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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

La caída (6 page)

BOOK: La caída
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Y esto es tan cierto que aun cuando ocurría que algunas no me procuraban sino un placer mediocre, así y todo yo trataba de reanudar mis relaciones con ellas, de cuando en cuando, ayudado probablemente por ese deseo singular que favorece la separación seguida de una complicidad de pronto renovada; pero también lo hacía para confirmar que nuestros lazos existían siempre y que sólo dependía de mí estrecharlos. A veces hasta les hacía jurar que no pertenecerían a ningún otro hombre, para acallar, así, de una vez por todas, mis inquietudes sobre ese punto. Sin embargo, mi corazón nada tenía que ver en estas inquietudes, ni siquiera tampoco mi imaginación. Una especie de pretensión se había en efecto encarnado en mí con tanta fuerza que me era difícil imaginar, a pesar de la evidencia, que una mujer, habiendo sido mía, pudiera alguna vez pertenecer a otro hombre. Pero ese juramento que ellas me hacían, al comprometerlas me liberaba. Puesto que no pertenecerían a nadie más, yo podía entonces decidirme a romper con ellas, lo que de otra manera me habría sido casi siempre imposible. La verificación, en lo tocante a ellas, la hacía de una vez por todas y mi poder quedaba asegurado por largo tiempo. Curioso, ¿no? Pues es así, querido compatriota. Unos gritan: "¡Ámame!"; los otros: "¡No me ames!" Pero cierta clase de hombres, la más desdichada, dice: "¡No me ames, pero permanéceme fiel!".

Sólo que, y ahí está la cosa, la verificación nunca es definitiva. Hay que volver a empezar con cada criatura. A fuerza de volver a empezar, uno contrae hábitos. Pronto el discurso se nos viene a la boca sin pensarlo, luego sigue el reflejo. Un día se encuentra uno en la situación de tomar una mujer sin desearla realmente. Créame, para ciertos seres, por lo menos, tomar lo que no desean es la cosa más difícil del mundo.

Eso fue lo que ocurrió un día y no viene al caso decirle a usted quién era ella. Le haré saber tan sólo que, sin llegar realmente a turbarme, me atraía por su aspecto pasivo y ávido.

Francamente todo fue mediocre, como no podía menos de esperarlo. Pero como nunca tuve complejos, me olvidé bien pronto de aquella mujer a la que no volví a ver. Yo pensaba que ella no se había dado cuenta de nada y ni siquiera me imaginaba que pudiera tener alguna opinión.

Por lo demás, a mis ojos su aire pasivo la separaba del mundo. Sin embargo, pocas semanas después vine a enterarme de que había confiado a un tercero mis insuficiencias. Inmediatamente sentí como si me hubieran engañado; no era tan pasiva como yo creía, no le faltaba facultad de juicio. Luego me encogí de hombros y procuré reírme de la cosa. Y hasta verdaderamente conseguí reírme; era claro que aquel incidente carecía de toda importancia. Si hay un dominio en que la modestia debería ser la regla, ¿no es el de la sexualidad, con todo lo que ella tiene de imprevisible? Pero no, es el de que consigue más, aun en la soledad. A pesar de mis encogimientos de hombros, ¿cuál fue en verdad mi conducta? Poco después volví a ver a aquella mujer; hice todo lo que era menester para seducirla y volver a poseerla verdaderamente. No me resultó muy difícil: a ellas tampoco les gusta quedarse en un fracaso. A partir de ese momento y sin quererlo claramente, me puse a mortificarla de, todas las maneras. La abandonaba y la volvía a tomar, la obligaba a entregarse en momentos y en lugares que no eran los apropiados, la trataba de modo tan brutal, en todos los aspectos, que terminé por pegarme a ella como me figuro que un carcelero se liga a su preso. Y esto ocurrió hasta el día en que, en medio del violento desorden de un doloroso y obligado placer, ella rindió homenaje en voz alta a lo que la sometía. Aquel día comencé a alejarme de ella. Desde entonces la olvidé.

