La caída (2 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

BOOK: La caída
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¿Sabe usted que en mi aldea, en el curso de una acción de represalia, un oficial alemán pidió cortésmente a una anciana mujer que tuviera a bien elegir de entre sus dos hijos al que habría de ser fusilado? Elegir, ¿se imagina usted? ¿A éste? No. A este otro. Y luego verlo partir.

No insistamos, pero créame que todas las sorpresas son posibles. Conocí a un hombre de corazón duro, que rechazaba toda desconfianza. Era pacifista, libertario; amaba con un amor único a toda la humanidad y a los animales. Un alma de excepción, sí, eso es lo cierto. Pues bien, durante las últimas guerras de religión en Europa se había retirado al campo. Sobre el dintel de su puerta había escrito estas palabras: "Cualquiera que sea el lugar de donde vengáis, entrad y sed bienvenidos." ¿Y quién le parece a usted que respondió a esta hermosa invitación? Milicianos, que entraron como en su propia casa y lo destriparon.

¡Oh, perdón, señora! Por lo demás, esta mujer no entendió nada. ¿Y toda esa gente que anda tan tarde por las calles, a pesar de la lluvia que no ha dejado, de caer desde hace días?

Felizmente, disponemos de ginebra, la única luz en estas tinieblas. ¿Siente usted la luz dorada, bronceada, que nos introduce en el cuerpo? A mí me gusta andar a través de la ciudad por la noche, sintiendo el calorcillo de la, ginebra: Suelo pasearme así durante noches enteras. Sueño o bien me hablo interminablemente. Como esta noche, sí; y temo aturdirlo un poco. Gracias, es usted muy amable. Pero es la superabundancia, que se desborda. Apenas abro la boca las frases me afluyen. Además, este país me inspira. Me gusta esta gente que hormiguea por las aceras, apretada en un pequeño espacio de casas y de agua, cercada por brumas, por tierras frías, y este mar humeante como una lejía. Me gusta esta gente porque es doble. Está aquí y está en otra parte.

¡Eso mismo! Al escuchar sus torpes pasos en el pavimento pringoso, al verlos andar pesadamente entre sus comercios atiborrados de dorados arenques y de joyas de color de hojas muertas, probablemente usted cree que esta noche ellos están allí, ¿no es así? Usted es como todo el mundo. Confunde a estas buenas gentes con una tribu de síndicos y de mercaderes, que cuentan sus escudos, así como sus posibilidades de vida eterna, y cuyo único lirismo consiste en tomar a veces, cubiertos por amplios sombreros, lecciones da anatomía, ¿no? Pero usted se engaña. Cierto es que andan cerca de nosotros, y sin embargo, mire usted dónde están sus rostros: en esta bruma de neón, de ginebra y de menta, que desciende de los letreros rojos y verdes. Holanda es un sueño, señor, un sueño de oro y de humo, más humoso durante el día, más dorado durante la noche; pero noche y día ese sueño está poblado por figuras de Lohengrin, como éstas que se deslizan ensoñadoramente en sus negras bicicletas de altos manubrios, cisnes fúnebres que ruedan sin tregua en todo el país, alrededor del mar, a lo largo de los canales.

Sueñan con la cabeza en medio de sus nubes broncíneas, ruedan en redondo, oran, sonámbulos en el incienso dorado de la bruma; ya no están aquí. Se marcharon a millares y millares de kilómetros, se marcharon a Java, la remota isla. Oran a esos dioses gesticuladores de la Indonesia, de que llenaron todas sus vitrinas y que ahora vagan por encima de nosotros, antes de incorporarse, como lujosos monos, a los letreros luminosos y a los techos en forma de escalera, para recordar a estos colonos nostálgicos que Holanda no es solamente esta Europa de mercaderes, sino también el mar, el mar que lleva a Cipango y a esas islas en que los hombres mueren locos y felices.

