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Authors: Ken Follett
Fitz se levantó.
—Voy a prepararme para ir a la cama —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—Cuando te pongas el pijama… vuelve, por favor. Quiero que me abraces.
Fitz sonrió.
—Por supuesto —convino.
III
El día en que el Parlamento debatió el voto para la mujer, Ethel organizó una concentración cerca del palacio de Westminster.
Ahora trabajaba para el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección, que se había mostrado muy interesado en contratar a una activista tan conocida. Su función principal era conseguir la adhesión de mujeres al sindicato en las fábricas del East End donde se explotaba a las trabajadoras, aunque la organización creía en la lucha por sus miembros no solo en el lugar de trabajo sino también en el plano de la política nacional.
Ethel estaba triste por haber finalizado su relación con Maud. Quizá siempre hubiera existido algo artificial en esa amistad entre la hermana del conde y su antigua ama de llaves, pero Ethel creía que llegarían a superar esa división de clases. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Maud creía —sin ser siquiera consciente de ello— que ella había nacido para mandar y Ethel para obedecer.
Ethel esperaba que la votación del Parlamento se produjera antes de que finalizara la concentración, para poder anunciar así el resultado, pero el debate se prolongó hasta tarde, y el grupo debía dispersarse a las diez. Ethel y Bernie fueron a un pub de Whitehall del que eran asiduos los diputados del Partido Laborista y esperaron las noticias.
Eran ya más de las once y el pub estaba cerrando cuando dos diputados entraron a todo correr. Uno de ellos vio a Ethel.
—¡Hemos ganado! —gritó el hombre—. Quiero decir, habéis ganado. Las mujeres.
Ethel no podía creerlo.
—¿Han aprobado la ley?
—Por una inmensa mayoría: ¡387 a favor y 57 en contra!
—¡Hemos ganado! —Ethel besó a Bernie—. ¡Hemos ganado!
—Bien hecho —dijo él—. Disfruta de tu victoria. Te lo mereces.
No podrían haber bebido para celebrarlo. Las nuevas normativas de guerra prohibían servir alcohol en los pubs a partir de una hora determinada. Se suponía que era para mejorar la productividad de la clase trabajadora. Ethel y Bernie salieron a Whitehall para tomar el autobús de regreso a casa.
Mientras esperaban en la parada, Ethel estaba eufórica.
—No puedo asimilarlo. Después de todos estos años… ¡el voto para la mujer!
Un viandante la escuchó; era un hombre alto, vestido de etiqueta, que caminaba con un bastón.
Ethel reconoció a Fitz.
—No esté tan segura —le dijo—. Conseguiremos derrotarlas en la Cámara de los Lores.
Junio-septiembre de 1917
I
Walter von Ulrich salió trepando de la trinchera y, jugándose la vida, echó a andar por tierra de nadie.
En los cráteres abiertos por los obuses empezaban a brotar hierba y flores silvestres. Era una tarde templada de verano en una región que en el pasado había pertenecido a Polonia, después a Rusia y que en ese momento estaba parcialmente ocupada por tropas alemanas. Walter llevaba un abrigo de paisano sobre el uniforme de cabo. Se había embadurnado de tierra la cara y las manos para resultar más verosímil. Llevaba una gorra blanca, a modo de bandera de tregua, y una caja de cartón al hombro.
Se recordó que no había motivo para tener miedo.
Las posiciones rusas apenas eran visibles a la tenue luz del crepúsculo. Habían pasado semanas sin que se oyera un disparo, y Walter creyó que su aproximación sería considerada con más curiosidad que recelo.
Si se equivocaba, estaba muerto.
Los rusos preparaban una ofensiva. Los aviones y las patrullas de reconocimiento alemanes habían informado que en las primeras líneas del frente se estaban desplegando nuevos contingentes y descargando camiones de munición. Lo habían confirmado rusos famélicos que habían cruzado las líneas y se habían rendido con la esperanza de que sus captores alemanes les dieran algo de comer.
Las pruebas de una ofensiva inminente supusieron una gran decepción para Walter. Confiaba en que el nuevo gobierno ruso fuera incapaz de seguir luchando. En Petrogrado, Lenin y los bolcheviques clamaban categóricamente por la paz, y editaban un sinfín de periódicos y panfletos… sufragados con dinero alemán.
El pueblo ruso no quería la guerra. El anuncio de Pável Miliukov, el ministro de Asuntos Exteriores, de que Rusia seguía aspirando a una «victoria decisiva» había llevado de nuevo a las calles a obreros y soldados ultrajados. El joven e histriónico ministro de la Guerra y de la Armada, Kérenski, responsable de la nueva ofensiva prevista, había reinstaurado la flagelación en el ejército y restituido la autoridad de los oficiales. Pero ¿regresarían al combate los soldados rusos? Eso era lo que los alemanes necesitaban saber, y averiguarlo era el motivo por el que Walter estaba poniendo en peligro su vida.