Convendré con usted, a pesar de su cortés silencio, que esta aventura no es precisamente brillante. ¡Piense sin embargo en su vida, querido compatriota! Hurgue en su memoria y tal vez encontrará alguna historia parecida, que va me contará usted después. En cuanto a mí, cuando recordaba aquella aventura no dejaba de reírme. Pero me reía con una risa diferente, bastante parecida a aquella que había oído en el puente de las Artes. Me reía de mis discursos y de mis defensas. Más aún de mis defensas, por otra parte, que de mis discursos con las mujeres. A ellas, por lo menos, les mentía poco. El instinto hablaba claramente, sin evasivas, en mi conducta. El acto de amor es en verdad una confesión. En él grita ostensiblemente el egoísmo, se manifiesta la vanidad, o bien se revela allí una generosidad verdadera. Por último, en aquella lamentable historia, aún más que en mis otras intrigas, yo había sido más franco de lo que pensaba. Había dicho quién era y cómo podía vivir. A pesar de las apariencias yo era pues más digno en mi vida privada, aun cuando (y sobre todo por eso) me condujera como acabo de decírselo, que en mis grandes vuelos profesionales sobre la inocencia y la justicia. A lo menos, viéndome obrar con los seres yo no podía engañarme acerca de la verdad de mi naturaleza. Ningún hombre es hipócrita en sus placeres. ¿Leí esto en alguna parte, querido compatriota, o sencillamente lo pensé?

Cuando consideraba, pues la dificultad que tenia para separarme definitivamente de una mujer, dificultad que me llevaba a mantener tantas relaciones simultáneas, no hacía responsable de ello a la ternura de mi corazón. No era la ternura de mi corazón lo que me hacía obrar cuando una de mis amigas, habiéndose cansado de esperar el Austerlitz de nuestra pasión, hablaba de retirarse. Inmediatamente era yo quien daba un paso adelante, era yo el que hacía concesiones, el que se hacía elocuente. La ternura y la dulce debilidad del corazón eran cosas que yo despertaba en las mujeres en tanto que a mí no me quedaba sino la apariencia. Me sentía sencillamente un poco excitado porque se me había rechazado, un poco alarmado también por la posible pérdida de un afecto. A veces es verdad que me parecía sufrir realmente. Pero bastaba que la rebelde se marchara, para que la olvidara en seguida sin esfuerzo alguno, como la olvidaba, teniéndola junto a mí, cuando, en cambio, ella había decidido volver a mi lado. No, no era el amor ni la generosidad lo que me despertaba cuando me veía en peligro de que me abandonaran, sino únicamente el deseo de ser amado y de recibir lo que, según pensaba, se me debía. Apenas amado y apenas mi adversaria quedaba nuevamente olvidada, yo volvía a resplandecer, me sentía bien, me hacía simpático.

Observe usted que una vez que conseguía reconquistar un afecto tornaba a sentir su peso.

En ciertos momentos de impaciencia, me decía entonces que la solución ideal habría sido la muerte de la persona que me interesaba. Esa muerte habría fijado definitivamente los lazos que nos unían, por una parte, y por otra, habría quitado a esa mujer el carácter de obligación. Pero no puede uno desear la muerte de todo el mundo ni, en última instancia, despoblar el planeta para gozar de una libertad que no podía imaginar de otra manera. Mi sensibilidad se oponía a ello y también mi amor a los hombres.

