La Biblioteca De Los Muertos (41 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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—¿Estás segura de esa mierda que has dicho?

—Al cien por cien.

—¿Qué clase de compañía?

Sí, aún podía ser peor.

—Seguros de vida.

Los pasillos del Laboratorio de Investigación Principal estaban vacíos, lo cual amplificaba el efecto del eco. Para aliviar la tensión, Malcolm Frazier tosió y jugó con el rebote acústico. Aunque no le estuviera escuchando nadie, gritar o cantar al estilo tirolés no le habría parecido digno. Durante el día, como jefe de Operaciones de Seguridad de la NTS-51, recorría los subterráneos con un deambular chulesco que intimidaba a propios y extraños. Le gustaba que le tuvieran miedo, y no lamentaba que sus vigilantes fueran universalmente odiados. Eso significaba que hacían bien su trabajo. ¿Cómo mantener el orden si la gente no tenía miedo? La tentación de explotar aquella baza era demasiado grande para esos técnicos cretinos. Le parecían despreciables, y siempre sentía un arrebato de superioridad cuando los veía por el escáner, gordos y sebosos, o delgados y débiles, jamás en forma y con una buena musculatura como los de su equipo. Shackleton, lo recordaba perfectamente, era delgado y débil, podría partirlo como partiría un tablón de madera podrida.

Se metió en el ascensor especial y lo activó con su llave de acceso. El descenso era muy suave, apenas perceptible; cuando salió, estaba solo en la Cripta. Cualquier movimiento pondría en marcha un monitor vigilado por uno de sus hombres, pero él tenía permiso para estar allí, conocía los códigos de entrada y era una de las pocas personas autorizadas a atravesar aquellas pesadas puertas de acero.

La Cripta tenía un poder visceral. Frazier sintió que la espalda se le tensaba como si le hubieran metido una barra de hierro por la columna. Se le hinchó el pecho y se le aguzaron los sentidos; su percepción de la profundidad —incluso con aquella tenue luz azul y fría— era tan fina que casi veía en tres dimensiones. Algunos hombres se sentían minúsculos ante la vastedad de aquel lugar, pero a él la Cripta le hacía sentirse enorme y poderoso. Y esa noche, en medio del mayor fallo del sistema de seguridad en la historia de Área 51, necesitaba estar allí.

Se internó en aquella fría y deshumidificada atmósfera: un par de metros, cuatro, diez, veinte, treinta. No tenía previsto recorrerla de punta a punta, no tenía tanto tiempo. Solo se adentró lo necesario para sentir en toda su magnitud su techo abovedado y sus dimensiones de estadio. Un dedo de su mano derecha acarició una de las cubiertas. El contacto con los libros no estaba permitido, pero tampoco es que estuviera sacándolo del estante... era solo una reafirmación.

El cuero era frío y suave, del color del ante moteado. En el lomo llevaba grabado el año: 1863. Había hileras enteras dedicadas a 1863. La guerra civil. Y sabría Dios lo que había pasado en el resto del mundo. El no era historiador.

En un lado de la Cripta había una estrecha escalera que llevaba hasta una pasarela desde la que se podía ver el panorama al completo. Fue allí y subió a lo más alto. Había miles de estanterías de metal gris que se perdían en la distancia, cerca de setecientos mil gruesos libros de cuero, unos doscientos cuarenta mil millones de nombres inscritos. Estaba convencido de que la única manera de entender lo que significaban esos números era estar donde él estaba e interiorizarlos con tus propios ojos. Hacía tiempo que toda esa información había sido almacenada en discos, y si eras uno de esos técnicos cretinos es probable que te impresionaran todos esos terabits de datos, o alguna chorrada como esa, pero nada era como estar en la Biblioteca. Se agarró a la barandilla, se asomó y respiró profunda y lentamente.

A Nelson Elder la mañana le estaba yendo fenomenal. Sentado a su mesa favorita en la cafetería de la compañía, atacaba una tortilla de claras de huevo y leía el diario de la mañana. La carrera, la ducha de vapor y la resucitada confianza en el futuro hacían que se sintiera con energías renovadas. De todas las cosas de su vida que podían afectar a su humor, las acciones de Desert Life era lo único que realmente le importaba. En el último mes habían subido un 7,2 por ciento, experimentando un ascenso del 1,5 por ciento el día anterior a la actualización del analista. Era demasiado pronto para que la locura de Peter Benedict afectara a su línea de flotación, pero estaba claro que denegar el seguro de vida a los solicitantes que tuvieran una fecha de muerte inminente y ajustar las primas de aquellos con un horizonte de mortandad intermedio a los riesgos que comportaba convertiría su compañía en la gallina de los huevos de oro.

Para colmo, los resultados de los coqueteos de Bert Myers con el lado oscuro de los fondos de inversión de Connecticut estaban a la vuelta de la esquina, con unos rendimientos del 10 por ciento en julio. Elder traducía sus valores en alza en el uso de un tono mucho más agresivo con los inversores y los analistas de resultados, y Wall Street se percataba de ello. La opinión acerca de Desert Life estaba cambiando.

