La calle de los sueños (64 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Y Christmas, Karl, Cyril, Santo y la hermana Bessie rieron. Y los oyentes que estaban sintonizados rieron. Y los gángsteres rieron. Y Cetta rió, llevándose las manos a la boca por la emoción. Y Sal rió socarronamente y murmuró: «Maricón».

—Solo hay una calaña de gente peor que la de los gángsteres y los actores —prosiguió la voz de Fred Astaire—. Me refiero a los abogados, naturalmente.

57

Manhattan, 1928

Tras «raptar» a Fred Astaire —cuya repercusión fue también enorme en la prensa— procedieron a hacer lo mismo con Duke Ellington. Durante la emisión, antes de exhibirse gratuitamente, dijo: «Caray, dejando de lado el incordio de la capucha, me gusta esta CKC. Aquí dejan entrar a los negros, no como en el Cotton Club. Hay dos sentados justo a mi lado». Orgulloso, Cyril sacó pecho, en silencio. En cambio, la hermana Bessie, incapaz de contenerse, gritó: «¡Yo puse el primer dólar en esta radio. Soy propietaria de una parte y tú no tienes nada, Duke. Eres tú quien estás sentado a mi lado y no al revés!». Lo cual desencadenó una estruendosa carcajada en los micrófonos de
Diamond Dogs
y le granjeó gran popularidad y respeto en todo Harlem.

Después fueron raptados Jimmy Durante, Al Jolson, Mae West, Cab Calloway, Ethel Waters y dos jóvenes actores de Broadway, James Cagney y Humphrey DeForest Bogart, quien dijo que había participado del juego fundamentalmente para conocer a Christmas. «¿Por qué?», le preguntaron.«Bueno, nací el día de Navidad. ¿Podía dejar de conocer a un tipo que se llama como el día de mi cumpleaños?»

Ser raptado se puso de moda. No había personaje público que no quisiese participar en
Diamond Dogs
. Ser encapuchado equivalía a formar parte de aquel grupo de privilegiados que podían pisar la sede clandestina de la radio. «Yo he estado en la “guarida”», se decía en los restaurantes exclusivos o en las fiestas o en los estrenos teatrales o cinematográficos. Y no había invitado que se mostrase renuente a la capucha. Así, la sede siguió siendo secreta y alimentando las leyendas populares. Santo se convirtió en el chófer de la Banda, como entonces todo el mundo llamaba a la CKC, y recuperó la alegría y la excitación de los viejos tiempos, cuando él y Christmas eran los únicos componentes de la banda fantasma.

Al principio los reporteros trataron de seguir a las estrellas en olor de rapto, se les pegaron a los talones, con cámaras fotográficas y libretas. Y puede que tarde o temprano llegaran a descubrir la sede de la CKC, salvo que no previeron que los gángsteres de Nueva York habían decidido no consentirlo. Los correveidiles fueron disuadidos con métodos convincentes, los mismos que se usaban en la vida del hampa. Una bala en el salpicadero del coche, una carta anónima con los horarios y las señas de los familiares, o, de ser preciso, una intimidación cara a cara, con la consiguiente destrucción de la cámara fotográfica.

El director de esta red protectora era Arnold Rothstein. Sin embargo, cuando vio que tras cada intento de disuadir a un periodista incitado por el sagrado fuego de la información surgía en el acto otro, Mr. Big organizó una expedición drástica, en la que intervinieron decenas de hombres y doce coches. Una mañana, tras estudiar cada pormenor del operativo, Rothstein mandó prender a los directores del
New York Times
, del
Daily News
, del
Forward
, del
New York Amsterdam News
, del
Post, y
también al del politizado
Daily Worker
. Los seis hombres fueron encapuchados en la calle. Y, como estaba previsto en el plan de Rothstein, ninguno de los testigos avisó a la policía. Antes al contrario, se rieron, seguros de que se trataba de un rapto para
Diamond Dogs. Y
lo mismo pensaron, en un primer momento, los directores. Pero cuando se encontraron todos juntos, reunidos en el Lincoln Republican Club, enfrente de Arnold Rothstein, su buen humor se desvaneció de repente y se volvió miedo.

