Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Los taxistas aguardaban apoyados en sus coches, fumando en pipa y hablando animadamente, esperando instrucciones. Cada conductor tenía una teoría diferente sobre la razón por la que se encontraban allí.
Al final, Dupuys salió de la escuela y cruzó la calle con un megáfono en una mano y un fajo de formularios del ejército para los requisamientos oficiales en la otra. Se subió al capó de un taxi y los conductores se quedaron callados.
—El comandante militar de París necesita quinientos taxis para ir desde aquí hasta Blagny —gritó a través del megáfono.
Los conductores se quedaron mirándolo, incrédulos y en silencio.
—Allí, cada coche recogerá a cinco soldados y los llevará hasta Nanteuil.
Nanteuil estaba a unos cincuenta kilómetros al este y muy cerca de la primera línea del frente. Los conductores empezaron a entenderlo todo. Se miraron entre sí, sonriendo y asintiendo. Fitz supuso que les alegraba tomar parte en la campaña de guerra, sobre todo, de una forma tan peculiar.
—Por favor, recojan uno de estos formularios antes de partir y rellénenlo con sus datos para poder recibir el pago correspondiente a su regreso.
La reacción fue un murmullo de agitación. ¡Iban a pagarles! Eso reforzó las ganas que ya tenían de ayudar.
—Cuando los quinientos coches hayan salido, daré instrucciones a los siguientes quinientos.
Vive Paris! Vive la France
!
Los taxistas estallaron de júbilo. Se agolparon alrededor de Dupuys para conseguir un formulario. Fitz, encantado, ayudó a distribuir los documentos.
Pronto empezaron a salir los coches: daban la vuelta ante el gran edificio y se dirigían hacia el puente bajo la luz del sol, tocando el claxon con entusiasmo. Formaban una alargada cuerda de salvamento de color rojo intenso que llegaría hasta el frente de batalla.
V
Los ingleses tardaron tres días en avanzar cuarenta kilómetros. Fitz estaba desesperado. En gran medida, no habían encontrado oposición a su paso: de haberse movido más rápido, podrían haber dado un golpe decisivo.
No obstante, la mañana del miércoles 9 de septiembre, encontró a los hombres de Galliéni de muy buen ánimo. Von Kluck estaba batiéndose en retirada.
—¡Los alemanes están asustados! —exclamó el coronel Dupuys.
Fitz no creía que los alemanes estuvieran asustados, y el mapa ofrecía una explicación más convincente. Los ingleses, pese a lo lentos y tímidos que eran, habían entrado en un hueco que había aparecido entre el I y el II Ejército alemán, un hueco creado cuando Von Kluck había empujado sus fuerzas hacia el oeste para enfrentarse al ataque procedente de París.
—Hemos encontrado un punto débil, y estamos abriendo una brecha en él —dijo Fitz, y le tembló la voz a causa de la esperanza.
Se obligó a tranquilizarse. Hasta el momento, los alemanes habían ganado todas las batallas. Por otro lado, sus líneas de abastecimiento habían sido aprovechadas hasta el límite, sus hombres estaban agotados y su número había quedado reducido por la necesidad de enviar refuerzos a Prusia Oriental. En comparación, los franceses que se encontraban en esa zona habían recibido refuerzos y supuestamente no tenían que preocuparse por las líneas de abastecimiento, pues estaban en casa.
Las esperanzas de Fitz recibieron un revés cuando los ingleses se detuvieron a ocho kilómetros al norte del río Marne. ¿Por qué paraba sir John? ¡Si no podía haber encontrado oposición alguna!
Sin embargo, los alemanes no se percataban de la timidez de los ingleses, porque seguían con su retirada, y la esperanza volvió a recuperarse en el
lycée
.
A medida que se alargaban las sombras de los árboles al otro lado de las ventanas de la escuela, y los últimos informes del día iban llegando, una sensación de alegría contenida empezó a invadir a todos los oficiales de Galliéni. Al final de la jornada, los alemanes estaban huyendo.
Fitz apenas daba crédito. La desesperación de una semana atrás se había convertido en esperanza. Se sentó en una silla demasiado estrecha para él y se quedó mirando el mapa de la pared. Hacía siete días, la línea alemana se le antojaba un trampolín para su ataque definitivo; en ese momento, parecía un muro desde el que los habían obligado a regresar.
Cuando el sol se puso tras la torre Eiffel, los aliados no habían logrado exactamente la victoria, pero, por primera vez, el avance alemán se había detenido.
Dupuys abrazó a Fitz, luego le plantó dos besos en las mejillas; y, por una vez, al conde no le molestó en absoluto.
—Los hemos detenido —dijo Galliéni y, ante el asombro de Fitz, unas lágrimas asomaron tras los quevedos del viejo general—. Los hemos detenido.
VI
Poco después de la batalla del Marne, ambos bandos empezaron a cavar trincheras.
El calor de septiembre dio paso a la fría y triste lluvia de octubre. El punto muerto en el extremo oriental de la línea se extendió de forma irremediable hacia el oeste, como una parálisis que avanzaba por el cuerpo de un hombre moribundo.