¡Pero me abandono demasiado; estoy haciendo la apología de Holanda! Perdóneme. Es la costumbre, señor, la vocación, y también el deseo que me anima de hacerle comprender esta ciudad y el corazón de las cosas. Porque aquí estamos en el corazón de las cosas. ¿Observó usted que los canales concéntricos de Ámsterdam se parecen a los círculos del infierno? El infierno burgués, naturalmente, poblado de malos sueños. Cuando uno llega del exterior, a medida que va pasando estos círculos, la vida, y por lo tanto sus crímenes, se hace más densa, más oscura. Aquí estamos en el último círculo, el círculo de los…, ah, ¿lo sabe? ¡Diablos, cada vez se me hace usted más difícil de clasificar! Quiere decir entonces que usted comprende por qué digo yo que el centro de las cosas está aquí, aunque nos encontremos en el extremo del continente. Un hombre sensible comprende estas singularidades. En todo caso, los lectores de periódicos y los fornicadores no pueden ir más lejos. Llegan de todos los rincones de Europa y se detienen alrededor del mar interior, en las arenas descoloridas de la playa. Escuchan las sirenas, buscan en vano la silueta de los barcos en medio de la bruma, luego vuelven a cruzar los canales y regresan a través de la lluvia. En todas las lenguas vienen a pedir, ateridos, ginebra en el Mexico-City. Allí los espero.

Será entonces hasta mañana, señor y querido compatriota. No, ahora encontrará sin dificultad su camino; me separaré de usted junto a ese puente. Por la noche nunca paso por un puente. Estas son las consecuencias de un voto. Suponga usted que alguien se arroje al agua. Hay dos posibilidades: o usted lo sigue, para salvarlo y, en la estación fría, corre usted el peor de los peligros, o bien lo abandona, y los impulsos reprimidos de zambullirse nos dejan, a veces, extrañas agujetas. Buenas noches. ¿Cómo? ¿Esas señoras que están detrás de aquellos escaparates? ¡Es el ensueño, señor! El ensueño barato, el viaje a las Indias. Esas señoras se perfuman con especias. Entra usted, ellas corren las cortinas y comienza la navegación. Los dioses descienden hasta los cuerpos desnudos y las islas derivan, dementes, tocadas con una cabellera pasmosa y desgreñada de palmeras bajo el viento. Pruébelo.

¿Qué es un juez penitente? ¡Ah; lo intrigué con el asunto!, ¿no? Pero, créame que no ponía ninguna malicia y que puedo explicarme con mayor claridad. En un sentido, esto forma parte de mis funciones. Pero primero tengo que exponerle ciertos hechos que lo ayudarán a comprender mejor mi relato.

Hace algunos años era yo abogado en París, y por cierto que un abogado bastante conocido. Desde luego que no le dije mi verdadero nombre. Tenía yo una especialidad: las causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse; aunque ignoro por qué, pues al fin de cuentas hay viudas aprovechadas y huérfanos feroces. Sin embargo, me bastaba husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción. ¡Y qué acción! ¡Una tormenta!

Verdaderamente era como para pensar que la justicia se acostaba conmigo todas las noches. Estoy seguro de que usted habría admirado la exactitud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y el calor, la indignación de mis defensas. La naturaleza me benefició en cuanto a la parte física. Adopto sin esfuerzo una actitud noble. Además, me sostenían dos sentimientos sinceros: la satisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio instintivo por los jueces en general. Ese desprecio; después de todo, acaso no fuera tan instintivo. Ahora sé que tenía sus motivos. Pero, considerado desde fuera, se parecía más bien a una pasión. No podemos negar que, por el momento, los jueces son necesarios, ¿no es así? Con todo, yo no podía comprender que un hombre se designara a sí mismo para ejercer esta sorprendente función. Yo lo admitía, puesto que lo veía; pero un poco como uno admite los saltamontes. La diferencia estaba en que las invasiones de esos ortópteros nunca me dejaron un centavo, en tanto que me ganaba la vida dialogando con gentes a las que despreciaba.

