Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
—Anoche asistí a tu conferencia en el Club de Espeleología. Gordon me dijo que eras la mejor que había conocido jamás. Si te invitara a cenar esta noche con Martin Rees, de Trinity, ¿me enseñarías las maravillas de la espeleología este fin de semana?
Lo que primero la cautivó fue su voz, después su mirada limpia y solo al final lo que le proponía.
—¿Martin Rees? ¿El Martin Rees que yo creo? —Su acento sonaba extranjero, como el de él, arrancado de las raíces de Yorkshire, tan profundas que podrían haber sido de otro país.
—El mismo. Astrónomo real, catedrático de cosmología y astrofísica, presidente de la Royal Society y rector del Trinity College. El inimitable. En Trinity organizan una recepción oficial a la que puedo hacer que nos inviten. Bueno, puedo lograr que me inviten a mí y llevar a mi pareja actual.
—¿Tu pareja?
La idea la descolocó. Los tres años como estudiante de licenciatura en Manchester habían sido un milagro académico que por poco había echado al garete por culpa de una serie de relaciones catastróficas. Al ir a Cambridge se había prometido que durante tres años se dedicaría tan solo a dejarse la piel trabajando, sin distracciones del corazón. Acababa de empezar su segundo trimestre.
Kit se encogió de hombros. Ella lo había calado a la primera.
—El acuerdo puede ser todo lo pasajero que decidas. Y, si quieres, luego hablamos de las cuevas. A decir verdad, me da miedo la oscuridad. Pero es cierto que Gordon dijo que eras la mejor que había conocido.
Gordon era el mejor de todo el país y ambos lo sabían. Si Martin Rees era el motivo por el que Stella había ido a Cambridge, Gordon Fraser, a quien había conocido por casualidad en una cueva de Cheshire, era el hombre que la había atraído hasta Bede. Por lo tanto, aunque de forma un tanto indirecta, gracias a su recomendación finalmente se coló en el ágape y se sentó a tres mesas de Martin Rees, aunque apenas reparó en la presencia del gran hombre.
Ese fin de semana llevó a Kit a una cueva pequeña, sencillamente para cumplir con su parte del pacto; desde entonces, y durante aquellos catorce turbulentos, productivos y distraídos meses de vida en común, no habían vuelto; hasta esa vez. En ese tiempo había descubierto que podía compaginar el trabajo y el amor, y que ambas cosas mejoraban por ello. Perder el amor, perder a Kit, no le cabía en la cabeza.
«Si te encuentro una cueva que nadie ha pisado en cuatrocientos diecinueve años y con un tesoro enterrado, ¿sería suficiente?»
Sostuvo la mano de Kit contra su mejilla en la blanca dureza del hospital, sintiendo la frescura de su piel. No oyó las pisadas de Tony Bookless cuando regresó después de hacer una llamada.
Posó la mano en su hombro con delicadeza.
—Piensas demasiado, Stella. A lo mejor hablar te ayudaría un poco.
—Pensaba en que, de los dos, la espeleóloga soy yo. No debería haber dejado que
Kit se adelantara.
—Pero tú creías que te estaban persiguiendo, y él es mejor corredor. —Bookless cogió una silla y se la acercó—. Porque estás convencida de que había alguien,
¿verdad? Me parece que el flamante inspector Fleming le está restando importancia a este asunto. Con suerte lo planteará solo como sospecha de homicidio. La otra posibilidad es que dé carpetazo al asunto, declare que se trató de un incidente desafortunado y te deje como una neurótica paranoica.
—Allí había alguien, Tony. Alguien iba en busca de la calavera de Cedric Owen.
Se sintió tonta por pronunciar esas palabras en aquel lugar, en medio de esa impoluta blancura. Se quedó mirando un buen rato el electrocardiograma. Al volver a levantar la vista, topó con un expectante Tony Bookless.
—¿Y qué hizo ese supuesto... perseguidor?
Se iban acercando a la verdad. A pesar de tanta tecnología, la piedra seguía ocupando una parte de su mente y la mantenía alerta, vigilante. Para acallarla, dio un sorbo al café aguado de la máquina expendedora.
—Tiraba piedras para que le oyéramos; a un ritmo constante, una cada treinta segundos. No fue algo casual. Kit dijo que nos estaban llevando al redil y que, si nos separábamos, lograría desviar el peligro. Se llevó mi linterna subacuática y siguió adelante. Creyó que corriendo se pondría a salvo.
—¿Por esa repisa?
—Entonces no sabía que era tan peligrosa.
—Así que se cayó y se llevó con él la piedra calavera. Una última muerte que sumar a una larga lista.
Tony Bookless se recostó, abatido. No era el mismo desde que ella le había dicho que los libros de Owen eran falsos. Stella deseaba darle algo que lo animara. Apuró la última gota del café para ahogar las advertencias de la piedra calavera y le ofreció su único regalo.
—No. Él se cayó, pero yo me quedé con la piedra. Así lo habíamos decidido. Él solo era el señuelo.