Las señales eran ambiguas. En algunas secciones del frente, los soldados habían izado banderas blancas y declarado el armisticio de forma unilateral. En otras parecía reinar la calma y la disciplina; era una de ellas la que Walter había decidido visitar.
Al fin había conseguido alejarse de Berlín. Probablemente Monika von der Helbard les habría dicho ya abiertamente a sus padres que no habría boda. En cualquier caso, Walter volvía a estar en el frente, recabando información para los servicios secretos.
Se recolocó la caja sobre el hombro. En ese instante atisbó decenas de cabezas asomando por el borde de la trinchera. Llevaban gorras; los soldados rusos no disponían de cascos. Lo miraban fijamente pero no lo apuntaban con las armas, de momento.
Pensó en la muerte con ánimo fatalista. Creía que ya podía morir feliz después de la gloriosa noche que había compartido con Maud en Estocolmo, pero, obviamente, prefería vivir. Quería formar un hogar con Maud y tener hijos. Y esperaba poder hacerlo en una Alemania próspera y democrática. Pero eso significaba ganar la guerra, lo que a su vez significaba arriesgar su vida, de modo que no tenía elección.
Pese a ello, sintió un nudo en el estómago al adentrarse en el radio de alcance de los fusiles. Para cualquiera de aquellos soldados, era muy fácil apuntarle con el arma y apretar el gatillo… A fin de cuentas, estaban allí para eso.
No llevaba fusil, y confiaba en que los otros reparasen en ello. Sí llevaba una pistola Luger 9 mm sujeta al cinturón, a la espalda, pero ellos no podían verla. Lo que sí podían ver era la caja que cargaba. Confiaba en que pareciera inofensiva.
Cada paso que daba le hacía sentirse agradecido por seguir vivo, pero era consciente de que también lo acercaba un poco más al peligro. «Podría pasar en cualquier momento», pensó filosóficamente. Se preguntó si un hombre oiría el disparo que lo mataba. Lo que más temía Walter era que lo hirieran y se fuera desangrando lentamente hasta morir, o sucumbir a una infección en algún hospital de campaña inmundo.
Empezó a distinguir las caras de los rusos, y en sus semblantes vio regocijo, asombro y alegre desconcierto. Ansioso, buscó con la mirada indicios de miedo: ese era el mayor peligro. Un soldado asustado podía disparar tan solo para aliviar la tensión.
Al fin le quedaban diez metros para llegar, después nueve, ocho… Alcanzó el borde de la trinchera.
—Hola, camaradas —dijo en ruso, y dejó la caja en el suelo.
Tendió una mano al soldado que tenía más cerca. Automáticamente, el hombre hizo lo propio y lo ayudó a bajar a la trinchera. Un reducido grupo se congregó a su alrededor.
—He venido a preguntaros algo —dijo.
Los rusos mejor educados chapurreaban el alemán, pero los soldados eran campesinos y pocos entendían ningún idioma aparte del suyo. De niño, Walter había aprendido ruso como parte de su formación, rígidamente impuesta por su padre, para labrarse una carrera en el ejército y el Ministerio de Asuntos Exteriores. No lo hablaba a menudo, pero creyó que recordaría lo suficiente para esa misión.
—Antes, un trago —añadió.
Bajó la caja a la trinchera, rasgó la parte superior, la abrió y sacó una botella de aguardiente. La descorchó, tomó un trago, se secó los labios y ofreció la botella al soldado que tenía al lado, un cabo espigado de unos dieciocho o diecinueve años. El joven sonrió, bebió y pasó la botella a sus compañeros.
Walter observó el entorno con disimulo. La trinchera era precaria, con las paredes inclinadas y sin puntales de madera. El suelo era irregular y carecía de pasaderas, de modo que incluso entonces, en verano, estaba enlodado. Ni siquiera seguía una línea recta… aunque probablemente fuera mejor así, ya que también carecía de los travesaños que ayudaban a contener la onda expansiva de las bombas. El olor era nauseabundo; obviamente, los hombres no siempre se molestaban en desplazarse a las letrinas. ¿Qué les pasaba a esos rusos? Todo cuanto hacían era chapucero y caótico, y para colmo lo dejaban a medias.
Mientras la botella pasaba de mano en mano, apareció un sargento.
—¿Qué ocurre aquí, Fiódor Igoróvich? —preguntó, dirigiéndose al espigado cabo—. ¿Por qué estás hablando con un enculavacas alemán?
Fiódor era joven, pero lucía un mostacho poblado, largo y rizado. Por alguna razón, llevaba una gorra de marinero ladeada con aire desenfadado. Desprendía una confianza en sí mismo rayana en la arrogancia.
—Tome un trago, sargento Gávrik.
El sargento también bebió de la botella, pero sin la despreocupación de sus hombres. Dirigió a Walter una mirada recelosa.
—¿Qué cojones estás haciendo aquí?
Walter tenía preparada la respuesta.
—De parte de los obreros, los soldados y los campesinos alemanes, vengo a preguntar por qué combatís contra nosotros.
Tras un instante de silencio atónito, Fiódor dijo:
—¿Por qué combatís vosotros contra nosotros?
Walter también había preparado una respuesta para eso.
—No tenemos elección. Nuestro país sigue estando gobernado por el káiser, aún no hemos hecho una revolución. Pero vosotros sí. El zar se ha ido, y Rusia ahora está gobernada por su pueblo. Por eso he venido a preguntaros a vosotros, el pueblo: ¿por qué combatís contra nosotros?
Fiódor miró a Gávrik y exclamó:
—¡Eso es lo que nos preguntamos nosotros a todas horas!
Gávrik se encogió de hombros. Walter supuso que era un tradicionalista y que, como tal, se reservaba prudentemente sus opiniones.
Varios hombres más se acercaron por la trinchera y se unieron a ellos. Walter abrió otra botella. Miró a aquellos hombres delgados, harapientos y sucios que empezaban ya a achisparse.
—¿Qué quieren los rusos?
Varios hombres contestaron:
—Tierra.
—Paz.
—Libertad.
—¡Más alcohol!
Walter sacó otra botella de la caja. Lo que en verdad necesitaban, pensó, era jabón, comida en abundancia y botas nuevas.
—Yo quiero irme a mi pueblo. Están repartiendo la tierra del príncipe y tengo que asegurarme de que mi familia reciba una porción justa —dijo Fiódor.
—¿Apoyáis a algún partido político? —preguntó Walter.
—¡A los bolcheviques! —contestó un soldado, y los demás lo aclamaron.
Walter estaba satisfecho.
—¿Estáis afiliados al partido?
Todos negaron con la cabeza.
—Yo antes apoyaba a los socialistas revolucionarios, pero nos han defraudado —intervino Fiódor—. Kérenski ha vuelto a instaurar la flagelación.
—Y ha ordenado una ofensiva en verano —añadió Walter. Frente a él veía una pila de cajas de munición, pero no hizo referencia a ellas por temor a desviar la atención de los rusos hacia la obvia posibilidad de que fuera un espía—. Lo hemos visto desde los aviones —añadió.
—¿Por qué necesitamos atacar? ¡Podríamos firmar la paz ahora mismo! —le reprochó Fiódor a Gávrik.
Se oyó un murmullo de acuerdo.
—Entonces, ¿qué haréis si os dan la orden de avanzar? —preguntó Walter.
—Habrá que reunir al comité de soldados para debatirlo —contestó Fiódor.
—No digas sandeces —intervino Gávrik—. A los comités de soldados ya no se les permite debatir órdenes.
Se oyó un rumor de descontento, y en uno de los extremos del grupo alguien masculló:
—Eso ya lo veremos, camarada sargento.
La congregación siguió creciendo. Tal vez los rusos tenían la capacidad de oler el alcohol a distancia. Walter ofreció dos botellas más. A modo de explicación a los recién llegados, dijo:
—El pueblo alemán desea la paz tanto como vosotros. Si no nos atacáis, nosotros no os atacaremos.
—¡Brindo por eso! —exclamó uno de los que acababan de unirse a ellos, y se oyeron algunos vítores.
Walter temía que el bullicio atrajera la atención de algún oficial, y se preguntaba cómo podía conseguir que los rusos bajaran la voz pese al aguardiente… pero ya era demasiado tarde. Una voz contundente y autoritaria bramó:
—¿Qué está pasando ahí? ¿Qué os traéis entre manos? —La muchedumbre se abrió para dejar pasar a un hombre corpulento ataviado con uniforme de comandante, que miró a Walter y le preguntó—: ¿Quién demonios eres tú?
A Walter se le encogió el alma. Sin duda, el deber de un oficial era hacerlo prisionero. Los servicios secretos alemanes sabían cómo trataban los rusos a los prisioneros de guerra. Ser apresado por ellos equivalía a ser condenado a morir lentamente de hambre y frío.
Se obligó a sonreír y ofreció al comandante la última botella que quedaba por abrir.
—Tome un trago, comandante.
El oficial no le hizo caso y se volvió hacia Gávrik.
—¿Qué cree que está haciendo?
Gávrik no se amedrentó.
—Los hombres no han cenado hoy, comandante, así que no podía negarles un trago.
—¡Debería haberlo apresado!
—No podemos apresarlo, ahora que nos hemos bebido estas botellas —repuso Fiódor; empezaba a arrastrar las palabras—. ¡No sería justo!
Los demás lo ovacionaron.
El comandante se dirigió a Walter:
—Eres un espía y debería volarte la maldita cabeza. —Se llevó una mano al revólver que llevaba enfundado en el cinturón.
Los soldados protestaron a gritos. El comandante seguía furioso, pero no dijo nada más; era evidente que no quería enfrentarse a sus hombres.
—Será mejor que me vaya —les dijo Walter—. Vuestro comandante es un poco antipático. Además, tenemos un burdel justo detrás de la primera línea, y hay una chica rubia con unas tetas enormes que debe de sentirse un poco sola…