Pero lo importante era que yo estaba en el lado bueno y eso bastaba para lograr la paz de mi conciencia. El sentimiento del derecho, la satisfacción de tener razón, la alegría de poder estimarse uno mismo, son, querido señor, poderosos resortes para mantenernos en pie o para 'hacernos avanzar. En cambio, si usted priva a los hombres de estas cosas, los transformará en perros rabiosos. ¡Cuántos crímenes se cometieron sencillamente porque sus autores no podían soportar estar en falta! Conocí a un industrial que tenía una mujer perfecta, admirada por todos, y a la que él, sin embargo, engañaba. Ese hombre literalmente rabiaba por estar en falta, por encontrarse en la imposibilidad de recibir ni de darse un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer, más rabiaba él. Por fin su culpa llegó a hacérsele insoportable.

¿Qué cree usted que hizo entonces? ¿Dejar de engañarla? No. La mató. Y fue así como lo conocí.

Mi situación era más envidiable. No sólo no corría el riesgo de entrar en el campo de los criminales (en particular, no tenía ninguna posibilidad de dar muerte a mi mujer, puesto que era soltero), sino que además asumía la defensa de los criminales, con la única condición de que fueran asesinos buenos, así como otros son salvajes buenos. El modo mismo en que yo llevaba a cabo las defensas me procuraba grandes satisfacciones. Era realmente irreprochable en mi vida profesional. Por supuesto que nunca acepté sobornos; eso está fuera de cuestión. Tampoco me rebajé nunca a hacer personalmente diligencias. Más raro es el hecho de que jamás halagué a ningún periodista para tornármelo favorable, ni a ningún funcionario cuya amistad hubiera podido serme útil. Hasta tuve la oportunidad de que me ofrecieran dos o tres veces la Legión de Honor, que yo pude rechazar con una dignidad discreta, en la que encontraba mi verdadera recompensa. Por último, nunca hice pagar a los pobres, ni les hablé a voz en grito. No vaya a creer usted, querido señor, que me jacto de todo esto. Mi mérito era nulo: la avidez que en nuestra sociedad hace las veces de la ambición, siempre me divirtió. Yo apuntaba más alto; ya verá usted que la expresión es exacta en lo que me concierne.

Pero bien puede juzgar ya cuál era mi satisfacción. Gozaba de mi propia naturaleza y todos sabemos que en eso estriba la felicidad, aunque para aplacarnos mutuamente fingimos a veces que condenamos esos placeres tildándolos de egoísmo. A lo menos gozaba de esa parte de mi naturaleza que reaccionaba con tanta regularidad ante viudas y huérfanos, de suerte que a fuerza de ejercitarse terminaba por dominar toda mi vida. Por ejemplo, me encantaba ayudar a los ciegos a cruzar las calles. Cuando desde lejos descubría un bastón vacilante en la esquina de una calle, en un segundo me precipitaba hacia allí, me adelantaba a veces a la mano caritativa que ya se tendía, libraba al ciego de toda otra solicitud que no fuera la mía y con mano suave y firme lo conducía por el pasaje claveteado, entre los obstáculos de la circulación, hacia el puerto tranquilo de la acera donde nos separábamos con mutua emoción. Del mismo modo siempre me gustó dar indicaciones a los transeúntes, ofrecerles fuego, ayudar a empujar carritos demasiado pesados, a empujar un automóvil detenido por algún desperfecto, comprar el periódico que vendían los del Ejército de Salvación o las flores que ofrecía alguna vieja, aun sabiendo que ella las había robado en el cementerio de Montparnasse. También me gustaba, ¡oh!, y esto ya es más difícil de decir, me gustaba dar limosnas. Un gran cristiano amigo mío reconocía que el primer sentimiento que uno experimenta cuando ve que un mendigo se acerca a su casa es desagradable. Bueno, pues en mi caso era peor: yo desbordaba de júbilo. Pero dejémoslo.

