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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

La cabeza de la hidra (24 page)

BOOK: La cabeza de la hidra
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El director General, con los brazos siempre cruzados, echó hacia atrás la cabeza y permitió que la ensoñación penetrara la oscuridad de sus espejuelos.

—«Ved cómo todos ofrecen sus servicios al señor Timón. Su vasta fortuna subyuga a toda clase de corazones y los apropia para su tendencia.» ¿Cito mal, señor licenciado? Perdón. Mi formación no fue anglosajona como la suya y de su patrón, sino francesa, de tal suerte que prefiero los alejandrinos al verso blanco.

—Se equivoca de pájaros —dijo Félix escupiendo, entrenando su lengua para que volviera a reunirse correctamente con los dientes y los labios, Shakespeare compara a Timón con el vuelo del águila, directo y audaz.

—No se me vuelva demasiado elocuente —rió el Director General—. Simplemente deseo indicar que si Timón es poderoso y paga bien, nosotros somos más poderosos y pagamos mejor. Y admito tranquilamente, ¿sí?, que su patrón nos ganó el anillo. Pero su pérdida es un factor secundario. Este pequeño drama, ¿ve usted?, tiene dos actos. Acto primero: Félix Maldonado frustra involuntariamente nuestra misión. Acto segundo: Diego Velázquez, también involuntariamente, nos conduce a la madriguera de un servicio de espionaje que pese a nuestros esfuerzos no podíamos ubicar ni conectar con ninguna dependencia oficial del gobierno mexicano. De tal suerte que todos los pecados, los suyos y los míos, nos serán perdonados porque al cabo, gracias a usted, obtuvimos algo mejor que el anillo: el hilo que nos permitió llegar hasta Timón de Atenas.

—Tienen ustedes buenos escuchas telefónicos, pero nada más —dijo Félix con un rostro fatalmente impasible. Cualquiera puede grabar una conversación telefónica y jugar con los nombres propios.

—¿Quiere una prueba de mi buena fe, amigo Velázquez?

—Deje de llamarme así, carajo.

—Ah, es que ése es un nombre propio con el cual no me atrevo a jugar. Exíjame una prueba de confianza y se la daré con gusto.

—¿Quién está enterrado con mi nombre?

—Félix Maldonado.

—¿Cómo murió?

—Eso ya se lo dije en la clínica. ¿Por qué insiste en quedarse en el primer acto? Pase al segundo. Es mucho más interesante, se lo aseguro. Sea más audaz, mi amigo.

—¿Por qué murió?

—Hombre, también eso se lo conté. Atentó contra la vida del señor Presidente.

—No salió una palabra en los periódicos.

—Nuestra prensa es lo más controlable del mundo.

—No sea idiota. Había demasiada gente.

—Cuidado con las palabras feas. Bastante fea está su boca. Puede verse menos bonita aún, se lo aseguro, ¿cómo?

—¿Qué pasó realmente esa mañana en Palacio?

—Nada. Félix Maldonado sufrió un desmayo imprevisto cuando se le acercó el señor Presidente. Fue motivo de bromas para todos, menos para el señor Presidente.

—¿Cuál era el plan de ustedes?

—El que le dije a Maldonado en mi despacho, ¿sí? Préstenos su nombre. Sólo queremos su nombre. Necesitamos un crimen y un crimen necesita el nombre de un hombre. Usted se interpuso con su desmayo imbécil. No hubo crimen, aunque sí criminal.

—Es decir, ustedes pretendían realmente matar al Presidente y colgarme el muertito.

—Permita que no conteste a esa pregunta inconsecuente, ¿cómo?

—Me pidió preguntas difíciles. Se las estoy haciendo.

—Muy bien, pero no me negará la elegancia de una elipsis, ¿sí? Le mostré al señor Presidente la.44 que Maldonado traía en el bolsillo. Es una automática efectiva, fácil de esconder.

—Que le fue puesta a Maldonado en el bolsillo por Rossetti cuando Maldonado se desmayó y ustedes lo sacaron cargado del Salón e hicieron aparecer la pistola por arte de magia —dijo Félix rogando que sus palabras fuesen a la vez imprevistas y certeras pero derrotado de antemano por el temblor de su voz al referirse a sí mismo en la tercera persona.

La inseguridad no escapó a la atención del Director General.

—Si usted quiere. Había que salvar algo del naufragio, ¿cómo? Comentamos con el Primer Mandatario que Félix Maldonado era un judío converso y los conversos sienten gran necesidad de demostrar su celo para ser admitidos sin reservas en el seno de la nueva familia. Invoqué el caso en reversa. Recordé cómo se comportó el judío español Torquemada cuando se convirtió al catolicismo.

—¿Qué ganaba con todo ese rollo?

—¿Me lo pregunta en serio?

—Sí, porque no creo que el Presidente se haya tragado esas paparruchas.

—No se trataba de eso. Por culpa de Maldonado, fracasó el Plan A.

—Que era asesinar al Presidente.

—Passons
. Aplicamos de inmediato el Plan B, que consistía en sembrar una simple sospecha en el ánimo del Presidente: ¿había pagado Israel a un agente para que eliminara físicamente al Presidente de México?

