Se sirvió un plato colmado y se acercó a Mary. La señora de ojos violeta le sonrió y le ofreció una cerveza. Se alejaron juntos de la mesa, balanceando los platos y los vasos de cerveza, hablando con las voces apagadas por el estruendo de los mariachis, en medio de los invitados que Mary seguía saludando.
—¿Cuál es el motivo de la fiesta? —preguntó Félix.
—Mi décimo aniversario de bodas —rió Mary.
—¿Tanto?
—Es muy poco.
—Es el mismo tiempo que llevamos sin vernos. Es mucho.
—Pero si a cada rato nos encontramos en cocteles, bodas y entierros.
—Quiero decir sin tocamos, Mary, como antes.
—Eso es fácil de remediar.
—Sabes que sólo me gusta tocarte, ¿verdad?
—¿Quieres decir que nunca me amaste? Lo sé muy bien. Yo tampoco.
—Algo más. Nunca te deseé.
—Ah. Eso es novedad.
—Sólo puedo tocarte sin desearte. Tocarte mucho, besarte, cogerte pero sin deseo. ¿Lo entiendes?
—No, pero me basta. Y me excita. Me gusta cómo me tocas. Diez años es mucho tiempo. Mira. Vete al hotel de paso que está aquí al lado. Deja tu coche afuera del bungalow para que pueda ver dónde te pusieron. Así yo entro al garaje con mi auto y corro la cortina. Espérame allí.
—Tengo una cita muy importante a las seis.
—No, si al rato me desaparezco. Abby ni se da cuenta. Míralo.
Félix no quiso mirar a un hombre del que jamás se acordaba y apretó el brazo de Mary.
—Y oye Félix —dijo Mary fingiendo desparpajo—, ya no soy la misma de antes, he tenido cuatro hijos.
Félix no dijo nada; se alejó de ella y Abby anunció con gestos agresivos e ilusorios pases por alto que se iban a torear cuatro vaquillas como fin de fiesta. Se rasuraba mal; tenía varias pequeñas cortadas en el mentón.
Cuando todos se fueron hacia el ruedo taurino junto al restaurante, Félix salió y condujo su auto hasta el hotelito vecino. Siguió las indicaciones de Mary y se instaló en una recámara de sábanas mojadas y olor de desinfectantes. Seguramente se durmió un rato. Lo despertaron las agruras y los palpitos. Momentáneamente se imaginó a la orilla del mar, lejos de la altura de la ciudad de México, dirigiendo normalmente en un paraíso imposible de comidas breves, sencillas y a horas fijas.
Por la ventana del bungalow entraron los olés de la placita de toros. Imaginó a Abby toreando con gestos agresivos, cara colorada y hermosas manos escondidas por un trapo rojo. Sin duda era el primer torero judío. Poca gente sabe que México recibió a muchos fugitivos de la Europa hitleriana que se asimilaron sin dificultad a las costumbres e incluso a los ritos hispanomexicanos, como si sintieran nostalgia de la expulsión de España. Rió. Un judío en un ruedo, frente a un burel bufante, era la venganza sefardita contra Isabel la Cató lica.
También imaginó a Mary sentada en las gradas, mirando los desplantes absurdos de su marido. No la deseó. Necesitaba verla para tocarla cuanto antes. La relación física con Mary no toleraba ni el tiempo de un sueño ni el espacio de una separación. No toleraba el deseo.
El aguacero comenzó cuando Félix Maldonado, eructando dolorosamente, manejaba su auto por la Avenida Universidad. Era una lluvia vespertina de trópico alto, un chubasco reservado para la selva virgen y que sólo gracias a una perversidad del relieve venía a azotar una friolenta meseta de más de dos mil metros de altura.
Ningún clima templado vería jamás una cortina de agua como la que esa tarde, parda y humeante, azotó los parabrisas del Chevrolet de Félix. Los limpiadores se negaron a funcionar. Félix tuvo que bajar para ponerlos en marcha con la mano, bajo la lluvia. Mientras se empapaba, rió un poco pensando en Abby aguado, las vaquillas mojadas, la corrida frustrada y Mary inmóvil bajo la lluvia mirando las montañas violetas como sus ojos.
