La Biblioteca De Los Muertos (37 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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—No me acuerdo. He excavado en unas cuantas antiguas. —Tenía la mirada atontada del bebedor recién forjado—. ¿Adónde se ha ido mi cerveza? —Alzó la vista y vio a Reggie en la barra—. Ah, ahí lo tenemos. Buen chico. Sobrevivió a Rommel. Espero que sobreviva a Vectis.

Ernest estaba pensativo. No estaba tan achispado como el resto.

—Habría que hacer alguna prueba —dijo—. Comprobarlo con otra gente que conozcamos, o tal vez contrastar los personajes históricos para verificar las fechas.

—Ese es justamente el enfoque —dijo Atwood aplastando un posavasos con la mano—. Usar el método científico para demostrar que la ciencia es una tontería.

—¿Y si todas las fechas coinciden? —preguntó Dennis—. Entonces, ¿qué?

—Entonces le pasaremos esto a esos hombrecitos aterradores que hacen cositas aterradoras en sus aterradores despachitos de Whitehall —respondió Atwood.

—Ministerio de Defensa —dijo Ernest con voz queda.

—¿Y por qué a ellos? —preguntó Beatrice.

—¿Y a quién si no? —preguntó Atwood—. ¿A la prensa? ¿Al Papa?

Reggie estaba esperando a que el camarero le pusiera la última de las pintas.

—¡Por aquí la gente se muere de sed! —gritó Atwood.

—Ya voy, jefe —dijo Reggie.

Julián Barnes entró; llevaba su esplendoroso abrigo abierto, ondeando tras él. Nadie estaba más sorprendido que los lugareños, que sabían quién era pero jamás le habían visto en un pub, y mucho menos en ese. De alguna manera, su porte resultaba desagradable, una estirada mezcla de pomposidad y soberbia. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y un bigote recortado a la perfección. Era un hombre pequeño y con pinta de hurón.

Uno de los lugareños, un sindicalista que le tenía bastante manía, dijo con sarcasmo:

—El teniente coronel nos ha confundido con las oficinas del Partido Conservador. ¡Bajando la calle a la izquierda, señor!

Barnes no le hizo caso.

—¡Díganme dónde puedo encontrar a Reginald Saunders! —vociferó en un tono de contrarréplica senatorial.

Los arqueólogos se giraron.

Reggie seguía en la barra, estaba a punto de llevarse las pintas. Se hallaba a un tiro de dardo de aquel hombrecillo pomposo.

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó, estirándose para desplegar toda su amenazadora altura.

—¿Es usted Reginald Saunders? —inquirió Barnes en tono oficial.

—¿Quién coño eres tú, colega?

—Le repito la pregunta: ¿es usted Saunders?

—Sí, soy Saunders. ¿Tiene algún asunto pendiente conmigo?

El hombrecillo tragó saliva.

—Creo que conoce a mi esposa.

—Y su coche, jefe. No sabría decirle cuál me gusta más, la verdad.

El teniente coronel sacó una pistola de plata de su bolsillo y disparó a Reggie en la frente antes de que nadie pudiera hacer ni decir nada.

Tras su audiencia con Winston Churchill, Geoffrey Atwood fue devuelto a Hampshire en un camión del ejército cubierto con una lona. A su lado, en el banco de madera, tenía a un joven capitán impasible que solo hablaba cuando le dirigían la palabra. Su destino era una base militar de cuando la guerra; el ejército aún mantenía allí unos barracones, donde Atwood y los de su grupo habían sido retenidos.

—¿Por qué no pueden liberarme aquí mismo, en Londres? —preguntó Atwood al joven capitán al principio del viaje.

—Tengo instrucciones de devolverle a Aldershot.

—¿Por qué razón, si me permite la pregunta?

—Son las instrucciones que me han dado.

Atwood había estado el tiempo suficiente en el ejército para reconocer un objeto inamovible cuando lo veía, así que ahorró saliva. Supuso que los abogados estaban llegando a acuerdos secretos y que todo saldría bien.

Mientras el camión crujía y traqueteaba sobre sus gastados amortiguadores, él intentaba pensar en cosas agradables sobre su mujer y sus hijos; se morirían de alegría al verle de vuelta. Pensó en una buena comida, un baño caliente, y seguir con sus responsabilidades académicas, tan tranquilizadoramente prosaicas. Vectis desaparecía necesariamente en lo más hondo de un pozo, sus notas y sus fotografías serían confiscadas; sus recuerdos, expurgados. Imaginaba que tal vez tendría charlas furtivas con Beatrice bebiendo una copa de jerez en sus habitaciones del museo, pero el duro confinamiento al que les habían sometido había alcanzado el efecto deseado: tenía miedo. Mucho más miedo del que jamás había sentido durante la guerra.