«Christmas no es un gángster. Pero es como si fuera uno de los nuestros», comenzó sin preámbulos Mr. Big, una vez que con modales bruscos hicieron sentar a los directores en seis sillas expresamente preparadas. «Estoy dispuesto a desencadenar una guerra con los periodistas, con todos vosotros, como tratéis de joder la sede de la CKC o de desacreditar a aquel muchacho y su emisión debido a la charla que estamos teniendo... y que nunca hemos tenido. Nadie debe saber nada acerca de la CKC y de los
Diamond Dogs
. Advertídselo a vuestros esbirros, atad las correas a todos los perros sueltos que merodean por la ciudad en busca de una exclusiva. Y no vengáis a hablarme de gilipolleces como la libertad de información. Vuestra libertad de pacotilla coincidiría con el final de una de las pocas cosas divertidas de esta ciudad de mierda.» Rothstein se apartó de su billar y se les acercó, mirándolos de uno en uno. «Como acabéis con
Diamond Dogs, yo
destruiré vuestras casas», dijo con una voz siniestra. Luego sonrió, mostrando sus dientes blancos y afilados, y añadió: «Pero he decidido haceros un favor». Miró de reojo a Lepke e hizo que le trajeran unas briznas de paja. «Hagamos un juego, como cuando éramos niños. Aquel de vosotros que saque la pajita más corta podrá asistir a un capítulo de
Diamond Dogs. Y
para que nadie se quede contrariado, el que vaya no será un invitado oficial sino que tan solo tomará notas de todo y después pasará sus informes a los demás, de manera que cada uno de vuestros diarios pueda salir con una crónica detallada de la emisión, como si todos juntos hubieseis sido invitados de la CKC.¿De acuerdo?», y Rothstein sonrió de nuevo, de aquella manera suya especial, que asustaba aún más. «Ni que decir tiene que si, por el indicio que sea, hacéis suposiciones sobre el lugar en que puede encontrarse la CKC, consideraré roto nuestro pacto.»

Entonces Mr. Big acercó la mano en la que sujetaba las pajitas a los directores. Primero al director del
New York Amsterdam News
, después a todos los otros. Y la paja más corta le tocó precisamente al director del semanario que se editaba en Harlem.

«Bien, asunto resuelto», dijo entonces Rothstein despidiéndolos. «Christmas no sabe nada de esta amistosa charla, así que no os metáis ideas raras en la cabeza. Es un buen chico, con mucho talento.» Los miró de hito en hito, de uno en uno. «Y está bajo mi protección», concluyó, al tiempo que con una seña indicaba a sus hombres que los echaran. «Y ahora perdeos de vista, plumíferos».

Al día siguiente el director del
New York Amsterdam News
se detuvo en la puerta del edificio situado en la Ciento veinticinco y miró hacia arriba, hacia el reloj de Harlem que marcaba perennemente las siete y media. Rió y subió al quinto piso desde donde, como todos los habitantes del gueto negro, sabía que se emitía
Diamond Dogs
. Como también sabía que tenía que ser el primero en sacar la pajita y elegir la que tenía una imperceptible marca roja. Porque a Rothstein no le gustaba arriesgar. Ni perder las apuestas. El director se presentó a Christmas y le habló de Rothstein.

Dos días después todos los diarios de Nueva York salieron con una crónica detallada de la emisión.«En la guarida de los Diamond Dogs», titularon casi todos los directores, en primera plana, firmando personalmente los artículos para pavonearse en las reuniones mundanas del privilegio que habían tenido, como los actores y los músicos famosos. Y aquel día los vendedores callejeros de Nueva York agotaron sus ejemplares más rápido que nunca.

Y la audiencia de
Diamond Dogs
aumentó todavía más.

El fenómeno fue tan espectacular que también la prensa nacional se hizo eco de la noticia, que viajó de una costa a otra, hasta Los Ángeles, y llegó a oídos de las estrellas y los productores de Hollywood.

—Demasiada publicidad —dijo Karl al cabo de diez días.

—¿Antes nos diste el coñazo con el follón de los carteles y ahora te quejas del exceso de publicidad? —prorrumpió Cyril.

—Estamos poniendo a las autoridades contra las cuerdas —respondió Karl—. No podrán seguir haciendo la vista gorda. Nos pillarán.

—Que vengan a detenernos —dijo Cyril—. Tendrán que vérselas con mis negros.

—Karl tiene razón —repuso Christmas.

Karl lo miró. Y Christmas le devolvió la mirada, en silencio.

Desde el día en que se habían enfrentado, dudando cada uno del otro, algo se había roto en su relación. Como si ambos se sintieran abrumados por la sospecha que habían albergado del otro.

—Tienes razón, Karl —le dijo Christmas—. Siempre has tenido razón.

Karl lo seguía mirando.

—Lo siento —dijo Christmas.

La mirada de Karl se distendió, imperceptiblemente.

—Yo también lo siento —dijo Karl—. Dio un paso hacia Christmas y le tendió la mano.

Christmas se la estrechó y atrajo hacia sí a Karl. Luego lo abrazó.

—Blancos de mierda —masculló Cyril, con la cabeza gacha, sonriendo, mientras seguía arreglando un micrófono.

—Qué escenita tan patética —dijo la hermana Bessie al entrar en la habitación—. Ha venido el director del
Amsterdam
.¿Lo hago pasar o espero a que os tapéis, chicas?

—¿Qué coño quiere de nuevo? —preguntó Cyril.

—Lávate la boca, que aquí hay niños —protestó la hermana Bessie—. Y bien, ¿qué hago? Está esperando fuera.

—¿Puedo? —dijo el director, metiendo la cabeza en la habitación. Agitaba una carta—. Es para Christmas. Llegó esta mañana a la redacción. Estaba dirigida a mí y contenía una carta para Christmas. Me piden que te la entregue.

—Y si tú se la entregas, reconoces saber dónde nos escondemos, gilipollas —dijo Cyril.

—¡Cyril! —exclamó la hermana Bessie.

