nosotros, Christmas. Acaba aquí y luego te dejo el coche... —bromeó—, con la condición de que lo devuelvas.

Christmas lo miró.

—¿Sabes de qué marca es el coche? Oakland...

Nick sonrió.

—Una señal del destino —añadió—. En la vida no pasa casi nunca. En el cine, siempre.

—Trabajaré día y noche —dijo entonces Christmas, decidido. Luego plantó un dedo en el pecho de Nick—. Pero dile a Mayer que lo lea enseguida. Ponle pimienta en el culo. No voy a esperarlo.

—¿Así hablan tus personajes? —bromeó Nick—. Ya me gusta.

—Que te den, Nick —dijo Christmas, volvió al escritorio y se hundió con la cabeza gacha sobre las teclas—. No me hagas perder tiempo.

Cuando oyó que la puerta se cerraba, Christmas paró y acarició las cuatro teclas que componían el nombre de Ruth. «Oakland», dijo en voz baja mientras los ojos se le empañaban de lágrimas de alegría.

Christmas trabajó toda la noche, sin volver a casa. Cuando notaba que no podía más, se reclinaba en el sillón y cerraba los ojos. Se abandonaba a sueños breves y ligeros, de los que se despertaba con la sensación de haber perdido un tiempo precioso. Entonces se levantaba, se mojaba la cara con un poco de agua fresca y bebía una taza de café, negro y fuerte, sin azúcar. Y enseguida volvía a su escritorio. Cuando llenaba una hoja, la arrancaba de la máquina de escribir con furia y sin pausa introducía otra. Al amanecer había escrito veinte páginas. Y a la noche siguiente las páginas ya eran treinta y cinco. Nick fue a verlo y le dijo que debía aflojar, que no podía trabajar a ese ritmo, que iba a reventar. Christmas, con una mirada alucinada, ni siquiera le respondió. Siguió tecleando. Las yemas de los índices se le iban quedando insensibles, solo había comido un sándwich y había dado cuenta de una jarra entera de café. Cuando se hizo de nuevo de noche, Christmas no se rindió, aunque los ojos se le cerraban solos. Escribió hasta las cuatro de la madrugada. Hasta que concluyó el último relato. Después se tumbó en el suelo de madera, donde se quedó profundamente dormido y no soñó.

A la mañana siguiente, Nick entró en el despacho. Christmas seguía durmiendo y no lo oyó. Nick se acercó a la máquina de escribir, en la que seguía habiendo una hoja, en cuya parte inferior leyó la palabra «fin». Sonrió satisfecho. Sacó la hoja silenciosamente del rodillo y cogió el montón que había sobre el escritorio. Después bajó la persiana de la ventana, sumiendo el despacho en la penumbra, y se marchó.

Christmas se despertó sobresaltado a las tres de la tarde, tras pasar quince horas durmiendo. Tenía los huesos molidos y la cabeza pesada. En la boca, el sabor amargo del café. Llevaba el traje ajado y una sensación de náusea y mareo. Se levantó y se enjuagó la cara. Luego se volvió hacia el escritorio. En lugar del montón de hojas había una nota: «A las cinco, en el despacho de míster Mayer. Puntual. Nick».

Así, después de dos días, Christmas regresó a la casa de Sunset Boulevard. La doncella hispana le preparó un sándwich de pollo y le planchó el traje mientras Christmas se aseaba y se afeitaba. Comió y luego fue al coche. A las cinco menos cinco estaba sentado en el sofá que había enfrente de la secretaria de Mayer.

—Haz pasar a míster Luminita —dijo la voz de Mayer por el interfono a las cinco en punto.

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