La batalla decisiva del otoño se produjo en la ciudad belga de Ypres, en el extremo más occidental de la línea, a treinta kilómetros del mar. Los alemanes atacaron con bravura en un intento desesperado de obligar a realizar un cambio de marcha al flanco inglés. Fueron cuatro semanas de lucha encarnizada. A diferencia de todas las batallas anteriores, ambos bandos permanecían ocultos en las trincheras, protegiéndose de la artillería enemiga, y salían solo para lanzar ataques suicidas contra las ametralladoras enemigas. Al final, los ingleses se salvaron por los refuerzos, entre los que se incluía un cuerpo de indios de piel cetrina, muertos de frío con su uniforme tropical. Al término de la contienda, habían fallecido setenta y cinco mil soldados ingleses, y la Fuerza Expedicionaria estaba destruida; pero los aliados habían levantado una barricada defensiva desde la frontera suiza hasta el canal de la Mancha y habían logrado detener a los invasores alemanes.
El 24 de diciembre, Fitz se encontraba en el cuartel general de los ingleses en la ciudad de Saint-Omer, no muy lejos de Calais, de un ánimo bastante abatido. Recordaba la palabrería que él y otros habían utilizado para contar a sus hombres que estarían en casa por Navidad. En ese momento, parecía que la guerra pudiera prolongarse durante un año o más tiempo. Los ejércitos enemigos permanecían sentados en sus trincheras un día tras otro, alimentándose con comida en descomposición, contrayendo disentería y pie de trinchera, llenándose de piojos y matando con desgana las ratas que merodeaban por los cuerpos amontonados en tierra de nadie de los soldados muertos. En algún momento a Fitz le había parecido muy clara la razón por la que Inglaterra debía ir a la guerra, aunque ahora ya no podía recordar el porqué.
Ese día dejó de llover y el tiempo se tornó frío. Sir John envió un mensaje a todas las unidades advirtiendo que el enemigo estaba planteándose la posibilidad de un ataque por Navidad. Fitz sabía que eran solo imaginaciones suyas: no había un servicio secreto que lo confirmase. La verdad era que sir John no quería que los hombres relajasen la vigilancia el día 25 de diciembre.
Todos los soldados recibirían un regalo de la princesa María, la hija de diecisiete años del rey y la reina. Era una caja de latón repujada que contenía tabaco de liar y cigarrillos, una foto de la princesa y una felicitación de Navidad del rey. Había otra clase de regalo para los no fumadores, los sijs y las enfermeras: todos ellos recibirían chocolate o caramelos en lugar de tabaco. Fitz ayudó a distribuir las cajas entre los Fusileros Galeses. Al acabar el día, demasiado tarde para regresar a la comodidad relativa de Saint-Omer, se encontraba en el cuartel general del 4.º Batallón, un húmedo refugio subterráneo a medio kilómetro de la primera línea del frente, leyendo un relato de Sherlock Holmes y fumándose uno de los pequeños y finos cigarros que había llevado hasta allí. No eran tan buenos como sus panetelas, aunque en aquella época era difícil encontrar un momento para fumarse un cigarro puro más grande. Estaba con Murray, quien había sido ascendido a capitán tras la batalla de Ypres. A Fitz no lo habían ascendido: Hervey estaba cumpliendo su promesa.
Acababa de caer la noche, cuando le sorprendió oír unos disparos perdidos de fusil. Resultó que los hombres habían visto unas luces y habían creído que el enemigo estaba intentando un ataque por sorpresa. En realidad, las luces eran unos farolillos de colores con los que los alemanes estaban decorando su parapeto.
Murray, que llevaba un tiempo en primera línea, hablaba sobre los soldados indios que defendían el sector siguiente.
—Los pobres idiotas llegaron con sus uniformes de verano, porque alguien les había dicho que la guerra acabaría antes de que el tiempo refrescase —comentó—. Pero te diré algo, Fitz: esos morenos son tipos ingeniosos. ¿Sabías que hemos estado pidiendo al Ministerio de Guerra que nos envíe a las trincheras morteros como los que tienen los alemanes, de esos que lanzan una granada en parábola sobre el parapeto? Bueno, pues los indios se han fabricado el suyo con piezas desechadas de hierro fundido. Parece una chapuza de fontanería del baño de un pub, ¡pero funciona!
La mañana despertó con una niebla helada y la tierra estaba dura. Fitz y Murray entregaron los regalos de la princesa al alba. Algunos de los hombres estaban apelotonados en torno a los braseros, intentando entrar en calor, aunque decían que agradecían el frío, pues era mejor que el barro, sobre todo para los que padecían pie de trinchera. Fitz se dio cuenta de que algunos hablaban en galés, aunque con los oficiales siempre utilizaban el inglés.
La línea alemana, a casi cuatrocientos metros de distancia, quedaba camuflada por una neblina matutina que era del mismo color que los uniformes germanos: un apagado azul grisáceo llamado «gris militar». Fitz oyó una musiquilla a lo lejos: los alemanes estaban cantando villancicos. Él no era muy melómano, pero le pareció reconocer la melodía de
Noche de paz
.
Regresó al refugio subterráneo para tomar un magro desayuno consistente en pan duro y jamón en lata con los demás oficiales. Al terminar, salieron a fumar. Jamás se había sentido tan triste en su vida. Pensó en el desayuno que estarían sirviendo en ese instante en Ty Gwyn: salchichas calientes, huevos frescos, riñones en salsa picante, arenques salados y ahumados, tostadas con mantequilla y un aromático café con leche. Soñaba con ropa interior limpia, con una camisa recién planchada, y tan almidonada que crujiera, y un terso traje de lana. Quería sentarse junto al reluciente fuego y sus ascuas en la sala de estar sin otra cosa que hacer que leer los chistes malos de la revista
Punch
.
Murray lo siguió al exterior del refugio y dijo:
—Le llaman por teléfono, comandante. Es del cuartel general.
Fitz estaba sorprendido. Alguien se había tomado muchas molestias para localizarlo. Esperó que no fuera la noticia de alguna contienda iniciada entre franceses e ingleses mientras él había estado repartiendo los regalos de Navidad. Con el ceño fruncido por la preocupación, se agachó para entrar al refugio y levantó el teléfono de campaña.
—Fitzherbert al habla.
—Buenos días, comandante —dijo una voz que no reconoció—. Capitán Davies al aparato. Usted no me conoce, pero me han pedido que le transmita un mensaje de su casa.
¿De su casa? Fitz esperó que no fueran malas noticias.
—Es usted muy amable, capitán —dijo—. ¿Qué dice el mensaje?
—Su esposa ha dado a luz un hermoso niño, señor. Madre e hijo se encuentran en perfecto estado de salud.
—¡Oh! —Fitz cayó desplomado de la sorpresa sobre una caja.
Al bebé todavía no le tocaba nacer… debía de haberse adelantado una o dos semanas. Los niños prematuros eran más débiles. Pero el mensaje decía que estaba bien de salud. Y Bea también.
Fitz tenía un hijo, y el título de conde, un heredero.
—¿Sigue ahí, comandante? —preguntó el capitán Davies.
—Sí, sí —dijo Fitz—. Solo un poco sorprendido. Todavía es pronto.
—Como es Navidad, señor, hemos pensado que la noticia le alegraría.
—Y así es, ¡se lo aseguro!
—Permítame ser el primero en felicitarlo.
—Muy amable —respondió Fitz—. Gracias. —Pero el capitán Davies ya había colgado.
Pasado un rato, Fitz se dio cuenta de que los demás oficiales del refugio estaban mirándolo en silencio. Al final, uno de ellos preguntó:
—¿Buenas o malas noticias?
—¡Buenas! —exclamó Fitz—. Estupendas, de hecho. He sido padre.
Todos le estrecharon la mano y le dieron palmaditas en la espalda. Murray sacó la botella de whisky, pese a lo temprano que era, y bebieron a la salud del bebé.
—¿Cómo va a llamarse? —preguntó Murray.
—Vizconde Aberowen, mientras yo viva —respondió Fitz, pero entonces se dio cuenta de que Murray no preguntaba por el título nobiliario del niño, sino por su nombre de pila—. George, por mi padre, y William por mi abuelo. El padre de Bea se llamaba Petr Nikolaiévich, así que, a lo mejor, también añadimos esos dos.
A Murray le hizo gracia.
—George William Peter Nicholas Fitzherbert, vizconde Aberowen —dijo—. ¡Son bastantes nombres!
Fitz asintió de buen humor.
—Sobre todo porque no debe de pesar más de tres kilos.
Se sentía rebosante de orgullo y alegría, y tenía la urgencia de compartir la noticia con todos.
—Podría ir a primera línea —dijo cuando hubieron acabado con el whisky—. Y repartir unos cuantos cigarros entre los hombres.
Salió del refugio y caminó hacia la trinchera de comunicaciones. Se sentía eufórico. No había disparos, y el aire estaba fresco y limpio, salvo cuando pasó junto a la letrina. Descubrió que estaba pensando no en Bea, sino en Ethel. ¿Ya habría tenido a su bebé? ¿Estaría feliz en la casa que se habría comprado con el dinero que le había sacado a Fitz con su chantaje? Se sentía desconcertado al pensar en cómo había negociado con él, pero no podía evitar recordar que la criatura que llevaba en su vientre era hijo suyo. Esperaba que pudiera dar a luz a salvo, como lo había hecho Bea.
Todos esos pensamientos abandonaron su mente cuando llegó a primera línea. Al doblar la esquina y llegar al frente se quedó impresionado.
No había ni un alma.
Recorrió toda la trinchera, zigzagueando por un travesaño, luego por el otro, y no vio a nadie. Era como una historia de fantasmas, o uno de esos barcos flotando intacto sin tripulantes a bordo.