La Biblioteca De Los Muertos (18 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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Mark tragó saliva y apretó el teléfono con tanta fuerza que se hizo daño en la mano.

—¿Peter?

La garganta se le había secado y le quemaba.

—Gracias, Roz. Siento haberte molestado.

Colgó el teléfono y dejó que sus rodillas se abatieran sobre la silla más cercana.

Comenzó con una lágrima que caía de su ojo izquierdo, después del derecho. Mientras se secaba la cara, la presión ascendió desde debajo del diafragma, alcanzó el pecho y se escapó de su laringe en un sollozo sordo y grave. Tras este, otro más, y luego otro, hasta que sus hombros comenzaron a moverse espasmódicamente y se puso a llorar de manera descontrolada. Como un niño, como un bebé. No. No.

El cielo del desierto se tornó púrpura mientras Mark caminaba como aletargado hacia el Constellation; en su mano derecha apretaba un fajo de billetes dentro del bolsillo del pantalón. Se abrió paso a través del abarrotado vestíbulo con una visión en túnel que desdibujaba la periferia y anduvo con paso firme hasta el casino Grand Astro. Casi no oía el bullicio de las voces, el tintineo y las simplonas notas musicales de las máquinas tragaperras y de videopóquer. Lo que oía era su sangre latiéndole con fuerza en los oídos, como una pesada ola que borboteaba dentro. Cosa extraña, no prestó atención a los puntos de luz de la cúpula del planetario, con Tauro, Perseo y el Auriga justo encima de su cabeza. Torció a la izquierda y pasó bajo Orion y Géminis de camino hacia Ursus Major, la Osa Mayor, donde le aguardaba la sala de grandes apuestas al blackjack.

Había seis mesas de cinco mil dólares, y él eligió aquella en la que estaba Marty, uno de sus crupieres favoritos. Marty originario de New Jersey, llevaba su ondulado pelo castaño recogido en una coleta bien peinada. Los ojos del crupier brillaron cuando lo vio acercarse.

—¡Señor Benedict! ¡Aquí tengo un buen sitio para usted!

Mark se sentó y musitó un saludo a los otros cuatro jugadores, todos hombres, todos tan serios como enterradores. Sacó el fajo de billetes y lo cambió por ocho mil quinientos dólares en fichas. Marty nunca le había visto cambiar tanto.

—¡De acuerdo! —dijo en voz alta para que le oyera el jefe de sala, que estaba por allí cerca—. Espero que le vaya de maravilla esta noche, señor Benedict.

Mark apiló las fichas y se quedó mirándolas como un idiota; estaba muy espeso. Apostó el mínimo de quinientos y jugó en modo piloto automático durante unos minutos, cubriendo pérdidas hasta que Marty relanzaba la partida y comenzaba una nueva apuesta. Entonces se le aclaró la mente como si hubiera respirado sales aromáticas y comenzó a oír números reverberando en su cabeza cual balizas de sonido en la niebla.

Más tres, menos dos, más uno, más cuatro.

El conteo le llamaba y, como hipnotizado, por una vez se permitió asociar la cuenta a sus apuestas. Durante la siguiente hora subió y bajó como la marea, retirándose al mínimo cuando el conteo estaba bajo y haciendo saltar las apuestas cuando estaba alto. Su pila de fichas aumentó a trece mil dólares, más tarde a treinta y un mil dólares, y siguió jugando, ni se dio cuenta de que Marty había sido reemplazado por una chica llamada Sandra con cara de pocos amigos y dedos manchados de nicotina. Media hora después tampoco se dio cuenta de que Sandra cada vez cambiaba el juego con más frecuencia. No se dio cuenta de que su pila había crecido hasta los sesenta mil dólares. No se dio cuenta de que no le habían servido otra cerveza. Y no se dio cuenta de que el jefe de sala se le acercaba por detrás con sigilo junto a dos guardias de seguridad.