El único sentimiento profundo que llegaba a experimentar en tales intrigas era la gratitud, cuando todo marchaba bien y cuando se me daba, al mismo tiempo que la paz, la libertar de ir y venir, que nunca me resultaba más agradable y alegre con unza mujer que cuando acababa de abandonar el lecho de otra, como si extendiera a todas las otras mujeres la deuda que había contraído poco antes con una de ellas. Cualquiera que fuera, por lo demás, la confusión aparente de mis sentimientos, el resultado que obtenía era claro: conservaba todos los afectos alrededor de mí para servirme de ellos cuando quisiera. De manera que no podía vivir de mi declaración misma, sino con la condición de que en toda la tierra todos los seres, o el mayor número posible de ellos, estuvieron vueltos hacia mí, eternamente vacantes, privados de vida independiente, prontos a responder a mi llamada en cualquier momento, consagrados por fin a la esterilidad hasta el día en que yo me dignara favorecerlos con mi luz. En suma, para que yo viviera feliz era necesario que los seres que elegía no vivieran de modo alguno. Debían recibir vida, muy de cuando en cuando, de mi capricho.

¡Ah, créame que en modo alguno me complazco en contarle todo esto! Cuando pienso en ese período de mi vida en el que exigía tanto sin dar nada yo mismo, en el que movilizaba a tantos seres para servirme de ellos, en que los ponía, por así decirlo, al hielo para tenerlos un día u otro a mano, de acuerdo con lo que me conviniera, no sé en verdad cómo llamar al curioso sentimiento que me invade.

¿No será vergüenza? Dígame, querido compatriota, ¿no quema un poco la vergüenza? ¿Sí?

Entonces tal vez se trate de ella o de uno de esos ridículos sentimientos ligados al honor. En todo caso me parece que ese sentimiento no hubo ya de abandonarme desde aquella aventura que encontré en el centro de mi memoria y cuyo relato ya no puedo diferir por más tiempo, a pesar de mis digresiones y de los esfuerzos de una inventiva a la que espero haga usted justicia.

¡Vaya, dejó de llover! Tenga usted la bondad de acompañarme hasta mi casa. Estoy cansado, extrañamente cansado. No por haber hablado, sino ante la sola idea de lo que todavía tengo que decir. ¡Vamos! Unas pocas palabras bastarán para describir mi descubrimiento esencial. ¿Por qué decir más? Para que la estatua quede desnuda los bellos discursos deben volar.

La cosa ocurrió así: aquella noche de noviembre, dos o tres años antes del atardecer en que creí oír unas carcajadas a mis espaldas, dirigiéndome a mi casa iba hacia la orilla izquierda del río por el puente Royal. Era la una de la madrugada. Caía una lluvia ligera, más bien una llovizna, que dispersaba a los raros transeúntes. Volvía yo de casa de una amiga, que seguramente ya dormía.

Me sentía feliz en esa caminata, un poco embotado, con el cuerpo calmo, irrigado por una sangre tan dulce como la lluvia que caía. En el puente pasé por detrás de una forma inclinada sobre el parapeto, que parecía contemplar el río. Al acercarme distinguí a una joven delgada, vestida de negro. Entre los cabellos oscuros y el cuello del abrigo veía sólo una nuca fresca y mojada a la que no fui insensible. Pero después de vacilar un instante, proseguí mi camino. Al llegar al extremo del puente tomé por los muelles en dirección de Saint-Michel, donde vivía. Había recorrido ya unos cincuenta metros más o menos, cuando oí el ruido, que a pesar de la distancia me pareció formidable en el silencio nocturno, de un cuerpo que cae al agua. Me detuve de golpe, pero sin volverme. Casi inmediatamente oí un grito que se repitió muchas veces y que fue bajando por el río hasta que se extinguió bruscamente. El silencio que sobrevino en la noche, de pronto coagulada, me pareció interminable. Quise correr y no me moví. Creo que temblaba de frío y de pavor. Me decía que era menester hacer algo en seguida y al propio tiempo sentía que una debilidad irresistible me invadía el cuerpo. He olvidado lo que pensé en aquel momento.

"Demasiado tarde, demasiado lejos… ", o algo parecido. Me había quedado escuchando inmóvil.

Luego, con pasitos menudos, me alejé bajo la lluvia. A nadie di aviso del incidente.