Hablemos más bien de mi cortesía, que era célebre, y sin embargo indiscutible. La urbanidad me deparaba, en efecto, grandes alegrías. Si ciertas mañanas tenía la suerte de ceder mi lugar en el ómnibus o en el subterráneo a quien visiblemente lo merecía, si recogía algún objeto que una vieja señora había dejado caer y se lo devolvía con una sonrisa que yo sabía muy bien exhibir, o si sencillamente cedía mi taxi a una persona que llevaba más prisa que yo, mi jornada se hacía luminosa. Hasta me alegraba, también tengo que decirlo, por esos días en que, hallándose en huelga los transportes públicos, tenía yo ocasión de recoger en mi coche, deteniéndome en las paradas de los ómnibus, a algunos desdichados conciudadanos que no podían volver a sus casas. Abandonar en el teatro mi butaca para permitir que una pareja estuviera reunida, colocar durante un viaje las valijas de una joven en la red situada demasiado alta para ella, eran otras tantas hazañas que yo cumplía con mayor frecuencia que otros, porque prestaba más atención a las ocasiones de hacerlas, ya que de ellas obtenía placeres más sabrosos.

Se me tenía también por generoso, y en efecto lo era. Regalé mucho, tanto en público como en privado. Pero lejos de sufrir cuando me separaba de un objeto o de una suma de dinero, dar me procuraba constantes placeres, el menor de los cuales no era por cierto una especie de melancolía que a veces nacía en mí al considerar la esterilidad de esos regalos y la probable ingratitud que los seguiría. La exactitud en cuestiones de dinero me abrumaba y siempre atendía a ellas de mal humor. Era menester que fuera dueño de mis liberalidades.

Éstos no son sino pequeños rasgos que, empero, le harán comprender las continuas delectaciones que la vida, y sobre todo mi oficio, me ofrecía. Por ejemplo, verse detenido en los corredores del Palacio de Justicia por la mujer de un acusado a quien había defendido únicamente por justicia o por lástima, quiero decir, gratuitamente, oír murmurar a esa mujer que nada, nada podría pagar lo que yo había hecho por ellos, responder entonces que todo era perfectamente natural, que cualquiera hubiera hecho lo mismo, y hasta ofrecer una ayuda para pasar los malos días que habrían de venir, y luego por fin poner término a las efusiones de la pobre mujer, besarle la mano y dejar sencillamente el asunto allí, pues créame, querido amigo, eso es alcanzar un punto más alto que el de la ambición vulgar y elevarse a ese punto culminante en que la virtud sólo se nutro de sí misma.

Detengámonos un poco en esas cimas. Ahora comprende usted lo que yo quería decir cuando hablaba de apuntar más alto. Precisamente me refería a esos puntos culminantes, los únicos en que me es posible vivir. Sí, nunca me sentí cómodo sino en situaciones elevadas. Hasta en los detalles de la vida tenía necesidad de hallarme "por encima". Prefería el ómnibus al subterráneo, las calesas a los taxis, las terrazas a los entrepisos. Aficionado a los aviones deportivos, en los que uno va con la cabeza descubierta al cielo, en los barcos era yo también él eterno paseante de las toldillas. Cuando iba a la montaña huía de los valles encajonados para ganar las gargantas y las mesetas; por lo menos era el hombre de las alturas. Si el destino me hubiera obligado 'a elegir un oficio manual, plomero o tornero, tenga usted la seguridad de que me habría decidido por los techos y habría trabado amistad con los vértigos. Los pañoles, las bodegas, los subterráneos, las grutas, los abismos, me horrorizaban. Hasta había dedicado un odio especial a los espeleólogos que tenían el descaro de ocupar la primera página de los diarios y cuyas hazañas me repugnaban. Esforzarse por llegar a la cota 800, corriendo el riesgo de que la cabeza quede aplastada en una garganta rocosa (¡un sifón, como dicen esos inconscientes!), me parecía el acto propio de caracteres pervertidos o traumatizados. ¡En todo eso había algo de crimen!

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