—Señor Benedict, ¿le importaría acompañarnos?

Gil Flores se movía arriba y abajo con pasitos rápidos, como uno de los tigres siberianos de aquel viejo espectáculo de Siegfried y Roy. El hombrecillo humillado y sumiso que tenía sentado ante él casi podía sentir las bocanadas de aire caliente sobre su calva cabeza.

—¿En qué coño estabas pensando? —le preguntó Flores—. ¿Acaso creías que no te íbamos a pillar, Peter?

Mark no contestó.

—¿No dices nada? Esto no es un puto tribunal. Aquí no vale lo de inocente hasta que se demuestre lo contrario. Eres culpable, amigo. Me has dado por el culo, y ese no es el tipo de sexo que me gusta.

Una mirada vacía y muda.

—Creo que deberías contestar. Creo de verdad que es mejor que contestes de una puta vez.

Mark tragó saliva con dificultad, un trago seco y duro que produjo un gracioso «glup».

—Lo siento. No sé por qué lo he hecho.

Gil se llevó la mano a su espesa cabellera negra y se despeinó con exasperación.

—¿Cómo es posible que un hombre inteligente diga: «No sé por qué lo he hecho»? Para mí, eso no tiene sentido. Claro que sabes por qué lo has hecho. ¿Por qué lo has hecho?

Mark lo miró por fin y se echó a llorar.

—No me vengas con lloros —le advirtió Flores—. No soy tu puñetera madre. —Dicho esto le puso una caja de pañuelos en el regazo.

Se enjugó las lágrimas.

—Hoy me he llevado un chasco. Estaba cabreado. Estaba enfadado y he reaccionado de ese modo. Ha sido una estupidez y pido disculpas. Pueden quedarse con el dinero.

Flores casi se había calmado, pero aquello último volvió a ponerle de los nervios.

—¿Que me puedo quedar con el dinero? ¿Te refieres al dinero que me has robado? ¿Esa es tu solución? ¿Permitirme que me quede con un puto dinero que me pertenece?

Con los gritos, Mark se puso a gimotear y necesitó otro pañuelo.

Sonó el teléfono que había en el escritorio. Flores contestó y permaneció unos segundos a la escucha.

—¿Está seguro de eso? —Y después de una pausa—: Por supuesto. No hay problema.

Colgó el teléfono y se colocó frente a Mark, lo que obligó a este a hacer un movimiento brusco con el cuello.

—Está bien, Peter, te diré cómo vamos a solucionar esto.

—Por favor, no me denuncien a la policía —imploró Mark—. Perdería mi trabajo.

—¿Te importaría cerrar el pico y escucharme? Esto no es una conversación. Yo hablo y tú escuchas. Esta es la asimetría a la que te han llevado tus actos.

—De acuerdo —susurró Mark.

—Número uno: prohibido entrar en el Constellation. Si vuelves a entrar en este casino, serás detenido y te denunciaremos por allanamiento. Número dos: te vas con los ocho mil quinientos con los que entraste. Ni un penique más ni un penique menos. Número tres: has traicionado mi confianza y mi amistad, así que quiero que salgas de mi despacho y de mi casino ahora mismo. Mark pestañeó.

—¿Por qué no te has ido todavía?

—¿No va a llamar a la policía?

—¿No me has estado escuchando?

—¿No me prohíben entrar en otros casinos?

Flores, atónito, sacudió la cabeza.

—¿Me estás dando ideas? Créeme, se me ocurren un montón de cosas que me gustaría hacerte, entre ellas mandarte a un cirujano para que te arregle la cara. Piérdete, Peter Benedict. —Y escupió sus últimas palabras—: Eres persona non grata.

Víctor Kemp observaba desde el ático cómo ese hombre encorvado se levantaba y se dirigía hacia la salida; lo vio, acompañado por los de seguridad, volver al interior del casino, donde recorrió con la mirada la cúpula del planetario por última vez, su último intento de localizar Coma Berenices, atravesar el vestíbulo y salir al aparcamiento y al cielo nocturno auténtico.