Cuando volvió al encierro de los barracones era ya de noche, sus camaradas le rodearon cual fotógrafos revoloteando junto a una estrella de cine. Estaban pálidos, desanimados, habían perdido peso, estaban irritables, hartos y muertos de preocupación. Habían alojado a Beatrice aparte, separada de los hombres, pero durante el día se le permitía estar con ellos en una sala común, donde sus celadores les llevaban la bazofia incolora del ejército. Martin, Timothy y Dennis jugaban una partida de cartas tras otra. Beatrice fumaba y se metía con los vigilantes, en tanto que Ernest, sentado en una esquina, se frotaba las manos en un estado de depresión angustiante.

Habían puesto todas sus esperanzas en la visita de Atwood a Londres, y ahora que estaba de vuelta querían conocer todos los detalles. Escucharon absortos la conversación que había tenido con el teniente general Stuart y aplaudieron y lloraron cuando les dijo que su liberación era inminente. Tan solo era cuestión de que se desenredaran los acuerdos de secretismo del gobierno para que se aprobara la firma. Hasta Ernest se animó y acercó su silla; la tensión de su mentón se había relajado un poco.

—¿Sabéis qué haré cuando vuelva a Cambridge? —preguntó Dennis.

—No nos interesa, Dennis —dijo Martin.

—Me daré un baño, me pondré ropa limpia, iré al club de jazz y conoceré a mujeres promiscuas.

—¿No te han dicho que no nos interesa? —dijo Timothy.

Pasaron la mañana siguiente esperando con impaciencia que les notificaran su liberación. A la hora del almuerzo entró un cabo del ejército con una bandeja y la dejó en la mesa común. Era un soldado raso triste y sin sentido del humor, y a Beatrice le encantaba torturarle.

—Oye, tonto del culo —dijo—, tráenos un par de botellas de vino, que hoy volvemos a casa.

—Tendré que preguntarlo, señorita.

—Hazlo, chavalín. Y pregunta también si se te ha salido el cerebro por las orejas.

El teniente general Stuart cogió el teléfono en su despacho de Aldershot. La llamada era de Londres. Los músculos de su duro rostro, forjados a golpe de desprecio, no se movieron. La conversación fue corta, directa al grano. No hacía falta exponer ni clarificar nada. Cerró la conexión con un: «Sí, señor», y despegó la silla de su escritorio para llevar a cabo las órdenes.

El almuerzo era insípido pero tenían hambre y estaban ansiosos. Mientras comían panecillos rancios y espaguetis pastosos Atwood, un hombre de una capacidad descriptiva increíble, les contó cuanto pudo recordar a propósito del famoso bunker de Churchill. A mitad de la comida, el soldado llegó con dos botellas de vino sin descorchar.

—¡Como que vivo y respiro! —exclamó Beatrice—. El soldado Tonto del Culo ha vuelto para salvarnos.

El chico dejó las botellas y se fue sin decir palabra.

Atwood hizo los honores y sirvió el vino en los vasos.

—Me gustaría proponer un brindis —dijo, muy serio—. Por desgracia no podremos volver a hablar de lo que hemos encontrado en Vectis, pero esta experiencia ha forjado entre nosotros un vínculo eterno que jamás se romperá. ¡Por nuestro querido amigo Reggie Saunders y por nuestra maldita libertad!

Chocaron sus vasos y se bebieron el vino de un trago.

Beatrice hizo una mueca.

—Dudo que este vino sea el de los oficiales.

Dennis fue el primero en quedarse agarrotado, tal vez porque era el más pequeño y el más ligero. Después lo hicieron Beatrice y Atwood. En unos segundos todos se habían desplomado de sus sillas y estaban en el suelo sufriendo convulsiones y echando espuma por la boca, con las lenguas manando sangre atrapadas entre los dientes, los ojos en blanco y los puños cerrados.

El teniente general Stuart entró cuando todo hubo terminado e inspeccionó aquel paisaje desolador. Estaba hasta las narices de la muerte, pero no había un soldado más obediente que él en el ejército de Su Majestad.

Suspiró. Había mucho que hacer y el día sería largo.

El general lideró un pequeño contingente de hombres de confianza para volver a la isla de Wight. El yacimiento arqueológico que fue descubierto por el grupo de Atwood había sido acordonado, y toda la zanja había sido cubierta por una enorme tienda de las que se usan como cuartel general en el campo de batalla, protegida de las miradas.

Un militar se encargó de decirle a Abbot Lawlor que el grupo de Atwood había descubierto artillería sin explotar en su zanja y que habían sido evacuados a tierra firme por su propia seguridad. Durante los siguientes doce días un flujo continuo de camiones del ejército llegaban a la isla en barcazas de la Marina Real y continuaban hasta la tienda. Soldados rasos que no tenían ni idea de la importancia de lo que llevaban en sus manos hicieron el duro trabajo de transportar día y noche las cajas de madera y sacarlas del agujero.

El general entró en la biblioteca al ritmo de la reverberación que producía el agudo sonido de sus botas. Desnudaron las salas de arriba abajo, vaciando las altísimas estanterías una hilera tras otra. Pasó por encima del esqueleto isabelino con total desinterés. Tal vez otro hombre hubiera intentado entender qué significaba aquello, intentar comprender cómo era posible, intentar batallar con la grandiosidad filosófica de todo ello. Pero Stuart no era ese hombre, y eso tal vez lo convertía en el hombre ideal para aquel trabajo. Él solo quería llegar a Londres a tiempo para poder ir al club y agasajarse con un whisky escocés y un bistec.