No le importaba cómo ese perro verde de Benedict conseguía acceder a esa mágica base de datos ni de dónde procedía, ni tan siquiera cómo era posible. El no era ningún filósofo de la moral. Lo único que le importaba era Desert Life, y ahora contaba con un margen que ninguno de sus competidores podría igualar. Le había pagado a Benedict cinco millones de dólares de su propio bolsillo para evitar que sus auditores intuyeran una transacción de la corporación y le hicieran preguntas. Bastantes preocupaciones le daba ya la aventurita del fondo de inversiones de Bert.

Pero se trataba de un dinero bien invertido. El valor de su paquete de acciones personal se había encarecido hasta los diez millones de dólares, un rendimiento alucinante para una inversión hecha un mes antes. Respecto a lo de Benedict, no seguiría más que sus propios consejos. Nadie sabía nada del asunto, ni tan siquiera Bert. Era demasiado enrevesado y demasiado peligroso. Ya era bastante complicado explicarle a su jefe de seguros por qué necesitaba recibir diariamente una lista nacional de todos los nuevos solicitantes de seguros de vida.

Bert vio que estaba comiendo solo y se le acercó con una sonrisa y alzando un dedo.

—¡Ya sé tu secreto, Nelson!

Aquello asustó al viejo.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó, muy serio.

—Esta tarde vas a dejarnos tirados para irte a jugar al golf.

Elder respiró y sonrió.

—¿Cómo te has enterado?

—Yo me entero de todo lo que pasa por aquí —presumió el gerente financiero.

—De todo, no. Tengo un par de ases en la manga.

—¿Es ahí donde guardas mis comisiones?

—Tú sigue consiguiéndonos buenos rendimientos y en un par de años podrás comprarte una isla. ¿Quieres desayunar conmigo?

—No puedo. Reunión de presupuestos. ¿Con quién vas a jugar?

—Es un rollo de esos humanitarios que hacen en el Wynn. Ni siquiera sé quién está en mi equipo. —Bueno, que te diviertas. Te lo mereces.

Elder le guiñó un ojo.

—En eso te doy la razón. Me lo merezco.

Nancy no podía concentrarse en los expedientes de robos de bancos. Giró la página y al rato se dio cuenta de que no se había enterado de nada, así que tuvo que volver a leerla. Tenía una cita con John Mueller esa misma mañana, y se suponía que esperaba algo así como un resumen. Cada dos por tres abría el servidor y buscaba en la red nuevos artículos sobre Will, pero solo encontraba la misma nota de agencia. Al final no pudo esperar más.

Sue Sánchez la vio en el vestíbulo y la llamó. Sue era una de las últimas personas a las que le apetecía ver, pero no podía hacer como que no la había visto.

La tensión era patente en su cara. Tenía un tic en el borde del ojo izquierdo y le temblaba la voz.

—Nancy —dijo, se acercó tanto que hizo que se sintiera incómoda—, ¿ha intentado ponerse en contacto contigo?

Nancy se aseguró de que la cremallera del bolso estaba cerrada.

—Ya me lo preguntaste anoche. La respuesta sigue siendo no.

—Tengo que preguntártelo. Era tu compañero. Los compañeros intiman. —Esa afirmación consiguió que Nancy se pusiera nerviosa, y Sue se dio cuenta y se retractó—: No me refiero a ese tipo de intimidad. Hablo de complicidad, de amistad.

—No me ha llamado ni me ha enviado ningún correo. Además, de haberlo hecho ya lo sabrías —soltó casi sin querer.

—¡No tengo autorización para pincharos la línea ni a él ni a ti! —insistió Sue—. Si pincháramos los teléfonos, lo sabría. ¡Soy su jefa!

—Sue, sé mucho menos que tú de todo lo que está pasando, pero ¿de verdad te sorprendería que alguna otra de las agencias tuviera la sartén por el mango?

Sue parecía ofendida y a la defensiva.

—No sé de qué estás hablando. —Nancy se encogió de hombros y Sue recobró la compostura—. ¿Adónde vas?

—Al autoservicio. ¿Te traigo algo? —Se encaminaba hacia el ascensor.

—No. No necesito nada. —No parecía muy convencida.

Nancy caminó cinco manzanas antes de meter la mano en el bolso para coger el teléfono de prepago. Miró por última vez alrededor por si veía alguna placa y tecleó el número.

Respondió al segundo tono.

—Tacos Joe.

—Qué apetitoso —dijo ella.

—Me alegro de que hayas llamado. —Parecía que estuviera hecho polvo—. Empezaba a sentirme solo.

—¿Dónde estás?

—En algún sitio más plano que una tabla de planchar.

—¿Podrías ser más específico?

—La señal decía Indiana.

—No lo habrás hecho todo de un tirón, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¡Pero tienes que dormir!

—Aja.

—¿Cuándo?

—Mientras hablamos, estoy buscando un sitio. ¿Has hablado con Laura?