Kemp removió los hielos de su copa y habló en voz alta y grave para el auditorio inexistente de su inmenso salón:

—Víctor, jamás sacarás un centavo confiando en la gente.

Mark avanzaba con su Corvette por la franja de Las Vegas entre la caravana de coches. Quedaban tres horas para la medianoche y la ciudad empezaba a llenarse de gente que salía en busca de diversión nocturna. Iba rumbo al sur, con el Constellation en el retrovisor, pero no se dirigía a ningún destino en concreto. Intentaba no pensar en lo que acababa de ocurrir. Le habían echado. Desterrado. El Constellation era su hogar fuera del hogar y ya nunca podría volver allí. ¿Qué había hecho?

No quería estar solo en casa, quería estar en un casino y distraer su mente con la frivolidad del juego y el tintineo incesante de las tragaperras. Gracias a Dios, Gil Flores no había corrido la voz y no habían colgado su foto en todos los casinos del estado. Se podía dar con un canto en los dientes. La pregunta que se hacía una y otra vez mientras conducía era: «¿Adonde debería ir?». Beber podía hacerlo en cualquier sitio. Jugar al blackjack también. Lo que necesitaba era un lugar con el ambiente apropiado para su peculiar temperamento, un lugar como el Constellation, que tenía un componente intelectual, aunque fuera simbólico.

Pasó el Caesars y el Venetian, pero eran demasiado de pega, tipo Disney. El Harrahs y el Flamingo lo dejaban frío. El Bellagio era demasiado pretencioso. El New York New York, otro parque temático. Estaba empezando a salirse de la franja. Una posibilidad era el MGM Grand. No le encantaba, pero tampoco lo detestaba. Cuando llegó a la esquina del Tropicana estuvo a punto de dar un volantazo a la izquierda para meterse en el aparcamiento del MGM. Pero entonces lo vio y se dio cuenta de que aquel sería su nuevo hogar.

Por supuesto, lo había visto antes miles de veces, al fin y al cabo era un icono de Las Vegas: treinta pisos de cristal negro, la pirámide de Luxor elevándose más de cien metros en el cielo del desierto. Un obelisco y la Gran Esfinge de Gizeh señalaban la entrada, pero el verdadero símbolo estaba en la cúspide, un haz de luz apuntando hacia lo más alto, agujereando la oscuridad, el faro más brillante del planeta proyectando la insana luminosidad de cuarenta y un gigacandelas, más que suficiente para cegar a un piloto desprevenido acercándose al aeropuerto McCarran de Las Vegas. Se dirigió hacia el edificio de cristal y se deleitó con la perfección matemática de aquellas caras triangulares. Su mente se llenó con las ecuaciones geométricas de pirámides y triángulos, y un nombre se deslizó con delicadeza de sus labios:

—Pitágoras.

Antes de que Mark se sentara a la tranquila barra del asador que había en la planta del casino, echó una ojeada a la propiedad como si fuera un posible comprador. No era el Constellation, pero se vendían un montón de tíquets. Le gustaban esos llamativos diseños jeroglíficos en las alfombras de color dorado, rojo y lapislázuli, el imponente vestíbulo con recreaciones de las estatuas del templo de Luxor y la calidad museística de la maqueta de la tumba de Tutankamón. Sí, era bastante kitsch, pero, por Dios bendito, estaba en Las Vegas, no en el Louvre.

Se bebió su segunda Heineken y consideró cuál sería su siguiente movimiento. Había localizado las salas de apuestas altas tras unos separadores de cristal esmerilado en la parte de atrás del casino. Tenía dinero en el bolsillo y sabía que aunque se negara a llevar la cuenta en su cabeza podría divertirse en las mesas durante unas horas. Al día siguiente era viernes, día de trabajo, y su despertador sonaría a las cinco y media. Pero esa noche le parecía realmente excitante eso de estar en un nuevo casino. Era como una primera cita, y se sentía tímido y estimulado.