—Disculpa, hermana Bessie —se disculpó Cyril.

—¿Comprendéis a lo que me refiero? —dijo entonces Karl—. Estamos al descubierto.

—Lo siento —se excusó el director del
New York Amsterdam News—
. Viene de Los Ángeles...

Christmas se puso pálido, le arrancó la carta de la mano y la abrió con vehemencia. «Ruth», fue lo único que se dijo. «Ruth.» Extrajo la hoja doblada en tres y pasó enseguida a la firma, con el alma en vilo. Bajó la carta, desilusionado.

—Louis B. Mayer... —dijo en voz baja.

—¿Quién? —preguntó Cyril.

Christmas miró de nuevo la firma.

—Louis B. Mayer, Metro-Goldwyn-Mayer... —leyó.

—¿Y qué quiere? —inquirió Cyril.

—No lo sé —respondió Christmas y tiró la carta sobre la mesa. «Ruth», seguía pensando, como aturdido.

Karl cogió la carta.

—«Querido míster Christmas, hemos conocido por la prensa su éxito contando historias misteriosas y realistas que apasionan a la gente —leyó en voz alta—. Estamos convencidos de que su talento podría ser muy apreciado aquí en Hollywood y nos gustaría invitarlo a nuestro estudio para tener una conversación y para estudiar posibles argumentos. Puede contactar conmigo en el número... bla, bla, bla... nosotros correríamos con los gastos del viaje y del alojamiento... bla, bla, bla... mil dólares por la molestia... atentamente, Louis B. Mayer...»

Siguió un silencio atónito.

—El cine... —dijo quedamente la hermana Bessie pasados unos instantes.

—Me importa una mierda —dijo Christmas.

—Pues tendrías que pensarlo —respondió Karl.

Christmas permaneció con la cabeza gacha.

—Lo digo en serio —declaró Karl.

—Hollywood me importa una mierda —insistió Christmas.

—¿Esa chica tuya no está en Los Ángeles? —preguntó Cyril como quien no quiere la cosa.

Christmas se volvió a mirarlo.

Pero Cyril ya había bajado los ojos y fingía estar atareado con los enchufes.

—En el aire dentro de dos minutos —dijo luego.

Christmas asintió y se sentó en su sitio, frente al micrófono.

—Yo me marcho —dijo el director del
Amsterdam
.

Nadie le contestó. La hermana Bessie le dio una palmada en el hombro, salió con él de la habitación y cerró la puerta.

Christmas, Karl y Cyril se quedaron callados.

—Treinta segundos —dijo luego Cyril.

—Tengo que hablaros de una cosa... —dijo entonces Karl.

—¿Ahora? —rezongó Cyril.

Christmas no se movió. Solo pensaba en Ruth.

—Con toda esta publicidad acabarán pillándonos. Y nos obligarán a cerrar —advirtió Karl.

—¿Tienes una de tus ideas brillantes? —preguntó Cyril, desconfiado—. Veinte segundos...

—La WNYC nos quiere comprar —dijo entonces Karl, con una sonrisa enigmática pintada en sus labios.

Christmas y Cyril lo miraron.

—Nos dejan emitir en nuestra frecuencia, ponen a nuestra disposición sus medios, incluidos los estudios, y nosotros decidimos la programación, sin ingerencias —continuó Karl mientras sacaba del bolsillo interior de su chaqueta una serie de papeles—. Aquí está el contrato. Seguimos siendo socios mayoritarios. El cincuenta y uno por ciento es nuestro.

—¿Y qué ventajas sacamos? —preguntó Cyril, receloso—. Diez segundos...

—Nos convertimos en una emisora legal. Podremos hacer anuncios, tener beneficios... —repuso Karl.

—¿Se quedan con la emisión más seguida de Nueva York y no nos dan nada más que sus estudios? —lo interrumpió Cyril—. ¿Eso es todo? —dijo meneando la cabeza—. Cinco...

Karl sonrió.

—La verdad es que además han hecho una oferta por la compra del cuarenta y nueve por ciento...

—... cuatro...

Karl abrió el contrato al lado del rudimentario equipo de la CKC y señaló con un dedo una cifra.

—¿Estáis dispuestos a firmar por ciento cincuenta mil dólares, socios? —dijo Karl.

Cyril se puso pálido, la boca se le desencajó y los ojos se le pusieron como platos. Luego pulsó mecánicamente, como un autómata, la tecla de emisión.

—Estamos en el aire... me cago en la leche —dijo casi sin voz.

Christmas rió y su carcajada se irradió por las radios de la ciudad.

—Buenas noches, Nueva York... —dijo y enseguida rió otra vez.

Y los oyentes pudieron oír claramente que otras dos personas reían con Christmas.

58

Los Ángeles, 1928

—¿Qué le has hecho a Barrymore? —dijo riendo el señor Bailey al entrar en la habitación de Ruth—. Va contando por ahí que no hay fotógrafo mejor que tú.—Agitó unas fotos que llevaba en la mano—. Y, si tengo que ser sincero, no es uno de tus mejores trabajos. Diría incluso que es casi frío.

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