Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
¿Puedes ocuparte tú de devolver el pergamino a su lugar de descanso?
La hija siguió al pie de la letra la petición de su padre, selló el escondrijo y devolvió la chimenea a su aspecto habitual. El fuego que en ella ardía había menguado, pero bastaría.
—Gracias.
Edward Wainwright se obligó a levantarse con un crepitar de articulaciones ancianas. Sin ninguna lamentación le devolvió la piedra corazón, no sin antes dedicar una profunda reverencia a Owen y a Aguilar.
—Señores, ha sido un placer inestimable poder contemplar la piedra y haberos conocido estos últimos días de mi vida. No sé cómo daros las gracias. Debería alentaros a partir, pues debéis finalizar vuestra misión, pero esta noche no es momento para viajes y estoy seguro de que conque os marchéis con el alba bastará. Entretanto procederemos a calentar vuestras camas; tenemos comida para cuatro, si aún no os habéis hartado del sabor del ganso asado. ¿Qué me decís?
Finca Lower Hayworth, Oxfordshire,
31 de diciembre de 1588
No muy lejos, la campana de una iglesia anunció la medianoche.
Cedric Owen no lograba conciliar el sueño y fijaba los ojos en la oscuridad del techo. Las sábanas de su cama estaban frías, húmedas y almidonadas para que no se le enroscasen en el cuerpo. La estancia olía a cerrado y en los rincones de las vigas del techo se amontonaban las telarañas. El colchón era de pelo irregular de caballo y algunas puntas traspasaban la tela y le pinchaban la piel al atravesar el camisón. Sin embargo, a pesar de todas aquellas inconveniencias, debía reconocer que era un lujo comparado con los lugares donde había dormido en su viaje hasta Cambridge. Empujó con los pies buscando los restos de calor del ladrillo caliente, envuelto en su propio calcetín de lana, y escuchó el latido lento de esa nueva morada que se aposentaba y la respiración del hombre que yacía en la cama de al lado.
Conocía el lenguaje de aquella respiración como el suyo propio; había dormido en su compañía, aunque en camas separadas, a lo largo de los últimos treinta años. En ese momento, sumidos en la oscuridad, le dijo:
—Fernando, si no conciliáis el sueño, ¿por qué no vais con ella? Apuesto lo que queráis a que ella tampoco puede dormir.
Medió un silencio en el que la respiración cambió una y otra vez. Al final se escuchó la respuesta de Fernando de Aguilar:
—Es una dama. No soy yo quien mancillará su digno nombre.
—¿Y si mañana nos atrapan los hombres de Walsingham y perecemos? ¿No preferiríais al menos que sea ella quien decida qué hacer con su digno nombre? Podéis casaros en cuestión de días, si así lo deseáis ambos.
—¿Y si se niega?
—En ese caso, sabréis cuál es su respuesta. Marchad, compañero. Nada tenéis que perder.
Se oyó el crujido de una cama en la noche. Escuchó el deslizar de unas sábanas almidonadas, una manta arrinconada y el suave sonido de Aguilar al vestirse, interrumpido por una brevísima pausa.
—No hay necesidad de ponerse el jubón —añadió Owen, divertido—. Si no os ama con terciopelo leonado, no os amará más con terciopelo azul. Además, si siente lo mismo que vos, llevaréis poco tiempo ese atuendo.
—Quería encontrar algo más limpio, sin manchas de fango, pero tenéis razón, de nada sirve disimular. —Para alguien que jamás había vacilado, la voz de Aguilar adquirió por momentos la sombra de una duda—. Si me rechaza, puede que debamos partir antes del alba.
—Nos ahorraremos el plato de ganso. Adiós, y no confiéis en regresar antes de que cante el gallo.
Aguilar se marchó de puntillas. Owen siguió acostado en la penumbra mientras le llegaba el murmullo de unas voces y el crepitar del hogar cuando el fuego ardía con más vigor. Percibió su olor y la dulzura de la canela de vino recién especiado, y se dejó caer en el sueño para no ofender a su amigo, al que tanto quería, escuchando a hurtadillas su cortejo.
* * *
Despertó al cabo de un rato con los aullidos de los podencos; aquellos gritos habrían despertado incluso a la luna; la habrían sacado de su órbita. La piedra corazón los acompañaba con su canto, una voz de alarma se había abierto paso entre las nubes de sus sueños y el amarillo de los relámpagos para transmitirle una advertencia que jamás había visto u oído en los cuarenta años que llevaban de convivencia.
Owen se incorporó bruscamente en las tinieblas de la estancia. Con una mano quiso asir el cuchillo y con la otra a Aguilar, y cuando ni la una ni la otra encontraron lo que buscaban, recordó dónde se encontraba y cuál era su misión.
Cuando saltó fuera de la cama, los acontecimientos de aquella noche todavía no se habían aposentado en su mente. Lo último en lo que pensó fue en dónde encontraría a Aguilar y en qué estado.
Barnabas Tythe le había proporcionado una espada. Se la colocó de un golpe de hebilla en previsión de lo que pudiera avecinarse y echó a correr por el pasillo hasta la estancia del ala este donde dormía la hija de su anfitrión.