Cuando terminara la inspección, le haría una visita al abad y se lamentaría del terrible error que el ejército había cometido: cuando permitieron que el grupo de Atwood regresara, pensaban que habían despejado toda la artillería. Desgraciadamente, al parecer se habían dejado una pieza alemana de doscientos veinte kilos.

Tal vez sería apropiado hacer una misa en honor de los arqueólogos, acordarían sombríamente.

Stuart tenía ya la zona despejada y dejó que el encargado de demoliciones terminara con el cableado. Cuando desconectaron las bombas de percusión, la tierra se agitó como en un terremoto y toneladas de piedra medieval cayeron bajo su propio peso.

Los restos de Geoffrey Atwood, Beatrice Slade, Ernest Murray Dennis Spencer, Martin Bancroft y Timothy Brown descansarían en lo más profundo de aquellas catacumbas convertidas en fosfatina por toda la eternidad junto a los huesos de generaciones enteras de escribas pelirrojos cuyos antiguos libros habían sido empaquetados en un convoy de camiones verde oliva que corría hacia la base militar de las fuerzas armadas estadounidenses de Lakenheath, Suffolk, para su transporte inmediato a Washington.

29 de julio de 2009, Nueva York

La resaca de Will era tan suave que prácticamente no se podía calificar como tal. Era más bien como un ligero resfriado que podía curarse en una hora con un par de analgésicos.

La noche anterior había imaginado que caería en lo más profundo, rebotaría por el fondo durante un buen rato y no emergería a la superficie hasta que estuviera a punto de ahogarse. Pero cuando ya llevaba un par de copas de su planeada juerga se enfadó lo suficiente como para dejar de autocompadecerse y mantener el flujo de whisky a un ritmo continuo en el que el nivel de entrada fuera acorde con su metabolismo. Quedó estable y en lugar del habitual sin sentido volátil que se hacía pasar por lógica, la mayor parte de la noche tuvo pensamientos de lo más racionales. En el transcurso de este intervalo funcional llamó a Nancy y concertaron una cita por la mañana temprano.

Estaba ya en un Starbucks, junto a la estación central, bebiendo un café largo, cuando llegó ella. Tenía peor aspecto que él.

—¿Buena conexión? —bromeó Will.

Pensó que Nancy se pondría a llorar y casi consideró darle un abrazo, pero habría sido la primera vez que demostraba su afecto en público.

—Tengo un café con leche sin calorías esperándote. —Le pasó la taza—.Todavía está caliente. —Aquello consiguió que se desmoronara. Se le saltaron las lágrimas—.Vamos, mujer, que solo es una taza de café —dijo él.

—Ya lo sé. Gracias. —Dio un sorbo y luego lanzó la pregunta—: ¿Qué ha pasado?

Se inclinó sobre la mesa para escuchar la explicación. El local estaba lleno de clientes, y entre las voces y la máquina de café había mucho ruido.

Se la veía joven y vulnerable, así que Will le rozó la mano. Ella malinterpretó el gesto.

—¿Crees que se han enterado de lo nuestro? —preguntó.

—¡No! No tiene nada que ver con eso.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque nos hubieran hecho mover el culo hasta el jefe de personal y él nos lo hubiera dicho. Créeme, sé de qué hablo.

—Entonces, ¿qué?

—No se trata de nosotros, es el caso.

Bebió un poco de café; miraba todas las caras que entraban por la puerta.

—No quieren que detengamos a Shackleton —dijo ella leyendo su mente.

—Eso parece.

—¿Por qué iban a interponerse en la captura de un asesino en serie?

—Excelente pregunta. —Se masajeó la frente y los ojos con cansancio—. Porque se trata de mercancía peligrosa. —Nancy lo miró inquisitiva. Will bajó la voz—: ¿Cuándo borran a alguien del sistema? ¿Testigo de los federales? ¿Actividad encubierta? ¿Operaciones clandestinas? Sea lo que sea, la pantalla se oscurece y él no existe. Dijo que trabajaba para los federales. En Área 51, lo que quiera que sea, o en alguna mierda de ese tipo. Me huele a que una parte del gobierno (nosotros) se ha dado de bruces contra otra parte del gobierno, y hemos perdido.

—¿Me estás diciendo que ciertos oficiales de una agencia federal han decidido dejar marchar a un asesino? —No podía creerlo.

—No estoy diciendo nada. Pero sí, es posible. Depende de lo importante que sea. O tal vez, si existe la justicia, se encargarán de él a su debido tiempo.

—Pero nunca lo sabremos —dijo ella.

—Nunca lo sabremos.

Nancy se acabó el café y hurgó en su bolso en busca de una polvera con la que recomponer su maquillaje.

—Entonces, ¿ya está? ¿Hemos acabado?

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