Le costó un enorme esfuerzo decirlo. La piedra gritó hasta que ella solo escuchó sus alaridos, unos gritos que le perforaron las regiones más blandas del cerebro como un clavo.
Se agarró la cabeza con las manos.
—¿Qué sucede?
—La calavera. Se ha convertido en parte de mí. Me está volviendo loca. Al principio creí que lo que pretendía era ayudar a Kit, comunicarse con él cuando estaba metido en la máquina de las resonancias, pero no deja de soltar este ruido infernal... —Se apretó los ojos con la base de las palmas y se tapó los oídos con los dedos, pero no sirvió de nada—. Tony, nunca deberíamos haberla tocado. Me está desquiciando, y ahí fuera anda suelto un pirado que está dispuesto a matar para hacerse con ella.
Se dispuso a coger la bolsa, pero la mano de Tony Bookless le interceptó el brazo.
—No quiero verla, te lo ruego. Está demasiado manchada de sangre; sangre de personas a las que admiro profundamente, de las que Kit ha sido el último. No quisiera que se cobrara la tuya también, ni que nadie resulte herido por haberla encontrado.
Stella se dejó caer en su silla.
—¿Qué hago?
—¿Quieres que sea sincero, con el corazón en la mano?
Tony Bookless estaba cansado. Stella advirtió en su rostro algunas arrugas que no había visto hasta entonces. Sonrió, apagado.
—Probablemente se trata del objeto de más valor que podría poseer nuestro college. La autenticidad de los registros sería una victoria, no un fiasco estrepitoso. Pero todo cuanto sabemos, su historia, nos dice que todo aquel que la ha tenido en sus manos ha muerto, incluido Cedric Owen. No hay piedra que valga una vida, y esta ya está manchada con la sangre de demasiadas personas. Deshazte de ella, Stella.
—¿Cómo?
—Devuélvela a la cueva, al lugar donde cayó Kit, y lánzala al agua, adonde debería haber ido a parar esta tarde. Cuando lo hayas hecho y el mundo esté a salvo, vuelve a verme y usaré mis influencias para que la gente te escuche. Lo arreglaremos para que trasladen a Kit a Addenbrooke, donde se hallan los mayores expertos del mundo en casos de coma; me permitirás que te lleve en coche a Cambridge, así permanecerás cerca de él. Hablaré con los del Max Planck y moveré algunos hilos para que te concedan la beca que iban a darte igualmente; de ese modo sacarás todo el provecho que puedas a tu vida hasta que Kit se recupere, cuando se recupere. —Su voz dejaba entrever que aquello podría no suceder nunca; en ese instante, sus palabras no hacían sino soslayar la verdad.
—No puedo...
El la agarró de una mano.
—Stella, eres espeleóloga. Eres capaz de cuanto te propongas. Y cuando vuelvas, Kit estará aquí, esperándote. Si quieres me quedaré yo con él, o si lo prefieres te acompañaré.
—No es eso. No puedo volver a esa cueva esta noche. No me queda aliento, Tony. Me parece que jamás volveré a poner el pie en una cueva.
Bookless tuvo la delicadeza de no rechistar.
—¿Quizá haya otro lugar que no te... intimide tanto?
—A lo mejor Gaping Ghyll. Es la primera cueva húmeda por la que descendí y este es el primer año de los últimos diez que no he bajado. Es la más profunda de Inglaterra y la entrada no está lejos de aquí, pero no quiero ir de noche.
—Entonces te llevaré mañana por la mañana. Después volveremos a Cambridge.
—¿No tenías que asistir a un congreso?
—Tenía que presidir un congreso, pero se las apañarán sin mí. Hay cosas más importantes que escuchar a un centenar de profesionales ceñudos quejándose de cómo el gobierno menoscaba sin cesar nuestras libertades civiles. Si vas a quedarte esta noche, tendríamos que pedir una cama. ¿O prefieres alojarte en un hotel?
—Me parece que no debería irme...
Bookless vio el recelo en sus ojos y forzó una sonrisa. Una mano en el hombro la ayudó a levantarse.
—«Debería» es una palabra que tendrías que eliminar de tu vocabulario —le dijo con dulzura—. Kit no despertará en las próximas doce horas, el especialista nos lo ha dejado bien claro. Si te vas no le estás fallando en absoluto, y estarás en mejores condiciones para tomar una decisión por la mañana si logras conciliar el sueño. ¿Me permitirás que te lleve al hotel?
No era el momento de discutir. Se inclinó hacia Kit y le dio un beso en aquella mejilla fría, de plástico. Luego dejó que Tony Bookless la llevara en coche a su hotel y la acompañara hasta la habitación, a otra distinta, puesto que él ya había hablado con el encargado para que sacaran sus cosas de la suite que había compartido con Kit; las habían llevado a una habitación de la planta de abajo que era más pequeña, pero estaba en una esquina y tenía unas vistas más bonitas de los valles. Quizá lograría contemplar otra vez ese paisaje y sentirse como en casa.
—Hasta mañana. No olvides lo que te he dicho.
