—Está recordando, ¿verdad, señor? —Abulurd llevaba un buen rato en silencio, observando a su comandante, pero finalmente había empezado a impacientarse.
—No puedo evitarlo. Tal vez no lo parezco, pero recuerda que soy un anciano. Tengo muchos vínculos con este lugar.
La frente de Vor se arrugó mientras daba otro sorbo a su zincal, uno de los vinos más populares de Caladan. La primera vez que estuvo allí, en la taberna que Leronica y su padre tenían en el muelle, sólo había bebido una cerveza potente y amarga de algas.
—Abulurd, el pasado es importante… y la verdad también. —Vor apartó la vista del paisaje y se concentró en su ayudante—. Hay una cosa que quería contarte, pero he preferido esperar a que fueras lo bastante mayor. Puede que nunca lo seas.
Abulurd se pasó una mano por su pelo castaño oscuro, con reflejos rojizos, como su abuelo. Tenía la misma sonrisa contagiosa que Xavier, y una forma de mirar que te desarmaba.
—Siempre me interesa lo que pueda enseñarme, comandante supremo.
—Hay cosas que no es fácil aprender. Pero mereces saber la verdad. Lo que hagas con ella es asunto tuyo.
Abulurd pestañeó, perplejo. El restaurante suspensor detuvo su movimiento lateral y empezó a descender por el acantilado ennegrecido por efecto del agua, acercándose al agua y las olas que rompían contra la orilla.
—Esto es muy difícil —dijo Vor tras dar un largo suspiro—. Será mejor que nos terminemos el vino. —Dio un largo trago a aquella potente variedad de tinto, se puso en pie y cogió su gorra militar del alféizar. Abulurd lo imitó obedientemente, cogió su gorra y se dejó su vaso medio lleno.
Tras salir del restaurante, siguieron un sendero pavimentado que subía hasta lo alto de un acantilado y se detuvieron entre arbustos esculpidos por el viento y estelas de flores blancas. La brisa era fuerte y salada y los dos hombres tuvieron que sujetarse las gorras. Vor señaló un banco resguardado por unos setos. A su alrededor el cielo y el espacio abierto parecían inmensos, pero en aquel lugar Vor tenía sensación de intimidad, de importancia.
—Es hora de que sepas lo que pasó realmente con tu abuelo. —Esperaba sinceramente que el joven creyera sus palabras, sobre todo porque sus hermanos mayores no lo habían hecho y habían preferido seguir aferrándose a la ficción oficial en lugar de aceptar la desagradable verdad.
Abulurd tragó audiblemente.
—He leído los registros. Sé que es una vergüenza para la familia.
Vor frunció el ceño.
—Xavier era un buen hombre, y mi mejor amigo. A veces, la historia que creemos conocer es poco más que propaganda. —Dejó escapar una risa amarga—. Oh, tendrías que haber leído las memorias originales de mi padre.
Abulurd parecía confuso.
—Es usted el único que no reniega del apellido Harkonnen. Yo… nunca he creído que fuera tan malo. Después de todo era el padre de Manion el Inocente.
—Xavier no nos traicionó. No traicionó a nadie. Iblis Ginjo era el malo, y Xavier se sacrificó para destruirle y evitar que hiciera más daño. Las acciones del Gran Patriarca llevaron a la muerte de Serena, al disparatado plan de paz de los pensadores de la Torre de Marfil.
Vor había cerrado los puños con rabia.
—Xavier Harkonnen hizo lo que ningún otro hombre estaba dispuesto a hacer… si otra cosa no, salvó nuestras almas. No merece la vergüenza que se ha vertido sobre él. Pero, por el bien de la Yihad, estaba dispuesto a aceptar el destino, incluso el puñal que la historia le ha clavado por la espalda. Él sabía que si se descubría tanta corrupción en el seno de la Yihad, nuestra cruzada santa degeneraría en una sucesión de escándalos y acusaciones. Y habríamos perdido de vista al verdadero enemigo.
Miró a Abulurd con sus ojos grises llenos de lágrimas.
—Y, durante todo este tiempo, yo… he dejado que se tachara a mi amigo de traidor. Xavier sabía que la Yihad tenía preferencia sobre cualquier reparación personal, pero estoy cansado de resistirme a la verdad, Abulurd. Cuando partió hacia Corrin, Serena sabía que seguramente la asesinarían, la martirizarían, y por eso dejó un mensaje para Xavier y para mí donde explicaba por qué la causa siempre tiene que estar por encima de los sentimientos personales. Xavier pensaba igual, nunca le importaron las medallas, ni las estatuas, ni el recuerdo que la historia conservara de él.
Vor se obligó a relajar las manos.
—Xavier sabía que la mayoría no entenderían lo que había hecho. El Gran Patriarca ocupaba una posición privilegiada, y estaba arropado por la poderosa Yipol y sus especialistas en propaganda. Durante décadas, Iblis Ginjo se rodeó de un halo indestructible; en cambio, Xavier solo era un hombre que luchaba como podía. Cuando se enteró de lo que Iblis pretendía hacer con otra colonia humana, cuando descubrió lo que el Gran Patriarca había urdido con los tlulaxa y sus granjas de órganos, supo lo que tenía que hacer. No le importaban las consecuencias.