—Primero quería saber cómo estabas tú.

—Dile que estoy bien. Dile que no se preocupe.

—Se va a preocupar. Yo estoy preocupada.

—¿Cómo van las cosas por la oficina?

—Sue tiene un aspecto horrible. Todos están a puerta cerrada.

—En la radio han hablado de mí durante toda la noche. Están haciendo la bola más grande.

—Si han montado todo un operativo por ti, ¿qué estarán haciendo con Shackleton?

—Supongo que las posibilidades de que lo encuentre descansando en el porche no son muchas.

—Y entonces, ¿qué?

—Tendré que poner en práctica mis años de habilidades y recursos.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que tendré que improvisar. —Se quedó callado y después dijo—: ¿Sabes qué? He estado pensando.

—¿En qué?

—En ti.

—¿Qué pasa conmigo?

Siguió otra larga pausa y el silbido de un adolescente que pasó pedaleando.

—Creo que estoy enamorado de ti.

Nancy cerró los ojos. Cuando los abrió, seguía en la parte baja de Manhattan.

—Vamos, Will. ¿Por qué me dices algo así? ¿La falta de sueño?

—No. Lo digo en serio.

—Por favor, encuentra un motel y duerme.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

—No. Creo que puede que yo también lo esté.

Greg Davis estaba esperando a que el agua de la tetera rompiera a hervir. Solo llevaba año y medio con Laura Piper y estaban afrontando su primera crisis significativa como pareja. Quería estar a la altura de las circunstancias, ser un buen tipo y un hombro en el que apoyarse, y en su familia cuando había que enfrentarse a una crisis lo hacían con una buena taza de té.

El apartamento donde vivían era minúsculo, apenas había luz y no tenía vistas, pero preferían vivir en un cuchitril en Georgetown que en un sitio más bonito en un barrio residencial sin vida. Al final, Laura había conseguido dormirse a las dos de la madrugada, pero en cuanto se despertó, puso la tele, vio que en la banda informativa inferior de la pantalla decían que su padre continuaba prófugo, y volvió a echarse a llorar.

—¿Quieres té normal o una infusión? —gritó Greg.

La oía sollozar.

—Infusión.

Le llevó una taza y se sentó en la cama, junto a ella.

—He intentado llamarle otra vez —dijo con voz débil.

—¿A casa y al móvil?

—Buzón de voz. —Greg estaba todavía en calzoncillos—. Se te va a hacer tarde —le dijo.

—Voy a llamar y a decir que no voy.

—¿Por qué?

—Para estar contigo. No voy a dejarte sola.

Laura le abrazó y le mojó el hombro con sus lágrimas.

—¿Por qué te portas tan bien conmigo?

—¿A qué viene esa pregunta?

El teléfono móvil de Greg empezó a vibrar y a moverse sobre la mesilla de noche. Se abalanzó sobre él antes de que cayera al suelo. Leyó: número desconocido.

—¿Diga?

—Greg, soy Nancy Lipinski. Nos conocimos en el apartamento de Will.

—¡Dios santo, Nancy! ¡Hola! —Le susurró a Laura—: Es la compañera de tu padre. —Ella saltó a su lado a la velocidad del rayo—. ¿Cómo has conseguido mi número de teléfono?

—Greg, trabajo para el FBI.

—Sí, ya lo veo. ¿Llamas por lo de Will?

—Sí. ¿Está Laura contigo?

—Sí, está aquí. ¿Por qué me llamas a mí?

—Puede que hayan pinchado los teléfonos de Laura.

—Cielos, ¿qué es lo que ha hecho Will?

—¿Estoy hablando con el novio de su hija o con un periodista? —preguntó Nancy.

Greg dudó un momento, luego miró los suplicantes ojos de Laura.

—Con el novio.

—Tiene un problema muy gordo, pero no ha hecho nada malo. Estábamos a punto de llegar a algo y él no está dispuesto a dar marcha atrás. Necesito que me prometas que esto seguirá siendo confidencial.

—Está bien —convino él—. No constará en acta.

—Pásame a Laura. Will quiere que sepa que está bien.

La agente inmobiliaria era una rubia platino que estaba entrando en la edad del bótox. Hablaba por los codos y enseguida hizo buenas migas con Kerry. Mientras ellas iban dándole que te pego en la parte de delante del lujoso coche, Mark estaba anestesiado en el asiento trasero, con su maletín entre las piernas.

Era consciente de que hablaban, de que se cruzaban con coches, gente y tiendas en el bulevar Santa Mónica, de que en aquel turismo se estaba fresco, de que hacía sol y calor tras los cristales tintados, de que había dos perfumes en colisión dentro del coche y de que notaba un regusto metálico en la boca y un dolor punzante bajo los ojos, pero cada una de estas sensaciones existían en una dimensión propia. Mark no era más que una serie de sensores sin conexión. Su mente no era capaz de procesar la información e integrarla. Estaba en cualquier otra parte menos allí. Estaba perdido.

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