Le sostuvo el brazo en silencio, con reconfortante sosiego. Por primera vez en meses abrió la puerta de una habitación vacía. Desde su lugar en las profundidades de la mochila, la calavera cantó con tristeza formando ondas de un manso azul.
Sevilla,
finales de agosto de 1556.
Señor Owen, mi barco está armado y listo para zarpar con la primera marea del día. Me conducirá a Nueva España, donde me dispongo a hacer fortuna. Durante el viaje mi navío navegará protegido por dos buques de guerra que nos mantendrán a salvo de corsarios, por lo que no habremos de menester espadas. Queréis que os lleve conmigo, pero también lo desea media Sevilla. He rechazado llevar a todo aquel que, por muy buena que sea la familia de la que proceda, no sea capaz de demostrarme en qué puede resultarme de utilidad. Hasta la fecha nadie lo ha conseguido. Si ningún noble hijo de España puede ofrecerme tal beneficio, ¿qué motivo tenéis para que os elija a vos en su lugar?
—Os daré tres —le espetó Cedric Owen— y a continuación podréis elegir cuál juzgáis de mayor valor.
Hacía calor, había dos moscardones verdes nadando en su vino y ya había decidido que Fernando de Aguilar era un pisaverde español de gustos caros para los jubones, a la altura de su elevada estima por su persona, y una afectación bastante grotesca que algo tenía que ver con los aretes de oro que le colgaban del lóbulo de la oreja izquierda.
El viento, la marea y los suaves codazos de la piedra corazón azul habían llevado a Owen hasta aquel lugar, aquella mesa, ante aquel hombre, y albergaba la esperanza de que iba a ser bien recibido, aunque no había ningún motivo para ello. La disputa dialéctica le había agotado antes siquiera de que empezara. Lo único que le mantenía pegado a la silla eran sus modales ingleses.
Por encima de su cabeza, un toldo de seda a rayas le protegía los ojos del sol de la tarde. A su derecha, ese mismo sol centelleaba con un fulgor argentado desde la orilla del río, que alargaba su largo brazo hasta el mar.
A su espalda, las altas murallas blancas de la fortaleza mora dibujaban arcos de cimitarra en un límpido cielo azul. Alguien había grabado un crucifijo en la piedra, de modo que todavía se apreciaban las rayas. Tan solo habían transcurrido tres siglos desde que Sevilla fuera liberada y devuelta a la cristiandad, y seguía sintiéndose orgullosa de sus batallas.
Fernando de Aguilar sí se sentía orgulloso de la historia de su ciudad, así como de sus batallas del pasado, del presente y del futuro. También tenía en muy alta estima a
su familia, a su barco y a sí mismo, seguramente las tres cosas a partes iguales, si bien a Owen le pareció que de lo que se enorgullecía era de sí mismo.
El español se toqueteó el arco perfecto de sus labios con el dedo y preguntó:
—Y bien, señor, ¿cuáles son esos tres motivos?
—En primer lugar —Owen hundió un dedo en su vino y con él dejó una marca en la gastada mesa de roble—, soy médico de cierta valía, y para probarlo me acompaña una carta de recomendación de Michel de Nostradame, médico de la reina de Francia. Estoy preparado para atender a los enfermos y heridos de vuestra nave sin coste alguno mientras dure nuestra travesía.
—¿Cómo que nuestra travesía?
El español lucía la tez impecable y morena propia de los lugareños, y el negro más oscuro en su cabellera rizada y engrasada que pendía en ristras sobre sus hombros. Tan solo sus ojos le hacían destacar entre sus compatriotas, pues eran grandes y de un azul grisáceo, por lo que costaba no mirarle con extrañeza y conjeturar sobre sus orígenes. En ese momento expresaban dignidad denostada.
—Sois un presuntuoso —declaró Fernando de Aguilar—. Y un arrogante. Cuentan que la reina de Francia perdió a sus dos hijas a los pocos meses de nacer y, si bien los súbditos de su católica majestad el rey Felipe no pueden sino alegrarse de que Enrique, ese chivo francés, no haya engendrado más cabritos vivos, su pérdida no deja en buen lugar a los médicos de su señora. Tengo en gran estima a mi tripulación; no quisiera que alguien como vos se ocupara de ellos en caso de caer enfermos. Sea como fuere, en un barco se requieren antes los servicios de un cirujano que los de un médico, y vos ya me habéis confesado que no estáis calificado para empuñar ningún bisturí si surgiera una emergencia, salvo en el dudoso ámbito de las amputaciones, en el que vos mismo os seguís considerando un aprendiz. No estallo de admiración.
¿Cuál es vuestro segundo argumento?
—En segundo lugar, el padre de mi madre navegó con el almirante sir Edward Howard, que sirvió al rey Enrique de Inglaterra, el difunto padre de nuestra reina. Mi abuelo se hallaba con Howard cuando capturó al pirata escocés Andrew Barton. Durante su madurez vivió cerca de casa y nos relataba a menudo sus andanzas. Gracias a él poseo profundos conocimientos del mar desde hace largo tiempo.