Consultó nerviosamente su Rolex cuando estacionó el auto en el sótano de la Secretaría. Las seis y diez, diez minutos de retraso, se repitió cuando tomó el ascensor manejado por el hombrecito que lo saludó amablemente, como si lo reconociera. No; simplemente reconocía a todo el mundo, era su obligación cuando manejaba el ascensor. Fuera de las horas de servicio, les correspondía a los demás reconocerlo.
Félix salió del elevador y llegó caminando de prisa, mojado y sin aliento a la antesala del Director General. La secretaria era una rubia oxigenada, opulenta, de busto alto y nalga apretada. Se pintaba de negro los lunares rojos de la cara.
—Qué tal, licenciado.
Félix cerró los ojos. Con un gran esfuerzo recordó, esta es Chayo, la presumida, de la que hablaban dos secretarias envidiosas esta mañana, frente a la ventanilla de pagos.
—Quihubo, Chayo.
Esperó la reacción de la secretaria. No hubo ninguna. Era imposible saber si lo reconocía o no.
—Tengo cita con el Director General.
Chayo afirmó con la cabeza:
—¿Gusta sentarse y esperar tantito?
—El vicio latino de llegar tarde me enferma, Chayito —dijo Maldonado cuando se sentó—, me molesta a mí mucho más que a las personas a las que yo hago esperar, ¿me entiende usted?
Chayo volvió a decir que sí con la cabeza y siguió tecleando al ritmo del chicle que mascaba o viceversa. Se escuchó un timbre y la señorita Chayo se levantó meneando el busto en vez de las caderas que la faltaban y le dijo a Félix si gusta pasar. Maldonado la siguió por un largo corredor forrado de cedro y adornado con fotos de los antiguos presidentes de la República a partir de Ávila Camacho.
Chayo apretó tres veces un botón rojo opaco junto a una puerta. El botón se iluminó y la secretaria empujó suavemente la puerta. Félix entró al despacho de luces bajas del Director General. Chayo desapareció y la puerta se cerró.
Félix tuvo dificultad en ubicar al Director General en la vasta penumbra del despacho sin ventanas, voluntariamente sombrío, donde los escasos focos parecían dispuestos para deslumbrar al visitante y proteger al Director General, cuya fotofobia era bien conocida.
Al cabo, Félix pudo distinguir el reflejo de los anteojos ahumados, unos
pince-nez
que sólo el Director General se atrevía a usar. Como que habían sido el
trademark
del villano número uno de la historia moderna de México, Victoriano Huerta. Pero el Director General tenía la excusa de sufrir fotofobia.
La voz de su anfitrión lo guió; también otro fulgor, el de un anillo matrimonial de oro. La mano pálida lo invitó, tome asiento, licenciado, se lo ruego, aquí mismo, frente a mí, en la mesa.
Félix buscó atropelladamente el lugar indicado por el Director General y dijo también de manera precipitada:
—Le ruego que me perdone. La falta de puntualidad me vuelve loco. Me imagino en el lugar del que me espera y me odio como odio a los que me hacen desesperar esperando.
El Director General rió huecamente. Tenía una risa seca, lúe se detenía repentinamente en el punto más alto del regocijo. Una vez más, el Director General pasó sin transición de la risa a la severidad:
—Sabemos que es usted muy puntual, licenciado Maldonado. Es usted un hombre de muchas virtudes. Algunos dicen que demasiadas.
—¿Para alcanzar una posición económica y social más sólida, como dijo usted hace rato?
—Por qué no. Le repito: comprenda que queremos ayudarlo. Déjese desconocer.
—Señor Director, no entiendo una palabra de lo que me dice. Es como si le hablara usted a otra persona, de plano.
—Es que usted
es
otra persona. No se queje, hombre. Tiene tantas personalidades. Pierda una y quédese con las demás. ¿Qué más le da?
—No entiendo, señor Director. Lo que me inquieta de todo este asunto es sólo esto, que usted me habla como si yo fuese otro.
—¿No recuerda usted el tema mismo de esta entrevista? ¿No será que usted ha olvidado de qué le estoy hablando?
—¿Eso sería grave?
—Sumamente.
—¿Qué me recomienda?
—No haga nada. Estése tranquilo. Las situaciones se presentarán. Si usted es inteligente, se dará cuenta y obrará en consecuencia.