—¿Para qué? Generalmente, les basta con un boycott del turismo judío norteamericano, cuando quieren apretarnos las tuercas.

—Usted es libre de imaginar todos los guiones probables.

—Pero en todos ellos, Félix Maldonado aparecía como el chivo expiatorio ideal.

—Le repito: sólo el nombre, no el hombre. Pero en fin. Usted lo sabe tan bien como yo. No existen en México contrapesos al poder presidencial absoluto. Se requiere una gran ecuanimidad para ejercerlo sin excesos lamentables. Pero por lo general, ¿cómo se entera el pobre hombre de lo que realmente sucede? Vive aislado, sin más información que la que le dan sus allegados. Los presidentes que salen a oír a la gente son muy raros. La regla es que, poco a poco, la corte aisla al Presidente y también paulatinamente, ¿cómo?, el Presidente se acostumbra a oír sólo lo que desea escuchar y los demás a decírselo. De allí al reino del capricho, sólo hay un paso.

El Director General suspiró, como si se dispusiera a dictarle una lección a un niño demasiado obtuso.

—La primera regla de una política tan barroca como la mexicana es la siguiente: ¿para qué hacer las cosas fáciles si se pueden hacer complicadas? De allí la segunda regla: ¿para qué hacer las cosas bien si se pueden hacer mal? Y la tercera, que es el corolario perfecto: ¿para qué ganar si podemos perder?

Se quitó cuidadosamente los pince-nez y con ellos el parecido a Victoriano Huerta, pero al contrario de lo que sucedía con Bernstein, su mirada sin espejuelos no desfallecía; ganaba, acaso, en intensidad rasgada, verdosa.

—Los norteamericanos siguen el consejo de Thoreau, simplificad, simplificad, y su corolario es que nada tiene más éxito que el éxito mismo. Su política es transparente en el bien y en el mal; en eso se parecen un ángel bobo como Eisenhower y un demonio perverso como Dulles. Pero el que se mete a Maquiavelo termina ahogado en Watergate, ¿cómo? En cambio, no hay político mexicano dispuesto a creer que las cosas simples lo sean; sospecha gato encerrado. Existe un explicable complejo defensivo nacional; México, para seguir con las asociaciones felinas, es un gato demasiadas veces escaldado. Hay que sospechar de todo y de todos y eso lo complica todo y nos complica a todos,
hélas
!

—¿El Presidente ordenó que me encarcelaran, me aplicaran la ley fuga y me enterraran?

—No fue necesario. Bastó con que un Secretario de Estado allí presente pidiera que se investigara a Félix Maldonado para que el Subsecretario corriera a la red privada a ordenarle al director de la policía secreta que lo detuviera y nosotros, gustosamente, entregamos el cuerpo de un hombre desvanecido a los agentes de la secreta, quienes interpretaron a su manera, aunque con una ayudadita nuestra, el pensamiento presidencial; en vista de la naturaleza del crimen le pasaron la papa caliente a las autoridades del Campo Militar, diciendo que eran instrucciones del señor Presidente, el cual, en realidad, nunca dijo esta boca es mía. Perdón por el retruécano. La boca sólo fue mía, ¿cómo? Fui esa noche al Campo Militar y me dirigí al oficial de guardia, un mero comandante, diciendo que venía de parte de la Presidencia de la República a conversar con el detenido. Tengo credenciales suficientes. Fuimos a la celda donde yacía Maldonado.

Interrumpió su relato para subrayar con toda intención el verbo.

—Dije bien yacía. El pobre ya estaba muerto, envuelto en una cobija bastante burda, apenas digna de un recluta. Imagínese la confusión de un oficial segundón con el cadáver de un presunto magnicida en sus manos. Le comenté que en estos casos hay que hacer virtud de necesidad. Le sugerí que podía hacer méritos balaceando al cadáver por la espalda y alegando la ley fuga. Por supuesto, aceptó mi sugerencia como una orden de hasta arriba. De paso, la aplicación de la ley fuga me eximía de toda responsabilidad en la muerte de Maldonado, la trasladaba directamente al comandante de guardia y como éste comprometía con su acción a todo el Ejército Nacional, ni modo. Se guardó el secreto público pero todo quedó aclarado y aceptado en las altas esferas. Entierro discreto al día siguiente, tras de informar a los deudos que un súbito síncope, etcétera. Finis Félix Maldonado. Los maliciosos siempre dirán que lo mató la emoción de ver de cerca al señor Presidente. Tal es el amable recorrido que nos lleva de una simple sospecha expresada ante el señor Presidente y recogida por sus colaboradores a una brutal decisión de un oficial menor del ejército, antes de elevarnos al digno dolor de la ceremonia en el Panteón Jardín, ¿sí?

—¿Cómo se llama el infeliz al que le pasó todo esto?

—Félix Maldonado. Era realmente un infeliz. Mediocre en todo. Mediocre economista, mediocre burócrata, mediocre tenorio. Sí, un pobre diablo.

El Director General miró con ferocidad juiciosa a Félix.