—Fernando... Fernando, ¿estáis ahí? ¡Nos atacan!
—Esperadme abajo. —Su tono de voz dejaba entrever un ligero enfado.
Se reunieron en el piso de abajo ante las cenizas rojizas del fuego. Fernando parecía completamente despierto; en sus ojos se reflejaba el ardor del amor recién consumado. Se abrochó la espada al cinto con su mano.
—¿Walsingham? —preguntó.
—Eso creo. La piedra corazón da señales de alerta y los perros así lo corroboran.
—¿Quién si no podría andar suelto en la media luz del amanecer el último día del año? —Aguilar dio una vuelta mientras hablaba, estudiando la sala—. La casa es de construcción resistente. Podemos atrancar las puertas y las contraventanas, pero no
resistiríamos un sitio durante mucho tiempo. Quizá convendría salir al exterior y enfrentarnos al enemigo a cielo raso, lo que permitiría que nuestro anfitrión y su hija quedaran a resguardo en el interior y así...
—No.
Edward Wainwright y su hija hablaron con una sola voz.
Era sorprendente que el anciano se mostrara tan vivaracho, a su edad y a aquellas horas. Se apoyaba en el quicio de la puerta de la cocina.
—No seré yo quien cuestione vuestra valentía ni vuestras habilidades, pero estamos demasiado cerca del final para arriesgarnos a fracasar. Ni la piedra corazón azul ni el secreto de su paradero final en el corazón de la tierra pueden caer en manos del enemigo. Se perdería mucho más que nuestras vidas.
—A vuestro juicio, ¿cómo deberíamos proceder? —Aguilar se mostraba sumamente cortés, aunque seguía buscando leños para atrancar los postigos y acumular recipientes que llenaría con agua para apagar un posible fuego.
—Yo me quedaré aquí. El guardián de la calavera y vos deberéis iros. Mi hija es libre de elegir; os acompañará o se quedará a mi lado. Ambas opciones conllevan un gran peligro y no me atrevo a imponerle una muerte cruel en contra de su propio criterio.
—Padre... —Estaba a punto de desmoronarse, era evidente.
La piedra corazón azul seguía entonando su grito de advertencia. Al oírlo, Owen hizo de tripas corazón.
—Id con Fernando —dijo—. Él os protegerá. Yo saldré primero y galoparé hacia el norte para despistarlos. Cuando me hayan seguido, podréis regresar sanos y salvos y reuniros con vuestro padre.
—No. —Aguilar intervino solo esta vez. Se aproximó a Martha y dijo—: Cedric, vos lleváis la piedra corazón azul y yo tengo un deber que cumplir. Como bien dijisteis anoche, se trata de algo más que un deber. Vuestra vida está en mis manos; también la de la piedra azul, y con ellas las esperanzas futuras del mundo entero. Así pues, a vos os encomiendo la protección de Martha y su padre, o pongamos que le encomiendo a ella la protección de vosotros dos, pues sospecho que su pericia con la espada es superior a la vuestra. Seré yo quien actúe de señuelo. Martha y su padre me mostrarán las sendas que debo seguir para confundir a los que nos persiguen y haré todo cuanto pueda para desviarlos de su camino mientras vosotros tres os dirigís al norte. Os lo ruego, no tenemos tiempo que perder y esta es nuestra última esperanza.
Levantó la mano para detener la retahíla de protestas que se abalanzaba sobre él. En cuestión de segundos volvió a ser el hombre que Owen recordaba, aquel que en su día había capitaneado el Aurora, capeando temporales, hasta atracar en tierras extrañas; confiado, organizado casi hasta la prepotencia y enfrentándose a cualquiera que osara contradecirle. Recorrió la cocina dando órdenes. Al igual que muchos años
atrás, Cedric se vio acatando cuanto le ordenaba, sin tiempo para pensar en posibles alternativas.
—Llevaos lo mínimo que necesitéis y dejad todo lo demás aquí. Aprovisionaos de suficientes diamantes para poder vivir durante medio año y esconded el resto. Dejad algo de oro para que parezca que lo habéis ocultado con las prisas de la marcha; si lo encuentran, acaso baste para comprar nuestra libertad. Si sobrevivimos, más adelante regresaremos a buscar el resto. Cedric, vos os llevaréis mi caballo, y yo el vuestro. Si alguna vez nos han avistado durante nuestro viaje, quizá nos ayudará a engañarlos, puesto que el vuestro es de pelaje gris y, por lo tanto, más visible en la media luz de la inminente alba. Llevaré conmigo cuantos caballos pueda facilitarme Edward y los aprovecharé para desorientarlos. —Todos acataban sus órdenes inmediatamente. Cuando se detuvo, tenía a Owen y a Martha muy cerca, de modo que Aguilar los cogió a ambos, uno después del otro, con su único brazo—. No corro hacia mi muerte; busco la vida, la de todos. Tenéis que confiar en mí. Ambos.