Abulurd lo observaba fascinado, con una mezcla de desánimo y esperanza. Se le veía tan joven…
—Xavier era un gran hombre que hizo lo que había que hacer. —Vor se encogió de hombros en un gesto de impotencia—. Iblis Ginjo quedó fuera de circulación. Las granjas de órganos fueron abandonadas, sus despreciables investigadores se dispersaron y entraron en la lista negra. Y la Yihad recibió un fuerte impulso, que resultó en seis décadas de fervor.
El joven Abulurd seguía perplejo.
—Pero ¿y la verdad? Si sabía que las infamias que se decían sobre mi abuelo no tenían base, ¿por qué no trató de arreglarlo?
Vor se limitó a menear la cabeza con pesar.
—Nadie quería saber la verdad. La confusión que habría provocado habría sido una distracción. Incluso ahora, afectaría profundamente a nuestros esfuerzos de guerra porque haría que perdiéramos el tiempo acusándonos unos a otros y clamando justicia. Las familias tomarían partido, se jurarían venganza… y mientras, Omnius seguiría atacándonos.
El joven oficial no parecía satisfecho, pero no dijo nada.
—Sé lo que sientes, Abulurd. Créeme, Xavier no habría querido que pidiera una revisión de la historia en su favor. Ha pasado mucho, mucho tiempo. Dudo que a nadie le importe ya.
—A mí me importa.
Vor le dedicó una débil sonrisa.
—Sí, y ahora sabes la verdad. —Se recostó en el banco—. Pero nuestra larga lucha se mantiene sujeta por el frágil hilo de héroes y mitos. Las historias que rodean las figuras de Serena Butler e Iblis Ginjo se han forjado cuidadosamente, y los martiristas los han convertido en algo mucho mayor de lo que en realidad fueron. Por el bien de la humanidad y de la Yihad, deben permanecer intactos, como símbolos… incluso el Gran Patriarca, aunque no lo merece.
El labio inferior del joven temblaba.
—Entonces, ¿mi abuelo no era… no era un cobarde?
—Al contrario. Yo diría más bien que fue un héroe.
Abulurd dejó caer la cabeza.
—Yo nunca seré un cobarde —prometió.
—Lo sé, Abulurd, y quiero que sepas que para mí eres como un hijo. Me sentí muy orgulloso de tener a Xavier como amigo, y me siento orgulloso de conocerte. —Vor le puso una mano en el hombro—. Quizá algún día podamos reparar esta terrible injusticia. Pero primero tenemos que destruir a Omnius.
Un nacimiento en este suelo significa el nacimiento de un guerrero.
M
AESTRO DE ARMAS
I
STIAN
G
OSS
a sus alumnos
El ejército de la Yihad prometió recuperar Honru de manos de las máquinas pensantes, por muy alto que fuera el coste en vidas humanas. Tras un siglo de guerra santa butleriana, los humanos se habían acostumbrado al sacrificio extremo.
Quentin Butler, el primero del batallón, estaba en el puente de su nave insignia y contemplaba el planeta que tenían ante ellos, esclavizado por Omnius. Se enfrentaban a un enemigo sin alma. Sus labios pronunciaron una plegaria silenciosa. Era el típico héroe de guerra infatigable, y aparentaba mucho más que sus sesenta y cinco años; tenía el cabello ondulado, muy claro, y sus facciones —mentón firme, labios finos, ojos penetrantes— parecían cinceladas a imagen de un busto clásico. Quentin encabezaría la ofensiva, y llevaría a sus yihadíes a la victoria en el escenario de una de las primeras y más devastadoras derrotas de la Yihad.
Cuatrocientas ballestas y más de mil destructores jabalina convergerían para formar una soga asfixiante sobre aquel planeta donde, antes de la matanza de Honru, vivían humanos libres. Esta vez, las máquinas pensantes no tenían ninguna posibilidad frente a Quentin y su causa, por no mencionar su abrumadora superioridad militar.
Durante los largos años de Yihad, los valientes humanos habían infligido constantes y significativos daños a los Planetas Sincronizados, destrozando flotas robóticas y destruyendo avanzadillas. Sin embargo, el enemigo seguía reponiendo sus efectivos.
El primero, un adicto a la adrenalina que acompañaba siempre a la victoria, había protagonizado numerosos actos heroicos en su larga carrera militar. No eran pocas las ocasiones en que se había alzado victorioso sobre las ruinas humeantes del campo de batalla. Era algo que nunca le cansaba.
—Omnius debería calcular las probabilidades y desactivar sus sistemas —dijo Faykan, el hijo mayor de Quentin—. Nos ahorraría mucho tiempo y esfuerzo. —Era más alto que su padre, y tenía el mismo pelo ondulado, pero los pómulos altos y el rostro delgado eran de la madre, Wandra. Ya había cumplido los treinta y siete años, y tenía aspiraciones tanto militares como políticas.
Su hermano Rikov, que también estaba en el puente con ellos, resopló.
—Si conseguimos una victoria tan sencilla, será difícil justificar una gran celebración. Prefiero que haya más peligro. —Rikov, siete años más joven que su hermano, era una cabeza más bajo, tenía hombros anchos y la mandíbula más angulosa. Los labios generosos le venían de la familia Harkonnen, aunque nadie con un poco de sentido común lo habría avergonzado recordándoselo.
—Me contentaré con la victoria que sea, siempre que nos acerque un paso más a la aniquilación de esas máquinas diabólicas. —Quentin se volvió para mirar a los dos jóvenes impacientes—. Habrá gloria suficiente para mis dos hijos… y un poquito para mí también.
Inconscientemente, con frecuencia Quentin evitaba mencionar a su hijo menor por lo que le había pasado a Wandra durante el parto. Antes de la batalla, siempre pensaba en su preciosa esposa. Wandra había quedado embarazada accidentalmente ya de bastante mayor, pero el parto fue muy difícil, y la perdió. Lamentándose, sin pararse ni a mirar al bebé recién nacido, Quentin se había llevado a su mujer comatosa a la paz y la soledad de la Ciudad de la Introspección, donde tanto tiempo había pasado entregada a la contemplación su venerada tía Serena. Una parte de él seguía culpando a Abulurd por lo sucedido, y aunque su cabeza le decía que no era justo con él, su corazón se negaba a aceptarlo.
—¿Vamos a quedarnos todo el día mirando Honru —preguntó Rikov con insolencia, apostado ya cerca de la salida— o podemos empezar de una vez?
Los subcomandantes transmitieron señalando sus posiciones; estaban listos. La versión de la supermente que había en el planeta ya habría comprendido su destino. Los sistemas defensivos y los robots de combate habrían detectado a la flota enemiga, pero no podrían hacer nada contra una fuerza tan abrumadora. Su suerte estaba echada.
Quentin se levantó de su asiento en el puesto de mando y sonrió con paciencia a sus hijos. Los detalles principales de la batalla se habían preparado en un centro de mando en la lejana Zimia, pero en la guerra, hasta el último minuto no había nada decidido.
—Enviaremos quinientas kindjal en dos grupos separados, cada uno con su carga de bombas de impulsos descodificadores. No utilizaremos las bombas atómicas de gran alcance a menos que todo se tuerza irremediablemente. Debemos asestar un golpe preciso en el núcleo de la supermente, luego enviaremos equipos de tierra para que desconecten las subestaciones. Tenemos numerosos comandos de mercenarios de Ginaz con nosotros.
—Sí, señor —contestaron los dos.
—Faykan, tú dirigirás el primer grupo, y Rikov el segundo. Con la detonación de unas cuantas bombas atómicas de impulsos los circuitos gelificados de las máquinas quedarán inoperativos, no hay necesidad de aniquilar a la población humana. Las máquinas quedarán lo bastante tocadas para que podamos hacer descender grupos de tropas de asalto que eliminen posibles reductos. Antes de la noche, Honru será libre.
—Si es que queda alguien —señaló Rikov—. Ya hace casi noventa años que las máquinas tomaron el control ahí abajo.
El rostro de Faykan adoptó una expresión sombría y glacial.
—Si Omnius los ha matado a todos, razón de más para vengarnos. Entonces yo sí que no tendría reservas en lanzar una lluvia de bombas atómicas que lo destruyeran todo, como hizo la Armada en la Tierra.
—Sea como fuere —terció Quentin—, vamos allá.
El primero juntó las palmas de las manos ante el rostro en un gesto que era mitad saludo mitad oración y que los comandantes de la Yihad habían adoptado después del asesinato de Serena Butler hacía más de medio siglo. Aunque parecía hablar para sus hijos, sus palabras se transmitieron al resto de naves… y no era una simple arenga antes de la batalla, creía sinceramente en lo que decía.
—La matanza de Honru fue uno de los momentos más oscuros en la historia reciente de la Yihad. Hoy vamos a equilibrar la balanza y pondremos el punto y final a esta historia.
Faykan y Rikov se dirigieron hacia la cubierta principal de lanzamiento de la nave insignia, desde donde saldrían al frente de los dos grupos de kindjal. Quentin se quedó en el puente de mando para presenciar el desarrollo del ataque, confiando plenamente en sus hijos. Y siguió contemplando por la pantalla aquel planeta de aspecto tan exuberante: continentes marrones y verdes, penachos blancos de nubes, manchas de un azul intenso de los mares.
Sin duda la presencia de Omnius en el planeta durante nueve décadas habría destrozado el paisaje, convirtiendo los bellos bosques y praderas de Honru en una pesadilla industrial. Los supervivientes habrían sido esclavizados y obligados a servir a las máquinas. Quentin cerró los puños con fuerza, musitando para sus adentros otra plegaria, pidiendo fuerza. Con el tiempo, el planeta se recuperaría. Pero primero había que restablecer el mandato más benevolente de los humanos, vengar la primera matanza…