El bar estaba a tope, grupos de gente que habían ido a cenar y aguardaban su mesa, parejas y grupos rebosantes de conversación animada y risotadas. Había elegido el taburete vacío que quedaba en medio en una fila de tres, y en tanto que el alcohol iba haciéndole efecto se preguntaba por qué los taburetes que tenía a cada lado seguían desocupados. ¿Acaso estaba contaminado, era radiactivo o algo así? ¿Sabía esa gente que era un escritor fracasado? ¿Habrían oído decir que era un tramposo? Hasta el camarero le había atendido de manera fría, ni siquiera se había esforzado por conseguir una propina decente. Volvió a ponerse de mal humor. Se bebió de un trago lo que le quedaba de cerveza y dio un golpe en la barra para que le pusieran otra.

Cuando el alcohol le empapó el cerebro, le asaltó una idea paranoica: ¿y si también habían descubierto su verdadero secreto? No, no tenían ni idea, decidió con desprecio. «No tenéis ni idea, gentuza —pensó con ira—, ni puta idea. Sé cosas que vosotros no sabréis en toda vuestra puta vida.»

A su derecha, una mujer pechugona de unos cuarenta años que estaba apoyada en la barra soltó un grito cuando el gordo que tenía al lado le puso un cubito de hielo en el cogote. Mark se giró para ver la escenita y cuando volvió a su posición original había un hombre ocupando el taburete de su izquierda.

—A mí me hace eso y le parto la cara —dijo el hombre.

Mark lo miró sorprendido.

—Disculpe, ¿estaba hablando conmigo? —preguntó.

—Solo decía que si un extraño me hiciera eso, lo tendría claro, ¿sabe a qué me refiero?

El gordo y la damisela del cuello frío se estaban manoseando alegremente.

—No me parece que no se conozcan —dijo Mark.

—Tal vez. Yo solo digo lo que yo habría hecho.

Era un hombre delgado pero muy musculoso, de afeitado apurado, pelo negro, labios ligeramente carnosos y piel lustrosa y del color de las avellanas. Era puertorriqueño, con un fuerte acento de la isla, y vestía de manera despreocupada, pantalones negros y camisa tropical con el pecho descubierto. Tenía los dedos largos, llevaba las uñas arregladas, un anillo en cada dedo y brillantes cadenas de oro colgadas al cuello. Como mucho tendría treinta y cinco años. Le tendió la mano y Mark, por mera educación, se vio obligado a aceptarla.

—Luis Camacho —dijo el hombre—. ¿Qué tal?

—Peter Benedict —contestó Mark—. Bien.

—Cuando estoy en la ciudad, este es mi sitio favorito —dijo Luis señalando el suelo—. Adoro el Luxor, tío.

Mark dio un sorbo a su cerveza. Para él nunca era buen momento para hablar de banalidades, y esa noche menos. Se oyó el ruido de un mezclador.

Luis siguió a lo suyo sin inmutarse.

—Me gustan las paredes inclinadas de las salas, ya sabes, por lo de las pirámides. Me parece que está muy currado, ¿sabes?

Luis esperaba una respuesta, y Mark sabía que si no llenaba el vacío tal vez le partieran la cara.

—No había estado aquí nunca —dijo.

—¿No? ¿En qué hotel estás?

—Vivo en Las Vegas.

—¡No jodas! ¡Alguien de aquí! ¡Qué flipe! Suelo venir un par de días a la semana y casi nunca me cruzo con gente local, aparte de los que trabajan aquí, ¿sabes? —El camarero vertió un líquido espeso de la coctelera en la copa de Luis—. Es una margarita helada —anunció Luis con orgullo—. ¿Quieres una?

—No, gracias. Tengo la cerveza.

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