Martha era la más valiente de los dos. Cogió un trapo en el que empezó a envolver algo de pan, queso duro y, ¡milagro!, miel en unos pedazos de panal de la despensa de la cocina. Se acurrucó en el abrazo de Aguilar y recibió un beso breve y casto. Luego dio un paso atrás y se dirigió a Owen.
—Estableced un lugar donde reunimos cuando él los haya perdido de vista. —Con esas palabras la decisión quedó tomada.
Sus movimientos eran ágiles, aguijoneados por los ladridos cada vez más inquietos de los perros y las exhortaciones frenéticas de la piedra corazón. Cuando se dieron los últimos abrazos de despedida, la vela se había consumido casi totalmente. Ocultaron los diamantes y todo el oro que pudieron en el escondrijo de detrás de la chimenea. Dejaron el resto del oro en un lugar donde los hombres que inspeccionaran la casa lo encontrarían en un santiamén; de ese modo creerían haber dado con un gran botín. Owen había preparado ya su equipaje y estaba listo para partir con Edward Wainwright y su hija. Aguilar guardaba en su memoria el nombre del lugar donde debían reunirse, pero no lo había escrito en ninguna parte de su cuerpo.
Aguilar montó a lomos del caballo castrado de grisáceo pelaje que había transportado a Owen desde el día que abandonaron Cambridge. Owen acercó una mano a la brida. Su amigo era una tenue silueta que, en la oscuridad, resaltaba con el crujiente frío de la noche escarchada.
—Os esperaremos durante diez días y luego durante un mes, día sí, día no. Una vez transcurrido ese tiempo, regresaremos allí una vez al mes, por si hubierais vuelto. Si llegáis hasta allí y no nos encontráis, atad un jirón de tela blanca en el espino que hay cerca del vado e iremos en vuestra búsqueda todos los días al amanecer. Si os apresan y os obligan a confesar, indicadles que aten lana blanca; así sabremos que debemos huir.
Aguilar se inclinó hacia él desde su caballo. Su aliento formaba bocanadas de pálida neblina en el aire gris de la mañana.
—No me apresarán. Esperadme allí. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda.
Su despedida de Martha fue breve y sentida. Owen se volvió para no entrometerse. Luego, Martha y él permanecieron un momento juntos, bajo el intenso frío de los establos, escuchando cómo Aguilar armaba barullo como harían tres personas que intentaran por todos los medios pasar inadvertidos.
Los sabuesos aullaron y la piedra corazón azul entonó una suave cantilena de despedida que afligió más a Owen que la esperada muerte de Najakmul en las selvas de más allá de Zamá.
Martha Huntley no la escuchó y él prefirió ahorrarle las razones de su llanto. En la incandescente luz de la única vela observó que sus dedos, antes desnudos, llevaban un anillo dorado de gran valor en el anular de su mano izquierda.
Se escuchó un grito demasiado pronto, después el sonido de muchos hombres a caballo y el silbido de Aguilar que indicaba que el enemigo había advertido su presencia. Las pisadas de cascos de caballo se tornaron en estruendo con el chacoloteo de cascos herrados que les siguieron. El ruido de la persecución aumentó por momentos y acabó perdiéndose en la noche.
—Es hora de irnos. —Owen habló con Martha y con su padre con cierta brusquedad—. Tenemos diez días de travesía hasta York y deberemos viajar sin levantar sospechas, sin llamar la atención.
Oxfordshire, Inglaterra,
cuatro de la madrugada,
21 de junio de 2007
Nos están siguiendo. Stella se volvió para mirar por la ventana trasera. Allá atrás, en la oscuridad de la noche, se observaban dos puntos simétricos de luz. Durante un instante le llegó el olor de la roca empapada, su lengua recordó el sabor de la tierra y volvió el punzante dolor del miedo que había pasado en la cueva. La rabia que sentía los hizo desaparecer; la piedra los pintó de azul y se los llevó.
—El cazador de perlas —dijo ella en voz baja—. Alguien quiere darnos caza. Kit estaba sentado en el asiento de atrás. Se inclinó antes de hablar.
—Davy, ¿puedes conducir sin faros?
—A no ser que quieras morir antes del amanecer, no. —Davy conocía el camino hasta el túmulo funerario, por lo que era él quien conducía, pero ya se arriesgaban lo suficiente a la velocidad que iban.
—¿Cuánto falta? —preguntó Kit.
—Tres o cuatro kilómetros más.
—En ese caso, detén el coche y seguid sin mí. Ya os alcanzaré.
—Kit. —Stella se volvió para agarrarle la mano—. No estás en condiciones de andar.
—De andar sí. Lo que no puedo es correr. Vosotros sí podéis y, además, sois vosotros quienes tenéis que llegar. Davy conoce el lugar donde debéis ir y tú llevas la piedra. Déjame que los despiste. —Con un gesto familiar que Stella recordaba, alargó un brazo hasta la muñeca de Davy—. Sabes que tengo razón. Ahora no es momento de discutir. Adelante.
Davy no apartó los ojos de la carretera. Al cabo de unos instantes dijo: