La Calavera de Cristal (4 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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Alzó la cabeza y, al moverse, bañó de luz los pies de Kit.

—¿Has oído algo?

—¿Aparte de la sangre que me martillea en los oídos, el castañeteo de mis dientes y la premonición de que mi cuerpo resbalará por esta pendiente de mil demonios y se precipitará entre alaridos doscientos cincuenta metros hasta el centro de la tierra? Creo que no. Lo que me gustaría escuchar es el ruido del tráfico y de personas de verdad, vivas. Llevamos aquí dentro una eternidad.

—Dos horas. Bueno, dos horas desde que dejamos atrás la cueva. Es decir, cuatro horas sin ver luz natural. Y, de doscientos cincuenta metros de caída, nada. En todo Yorkshire no hay una cueva que supere los ciento veinte de profundidad, como máximo.

—Si alguien se cae y llega al fondo, bastará para partirse el cuello.

—Pero no nos caeremos.

No llegaba tan siquiera a los ciento veinte metros, pero tampoco era una nimiedad y estaban descendiendo, cosa que siempre cuesta más que escalar. Para ser solo un

aficionado, Kit se las apañaba francamente bien. Y volvía a estar contento, lo que, dadas las circunstancias, era todo un milagro.

Stella estaba en un margen de la cornisa afianzando el agarre, pero solo lo suficiente para que no apartara a Kit de la roca.

La alcanzó primero con los pies, luego con las manos, y se arrodilló a su lado.

—Ahora, ¿hacia dónde?

Stella enfocó la linterna al bolsillo donde llevaba el mapa de plástico.

—Si los planos son correctos, esta cornisa forma parte del complejo de cuevas de White Scar, pero está muy en el interior. Esta ruta fue abierta hace apenas nueve meses. No es raro que nadie haya encontrado aún el acceso a la cámara. Ya cuesta lo suyo recorrer esta cornisa; para avanzar más allá se necesitaría material específico y un equipo que conociera bien el terreno. Sin embargo, siempre y cuando no nos desviemos hacia Gaping Ghyll, no nos pasará nada.

—¿La enorme gruta con el río que desemboca en ella?

—La cavidad donde se encuentra el salto de agua más alto de Inglaterra, que por debajo esconde la cueva más grande y, aún más abajo, un sifón. Si quisiéramos salir escalando, deberíamos pasar ocho simas de roca extrema con agua estridente cayendo en picado, para lo cual ni tú ni yo estamos preparados.

Stella se sentía como pez en el agua en el Ghyll; era el lugar que la había llevado a interesarse por la espeleología, pero no iba a dejarse la piel allí.

Dibujó una línea con el índice.

—Por lo que sé, esta cornisa se prolonga unos seiscientos metros hasta llegar a una bifurcación, donde deberemos torcer a la izquierda. A partir de allí, la cornisa se estrecha y el desnivel es más escarpado. Si tenemos suerte, habrá clavos de expansión y cuerda a la que agarrarnos, pero incluso si no los tenemos, mientras no nos acerquemos al borde de la cornisa será una excursión para niños.

—Conque para niños... —Kit jugueteó con su linterna; enfocó a la pared lateral, a la cornisa y luego al vacío tenebroso del fondo del precipicio. Para probar, golpeó con el pie una piedra, que cayó cornisa abajo. La piedra rodó un instante por la vertiente, pero al poco se hizo un absoluto silencio; el fondo estaba demasiado lejano para devolver ningún sonido.

—Y pensar que haces esto por gusto... Stella Cody, de verdad te digo que estás para que te encierren, y a mí también deberían encerrarme por haberme casado contigo. En cuanto salgamos a la luz del día, recuérdame que me divorcie. Por crueldad mental. Y nada que apelar.

Kit alargó una mano hasta alcanzarle un hombro y lo apretó con suavidad. Su acento irlandés era casi imperceptible. Ya no temblaba ni de frío ni de miedo. Ella intentó rememorar su primera experiencia en una cueva y el tiempo que tardó en aprender a convivir con el miedo y la oscuridad.

Él sacó con dificultad la cantimplora y bebió antes de pasársela a ella. El rumor del agua a punto estuvo de amortiguar el ruido de una piedra que rodaba a lo lejos.

—¡Por allí! —exclamó Stella.

—¿Qué ocurre?

—Se ha desprendido una roca. —No dijo nada más, porque ¿cómo explicarle que la calavera estaba cobrando vida, que notaba su presencia en los confines de su mente y que la alertaba del peligro que acechaba?—. Antes he oído otra, antes de que bajaras tú.

—En el interior de una montaña, hecha de rocas amontonadas sobre otras rocas,

¿has oído una roca que se ha desprendido y caído sobre otra roca? —Dirigió su linterna hacia ella, bañándola de luz—. ¿Qué tiene eso de raro?

Su optimismo era contagioso; deseaba disfrutar de él hasta llegar a casa, pero la piedra calavera tañía al compás de su nerviosismo. Forzó una sonrisa para no alarmarlo.

—Sí, es raro. En las cuevas tan solo se oyen piedras que caen cuando alguien les ha dado una patada, como acabas de hacer tú. Me parece que tenemos compañía.

—¿Y nos importa tenerla?

—Seguramente no, pero estamos en una zona desconocida de una cueva inexplorada y acabamos de apoderarnos de un objeto que la humanidad lleva persiguiendo los últimos cuatro siglos y que antes de eso tuvo una larga y violenta historia. Si hay alguien más que va en busca de esta piedra, no creo que tenga reparos en añadir dos esqueletos más al haber de la cueva, y ¿quién se enteraría? Opino que deberíamos proseguir, y tú intenta no hacer mucho ruido.

* * *

—Stella, esto ha sido una roca que se ha caído sobre otra roca.

—Ya la he oído. Y la de antes también. Caen a intervalos de treinta segundos.

La cornisa por la que avanzaban se había estrechado hasta medir menos de medio metro. Stella mantenía la posición de la linterna para iluminar donde pisaba y evitaba poner un pie sobre una superficie que no lograra ver. No había ni clavos ni cuerda a la que agarrarse. A su derecha, tan solo el bostezo del tenebroso vacío, impregnado de aquel magnetismo absorbente que atraía cuerpos vivos y les quitaba la vida. La gravedad succiona. Todo buen espeleólogo sabe que, bajo tierra, succiona aún con mayor fuerza. Pero eso no se lo había contado nunca a Kit.

—A quien nos sigue le da igual que sepamos que está ahí. Es más, quiere que lo sepamos.

—¿Y qué hacemos?

—Si te dijera que la piedra calavera cree que nos convendría echar a correr como alma que lleva el diablo, ¿volverías a divorciarte de mí?

En ese momento era a ella a quien se le notaba el acento irlandés. Kit siempre había dicho que copiaba los acentos y que aquel le salía en situaciones de tensión; un acento que avanzaba hacia el oeste, desde Yorkshire hasta Dublín, al mismo ritmo que le aumentaba la adrenalina.

—Veamos, necesito reflexionar. ¿Te ha dado alguna razón?

Kit se estaba esforzando por parecer calmado. Tan solo por eso, ella le quería.

—No quiere encontrarse con la persona que nos sigue.

—¿Un cazador de piedras?

—De la peor calaña.

—¿De los que dejan esqueletos a su paso?

—Sin duda alguna.

—Pues entonces, a correr. El último que salga a la luz del día es un gallina.

¿Podemos apagar las linternas y albergar la esperanza de seguir con vida?

—Ni por asomo. Y tampoco podemos correr. Lo que debemos hacer es andar un poco más rápido.

—¡Kit!

* * *

Su voz sonó amortiguada tras rebotar contra el neopreno. Él le había tapado la

boca con una mano y con la otra le apagó la linterna. La suya ya estaba apagada. Con su cuerpo mantuvo a Stella contra la roca. Estaban quietos en medio de la oscuridad, al borde de un precipicio de profundidad desconocida que se despeñaba a menos de medio metro. En algún lugar, no muy lejos, tras un recodo de sesenta grados a la izquierda, se oyó una piedra que rodó hacia ninguna parte.

—Habla en susurros. —Era la voz de Kit junto a su oído—. No nos está dando caza, sino que nos lleva al redil. Quiere que apresuremos el paso. ¿Hay algo peligroso con lo que vayamos a topar más adelante? ¿O hay un momento en el que este saliente termina abruptamente y nos deja sin opciones?

Ella tenía el mapa grabado a fuego en la mente.

—Hay un desvío a doscientos metros. El mapa no da más información, pero dice que es muy complicado. Allí sí deberíamos encontrar clavos y cuerda.

—Pero si vamos demasiado deprisa nos los pasaremos y caeremos al vacío. —Los labios de Kit estaban a la altura de su frente, por debajo de su linterna; no sentía miedo en aquel instante, tan solo una rabia capaz de mover montañas—. De modo que esto es lo que vamos a hacer: cogeré tu linterna de recambio para que parezca que somos dos y avanzaré rápido, un poco al tuntún. Tú esperas a que ese capullo te alcance y luego lo sigues. Si lo que quiere es empujarnos a los dos, no nos alcanzará a ambos, y si tenemos suerte podrás verle bien la cara. No intentes hacer nada aquí abajo; espera a que hayamos vuelto a la superficie y estemos a salvo.

—Kit, esto es una locura. ¿Quién es el espeleólogo aquí? Si vamos a separarnos, deja que sea yo quien vaya al frente.

El negó con la cabeza. Un escalofrío le recorrió el hombro hasta alcanzar el de ella.

—Yo me llevo las dos linternas, tú eres la que se queda atrás a oscuras. —Se agachó para hablar a la misma altura; ella vio cómo le brillaban los ojos—. Stell,

¿acaso no confías en mí?

Se oyó otra piedra que rodaba, más cerca que antes. Stella musitó con apremio:

—No es eso.

—De acuerdo, pero tú llevas la calavera y tenemos que protegerla. «Encuéntrame y vivirás», ¿te acuerdas? Tú sabrás escalar la pared y esconderte. Yo no sabría qué hacer, por mucho que fuera cuestión de vida o muerte.

No sabía qué contestar a aquello. Él la agarró del brazo y dio por hecho que quien calla otorga.

—Después del desvío, ¿cuánto faltará para salir a la superficie?

—Unos seiscientos metros fáciles y llegarás a la cámara principal de Battlefield. Es una de las cuevas más visitadas y grandes de Inglaterra. Está llena de estalactitas fluorescentes y lodazales prehistóricos. Todos los días la recorren más de cien turistas sin ningún problema. Desde allí, salir es coser y cantar, de verdad.

—Entonces quedamos así. —Le rodeó la cara con las manos y la abrazó con más fuerza; sus linternas entrechocaron al darse un breve beso—. Te quiero. Vamos, dame tu linterna subacuática. Nos vemos en el coche.

* * *

Stella le quería. Le dio su segunda linterna y oyó cómo hacía ruido por dos, dos que intentaran no hacer ruido. Él llevaba razón; se movía con más soltura solo que cuando seguía sus pasos, puesto que era menos precavido.

Las piedras dejaron de rodar un instante, pero después se fueron aproximando con mayor rapidez.

«Tú sabrás escalar la pared y esconderte».

Era una locura. Pero era su única opción. A tientas buscó algún agarre en la pared de piedra que tenía a su lado, intentando transformarse en lagarto, en ardilla, en ranita de San Antonio, en cualquier animal con capacidad para adherirse a la piedra caliza mojada y no caer en el agujero negro que era aquel pozo.

Sus manos encontraron unos salientes, y tras ellas sus pies; aquellas pequeñas protuberancias de roca aceptaron su oferta de neopreno y la sostuvieron. Acomodó lateralmente la cara en la roca y apretó la mejilla mientras respiraba sobre la piedra dura y húmeda, como si su respiración bastara para no desplomarse.

El espacio se cernía sobre su cabeza, a sus pies, a su alrededor, mientras su vida colgaba de cuatro salientes de piedra húmeda. En su boca el lodo sabía a arenilla, a tierra, lleno de cieno y sal, pero no lo escupió, sino que abrió la boca y le hizo un

sitio; otra forma de fundirse con la roca. No se permitió el lujo de pensar cómo iba a bajar de allí.

No tardó en pasar, quienquiera que fuese; una fugaz solidez de carne, exhalaciones, olor a sudor masculino, neopreno y barro que se movía a gran velocidad, con paso firme, apenas rodeado por un hilo de luz.

No levantó la vista hacia donde estaba ella, ni tan siquiera cuando la piedra calavera gritó con furia para advertirle de su presencia y centelleó, emitiendo una ráfaga de un azul tan puro que probablemente tan solo existía en su imaginación.

Esperó un buen rato pegada a la roca húmeda, con los dedos clavados por la fuerza del pánico y el frío. El sonido de las pisadas fue desvaneciéndose hasta desaparecer. Ya hacía rato que Kit se había ido.

—Kit, por todos los santos, espero que estés a salvo.

Halló el silencio como respuesta; no hubo más piedras que rodaran.

Después de contar dos veces hasta mil, se arriesgó a encender la linterna. La cornisa era mucho más angosta de lo que creía, y los agarres mucho más pequeños. Más abajo solo había negrura, además del absorbente vacío del vértigo.

Dobló los dedos y los insertó en una ranura para descender, equilibrándose sobre salientes más pequeños que le permitieron bajar y salir hasta una cornisa lo suficientemente ancha para colocar los pies de lado. Su linterna sondeó la oscuridad, pero no logró divisar nada. Decidió inclinarse hacia delante y desde el borde dirigió el haz de luz precipicio abajo, hasta una profundidad de setenta y cinco metros, aunque sin llegar al fondo. Reorientó la lámpara e inició la larga caminata.

El mapa no mentía: el desvío era difícil. Lo que no mencionaba era que el saliente se estrechaba hasta un palmo y bajaba en pendiente, lo que suave, ligera y sutilmente la empujaba hacia la penumbra. Esa puñalada trapera tenía como cómplice a la pared sobre la que apoyaba el hombro izquierdo, que hasta entonces había sido su amiga, su puntal, su seguridad en un mundo en el que la gravedad quería succionarla. También ella empezaba a inclinarse sobre Stella, empujándola cada vez más hacia fuera, desplazando su centro de gravedad hacia el filo de la cornisa.

Avanzar era un acto de voluntad. Cuando ya se hizo imposible caminar erguida, se puso a cuatro patas y empezó a gatear, tanteando el camino por un saliente en el que apenas le cabían las rodillas. La mano derecha, aferrada al borde angulado, le resbaló en dos ocasiones y le hizo perder el equilibrio. La gravedad succionaba, pero ella le escupía a la cara. La piedra calavera se ladeaba hacia la izquierda para ayudarla a sostenerse. «Kit... dime por favor que no has intentado pasar por aquí».

Cuando ya no pudo siquiera gatear, se dejó caer sobre la barriga, alargó los brazos y empleó la mano izquierda para arrastrarse hacia delante y hacia dentro, con el callado susurro de la oscuridad que le decía lo fácil que resultaría dejarse ir y rodar hacia un lugar en el que nada ofrecería resistencia.

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