—Velázquez, ponga en un platillo de la balanza la miserable insignificancia de Maldonado y en la otra una crisis interna de repercusiones internacionales. Verá que no debemos llorar por alguien como Félix Maldonado.

Volvió a colocarse los espejuelos ahumados.

—En cambio, debemos preocuparnos por el licenciado Diego Velázquez. Félix Maldonado no aceptó nuestra oferta y ya ve cómo le fue. A Diego Velázquez le espera todo: un puesto oficial con aumento considerable de salario, comisiones jugosas, viajes al extranjero con viáticos generosos, todo lo que pueda desear.

Félix sentía la cara como un nudo.

—Tengo una mujer, ¿recuerda?

Tuvo que adivinar la mirada invisible pero intrigada del Director General.

—Por supuesto. Y ahora podrán tener todos los hijitos que Dios quiera mandarles, ¿cómo?

—Seguro. Una bola de hijitos de la chingada que se llamarán todos Maldonado.

El Director General no tuvo que golpear a Félix; le bastó acercar el rostro verdoso, impreso para siempre en hondas comisuras y huesos próximos a la imagen de la muerte, sí no a la muerte misma, aunque el aliento que salía por las aletas anchas de la nariz y los labios largos, sin carne, parecidos a dos navajas de canto, sí venía de una tumba interna capaz de hablar con una amenaza peor que cualquier tranquiza de Simón Ayub.

—Óyeme bien. Lo único cierto de esta aventura es que tú nunca sabrás si eres el verdadero Félix Maldonado o el que por órdenes nuestras te sustituyó. ¿Quieres seguir negando que eres un hombre enterrado en el Panteón Jardín? Regresa al momento en que despertaste en la clínica y pregúntate si puedes asegurar que entonces sabías quién eras. Habrá para siempre un antes y un después en tu vida. Un abismo los separa y nunca podrás salvarlo, ¿me entiendes bien? De ahora en adelante, lo que puedas saber de tu pasado quizás sea sólo lo que nosotros, benévolamente, querramos enseñarte. ¿Cómo podrás saber la verdad?

—Ruth… —murmuró Félix hipnotizado por la voz de muerte, la mirada de muerte, el gesto de muerte de este hombre inasible como una serpiente embarrada de aceite.

—Te lo aseguro —continuó el Director General sin oír a Félix—, cada vez que pienses en el pasado de Félix Maldonado, estarás recordando algo que yo te enseñé mientras estabas inconsciente en el hospital. Y mientras vivas el presente de Diego Velázquez, sólo sabrás de él lo que yo te diga sobre él. Cada opción te remitirá a un contrario imposible. Si eres el de ayer, ¿puedes asegurar dónde comenzó tu hoy? Si eres el de hoy, ¿puedes saber dónde terminó tu ayer? No hay salida para ti, hagas lo que hagas, vayas a donde vayas. Félix Maldonado fue un infeliz que frustró mis planes perfectamente concebidos. Diego Velázquez cargará la maldición de esa culpa.

Félix buscó en vano el sudor en la frente del Director General; la intensidad de sus palabras era como su aliento, mortalmente frío. El alto funcionario se recompuso, se alejó de Félix y se incorporó plenamente.

—El pobrecito de Félix Maldonado es un hombre ideal, no por sus discutibles méritos, sino porque no es. Seguirá muerto para que podamos seguirlo utilizando. Su propio jefe está de acuerdo.

Hizo un gesto despreciativo con la mano, pidiéndole a Félix que se incorporara.

—Ahora sígame, señor licenciado. Le ofrezco llevarlo en mi automóvil.

Félix se puso de pie. Se sintió mareado y débil. Apoyó un instante las manos sobre el respaldo de la silla. El Director General le dio la espalda y encendió de manera deliberada un cigarrillo, tapando con una mano el fulgor intolerable del briquet. Félix cayó de cuclillas, enchufó el reflector con el que Ayub y sus gorilas lo torturaron y la luz blanca, congelada como el aliento de hombre que encendía un cigarrillo frente al ojo sin párpados del reflector, cegó al Director General con un aullido de dolor.

Se tapó la cara con las manos, el briquet pegó contra el piso de cemento y el cigarrillo le rodó, desamparado y desparramando un minúsculo simulacro de lava, por el pecho.

—Lo sigo —dijo Félix aplastando el cigarrillo con el talón.

El Director General suprimió los borbotones agónicos de su grito inicial. Se agachó para buscar y encontrar, a tientas, el encendedor y se reincorporó con toda su dignidad recuperada.

—Sea mi huésped —le dijo a Félix Maldonado.

37

La puerta de metal se cerró detrás de ellos. Caminaron por una galería de vidrio y fierro ventilada por chiflones de frío nocturno; olía a lluvia reciente.

Descendieron por unos escalones de fierro a un garage donde se encontraba estacionado un viejo Citroën de los años cincuenta, negro, largo y bajo. El Director General abrió la puerta y con un gesto silencioso le pidió a Félix que subiera.

Maldonado entró a la imitación de un ataúd de lujo. Su anfitrión le siguió y cerró la puerta. Se instaló mullidamente, con un suspiro, y tomó la bocina negra que colgaba de un gancho de metal.

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