Pero ya hemos llegado. Ésta es mi casa, mi refugio. ¿Mañana? Sí, como usted quiera. Lo llevaré con mucho gusto a la isla de Marken. Verá el Zuyderzee. Nos encontraremos a las once en el Mexico-City. ¿Cómo dice usted? ¿Aquella mujer? ¡Ah, no sé, verdaderamente no sé! Ni al día siguiente ni en muchos otros días leí los periódicos.

Un pueblo de muñecas, ¿no le parece a usted? ¡La nota pintoresca no es precisamente lo que le falta! Pero no lo traje a esta isla por lo que ella tiene de pintoresco, querido amigo. Todo el mundo puede hacerle admirar cofias, zuecos, casas adornadas en las que los pescadores fuman tabaco fino en medio del olor de pintura encáustica. En cambio, yo soy uno de los pocos que puede mostrarle lo que aquí hay de importante.

Llegamos al dique. Tendremos que continuar para encontrarnos lo más lejos posible de estas casas demasiado graciosas. Sentémonos, ¿quiere usted? ¿Qué dice? ¿No es éste uno de los más hermosos paisajes negativos? Mire a nuestra izquierda, ese montón de cenizas que aquí llaman una duna, el dique gris a la derecha, la arena descolorida a nuestros pies y, frente a nosotros, el mar con color de lejía floja, y el vasto cielo, en el que se reflejan las pálidas aguas.

¡Un infierno blando, verdaderamente! Sólo líneas horizontales, ningún estallido, el espacio es incoloro, la vida, muerta. ¿No es éste un borrarse universal, la nada sensible a los ojos? ¡Y ningún hombre, sobre todo ningún hombre! Únicamente usted y yo, frente al planeta por fin desierto.

¿Que el cielo vive? Tiene usted razón, querido amigo. Se hace espeso, luego se horada, abre escaleras de aire, cierra puertas de nubes. Son las palomas. ¿No advirtió usted que el cielo de Holanda está lleno de millones de palomas invisibles, (tan alto vuelan), que baten alas, que suben y bajan con un mismo movimiento llenando el espacio celeste con olas espesas de plumas grisáceas, que el viento se lleva o trae? Las palomas esperan allá arriba, esperan todo el año, giran por encima de la tierra, miran hacia abajo, quisieran descender; pero aquí no hay más que mar y canales, techos cubiertos por letreros y ninguna cabeza donde posarse.

¿No comprende usted lo que quiero decir? Le confesaré que estoy cansado. Pierdo el hilo de mi discurso. Ya no tengo aquella claridad de espíritu a que mis amigos se complacían en rendir homenaje. Por lo demás, digo mis amigos por una cuestión de principios. Ya no tengo amigos; sólo tengo cómplices. En cambio, aumentó su número. Ahora son todo el género humano, y dentro del género humano es usted el primero. El que está presente es siempre el primero. ¿Que cómo sé que no tengo amigos? Pues es muy sencillo: lo descubrí el día en que pensé en matarme para jugarles una mala pasada, para castigarlos en cierto modo. Pero ¿castigar a quién? Al unos se habrían sorprendido, pero nadie se sentiría castigado. Entonces comprendí que no tenía amigos. Además, aun cuando los hubiera tenido, yo no habría adelantado más por ello. Si me hubiera suicidado y hubiera podido ver en seguida sus caras, entonces sí el juego habría valido la pena. Pero la tierra es oscura, querido amigo, la madera espesa, opaca la mortaja.

¿Los ojos del alma, dice usted? Sí, sin duda, si es que existe un alma y si es que ella tiene ojos.

Pero, mire usted, no se está seguro, nunca se está seguro. Si estuviéramos seguros, tendríamos una salida, podríamos al fin hacernos tomar en serio. Los hombres no se convencen de nuestras razones, de nuestra sinceridad y de la gravedad de nuestras penas, sino cuando nos morimos.

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