El Director General se incorporó, perdiéndose en las alturas de la sombra. Las luces sólo iluminaron su vientre flaco y la mano en reposo cordial sobre los botones del chaleco.
—Y recuerde bien esto. No nos interesa usted. Nos interesa su nombre. Su nombre, no usted, es el criminal. Buenas noches, señor licenciado…
—Félix Maldonado —dijo agresivamente Félix.
—Cuidadito, cuidadito —se fue apagando la voz hueca del Director General.
Félix se detuvo con la mano en la perilla bronceada de la puerta y preguntó sin voltear a ver a su superior:
—Ya se me andaba olvidando. ¿Qué crimen se le invita o se le obliga a cometer el tercero en jerarquía?
—Eso le toca averiguarlo al interesado —dijo la voz hueca, lejana, como de grabación, del Director General.
En seguida añadió:
—No manipule la perilla. Es sólo de adorno.
Apretó un botón y la puerta se entreabrió electrónicamente Ni esa libertad me dejó, ni la puerta pude abrir, me tenebroseó de a feo, como títere se sintió Félix y se fue sin mijar a los ojos de la señorita Chayo.
Manejó rendido por la fatiga de la Secretaría a su apartamento en la Colonia Polanco. Quiso recordar la conversación con el Director General, era fundamental no olvidar un solo detalle, reconstruir fielmente cada una de las palabras pronunciadas por el superior. Aletargado, Félix se asustó, se pellizcó un muslo como para mantenerse despierto y evitar un accidente. Debería tomar un café antes de salir a la cena. Volvió a pellizcarse. ¿Con quién acababa de hablar? ¿Qué le había dicho? Abrió apresuradamente la ventanilla. Entró el aire barrido y frío de las primeras horas después de la lluvia.
Tocó tres veces el claxon para anunciarle su llegada a Ruth. Era una vieja y cariñosa costumbre. Estacionó frente al condominio de doce pisos. Subió al noveno. Quizás debería contar las veces que subía y bajaba diariamente en un elevador. Quizá le haría falta un uniforme de lana gris con botonadura de bronce y las iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Quizá sólo así lo reconocerían en la oficina de ahora en adelante.
Dijo varias veces en voz alta, Ruth, Ruth, al entrar al apartamento. ¿Por qué necesitaba anunciarse desde la calle y ahora al entrar, si sabía perfectamente que Ruth estaba enojada, metida en la cama, esperándolo, fingiendo que no, hojeando una revista, con la televisión prendida sin ruido, vestida con camisón y mañanita de seda, como si se dispusiera a dormir temprano pero no era cierto, no se había quitado el maquillaje, no se había embarrado las cremas, estaba disponible, la podía persuadir aún de que la acompañara a casa de los Rossetti?
Antes de abrir la puerta de la recámara, miró la reproducción tamaño natural del autorretrato de Velázquez que colgaba en el vestíbulo. Era una broma privada que tenían él y Ruth. Cuando vieron el original en el Museo del Prado, los dos rieron de esa manera nerviosa con que se rompe la solemnidad de los museos y no se atrevieron a decir que Félix era el doble del pintor. «No, Velázquez es tu doble», dijo Ruth y a la salida se compraron la reproducción. Abrió la puerta de la recámara. Ruth estaba acostada mirando la televisión. Pero no se había peinado y se desmaquillaba con kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos abiertos y la máquina de afeitar:
—Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.
Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados, la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español hijo de todos los pueblos que pasaron por la península, celtas, griegos, fenicios, romanos, hebreos, musulmanes, godos, Félix Maldonado, una cara del Mediterráneo, pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso, ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos negros que serían redondos, casi sin blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y naranjas.
—No vas a estar lista, repitió en voz alta. Yo nada más me rasuro, me doy un regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta llegar con retraso.
Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix cerró los grifos y desconectó la máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas dos palabras y las estuvo repitiendo bajo la ducha. Paciencia y piedad, mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba abundantemente con Royall Lyme, se untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado, de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara, Sara Klein.
Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?
—Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos sucios. A mí me toca recogerlos.
—Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.
—Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.
—No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.
Ruth le arrojó con furia el ejemplar de Vogue que había estado hojeando. Félix lo esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas, matando a los pollitos.
—¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.
—Abochornan o ponen en aprietos, pochita —dijo con ligereza Félix.
—¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! —gritó Ruth y Felix rió: