Lucus se convirtió en un campamento romano; a su nombre original se añadió el de Augusta. Gracias a la toma de estas importantes ciudades, los romanos pudieron completar su avance y ocupación de las costas atlánticas, dejando a las bravas tribus cántabras cada vez más cercadas. En ese tiempo se distribuyeron algunas guarniciones por lo que ya empezaba a denominarse Gallaecia, con una extensión territorial que abarcaba las actuales provincias gallegas más las zonas que llegaban hasta el río Duero.
Terminó el 26 a.C. con las legiones inmovilizadas por el crudo invierno y sin que la guerra ofreciera un resultado claro favorable a los intereses romanos, aunque los certeros golpes recibidos por las tribus habían sido tan rotundos que se podía presagiar el final de aquel aterrador conflicto.
En 25 a.C., el general romano Carisio inició un ataque sobre los últimos reductos de importancia que aún se mantenían en manos astures y cántabras; se eligió para el inicio de la ofensiva la ciudad de Lancia (Villasabariego).
Como de costumbre, los nativos resistieron con todo lo que tenían a su alcance, pero la fuerza romana era abrumadoramente superior y la plaza cayó tras durísimos combates. Más tarde sería utilizada para asentar colonos astures ya asimilados por la cultura dominante. De hecho en este periodo se empezó a utilizar el término Asturia Trasmontana para el territorio situado más allá de los picos de Europa.
Mientras se finiquitaba la campaña de 25 a.C., Octavio Augusto seguía trabajando febrilmente desde Tarraco, ciudad que convirtió en la auténtica capital eventual del Imperio. En los dos años que Augusto permaneció en ella, se crearon templos en su honor, se despacharon mensajeros a todos los confines imperiales, se recibieron embajadas oficiales de reinos amigos y se empezó a pensar en la idea de un censo que ofreciera datos sobre la población que se encontraba bajo los auspicios de Roma. En cuanto a su enfermedad, Octavio se recuperó milagrosamente gracias a los beneficios obtenidos en un balneario pirenaico. Una vez restablecido y viendo que la guerra se podía dar por ganada, regresó a Roma, pero antes ordenó la construcción de algunos monumentos conmemorativos de aquella victoria.
Sin embargo, lejos del sometimiento, los cántabros y astures se volvieron a levantar en armas nada más enterarse de la noticia que anunciaba la marcha del emperador. Durante cinco años los legados romanos se tuvieron que emplear a fondo en aquel territorio amante de la libertad. Las ciudades incendiadas y reducidas a la ruina ya no podían albergar a los resistentes norteños. La lucha se trasladó por tanto a sus castros fortificados, pequeños reductos en los que algunas decenas de guerreros seguían combatiendo al enemigo romano. Los castros también fueron arrasados, y entonces las últimas bandas de luchadores se internaron en los bosques. Las acciones guerrilleras provocaban el pánico entre los legionarios; recuperaban los guerrilleros de algún modo el espíritu de Viriato: cada hombre con suficiente edad para empuñar una espada lo hacía en defensa de su clan o su pueblo. En una ocasión un grupo de cántabros se ofreció a los romanos para firmar la paz e intercambiar alimentos, como el necesario trigo. Los legionarios, confiados en su fuerza y acuciados por el hambre, aceptaron la negociación y enviaron un destacamento para recoger lo pactado. Fue, como el lector se puede figurar, una trampa en la que los incautos romanos recibieron una muerte a cuchillo. Con escenas como ésta transcurrieron esos años de guerra interminable. Las malas noticias sobre el conflicto llegaron a Roma en 19 a.C., y Octavio, cansado de la situación, decidió enviar a Hispania al general Agripa, uno de sus mejores y más eficaces militares.
Las tropas expedicionarias romanas desataron un auténtico infierno sobre las comunidades cántabras, que a duras penas pudieron contener la furia romana. Agripa sacó a los aborígenes de sus montañas, castros y bosques; la represión se convirtió en un acto brutal donde se podían ver guerreros crucificados elevando al cielo cánticos de victoria, así como a mujeres, ancianos y niños suicidándose antes de ser capturados. Los historiadores nos cuentan escenas horripilantes que estremecen al lector: madres matando a toda su prole para luego quitarse la vida; mujeres que se asesinaban unas a otras para no ser vendidas como esclavas, padres que pasaban a cuchillo a todo su clan y luego se lanzaban a un desesperado combate final contra los romanos. Ése era el sentimiento de cántabros y astures, gentes indómitas que no se resignaban a ser sometidas por ningún extranjero, y que llegaban al fanatismo más absoluto en capítulos de imperecedero recuerdo. Agripa eliminó a casi todos los guerreros cántabros en edad militar. Fue un absoluto genocidio que dejó la región cantábrica casi despoblada, con los supervivientes huidos de las montañas y emplazados en valles de fácil control y vigilancia. Los legionarios veteranos de aquella campaña fueron premiados con tierras peninsulares. En ellas fundaron Emerita Augusta (Mérida), ciudad que con el tiempo llegaría a ser una de las más importantes en el Imperio romano.
Hispania había sido conquistada en doscientos extenuantes años; era la provincia romana de mayor impregnación latina y, a pesar de sus irreductibles habitantes autóctonos, la colonización, convivencia y cultura asimiladas arrojarían magníficos resultados en los siglos imperiales, convirtiéndola en una de las joyas más destacadas de aquellos tiempos.
Octavio Augusto inauguró en su provincia más querida la
Pax Romana
que tanto deseaba. Bajo su égida se tutelaba el destino de más de 4.000.000 de ciudadanos romanos, 30.000.000 de ciudadanos libres, así como 15.000.000 de esclavos; en total, 50.000.000 de almas que sostenían el mayor Imperio del planeta. Hispania jugaría un papel relevante en este vital capítulo de la historia. En los cuatro siglos siguientes aportaría a Roma no sólo dotación económica, sino también magníficos combatientes, sabios intelectuales y brillantes emperadores. Un proceso único de civilización que dejó huella indeleble en la idiosincrasia del pueblo hispano: leyes, urbanismo, idioma… factores que forjaron nuestro carácter patrio.
En 409 d.C. llegaron las invasiones de los pueblos bárbaros y con ellas una edad oscura. Los nuevos dueños de Hispania se llamaban ahora suevos, vándalos, alanos y visigodos, pero ésa es otra aventura.
Período final en la conquista de Hispania
43-31 a.C. Las legiones romanas se enfrentan a pequeños levantamientos tribales en Hispania.
31 a.C. Octavio Augusto derrota a Marco Antonio en Actium.
29 a.C. Comienzan las guerras cántabras. El general Statilio Tauro se enfrenta a cántabros, astures y vacceos. Los romanos toman la ciudad de Asturica (Astorga).
28 a.C. Situación inestable en el frente por los continuos ataques nativos.
27 a.C. Nueva distribución provincial: desaparecen Citerior y Ulterior, dando paso a Tarraconense, Bética y Lusitania. Ese mismo año Octavio Augusto llega a Tarraco.
26 a.C. Campaña principal de las guerras cántabras. Siete legiones romanas acosan a los nativos. Se empieza a hablar de la provincia Gallaecia. Toma cruenta de Bergidum (cerca de Cacabelos, León) y Lucus (Lugo).
25 a.C. Se someten los últimos reductos cántabros. Octavio regresa a Roma. Fundación de Emérita Augusta (Mérida).
24-23 a.C. Relativa paz en el norte de la península Ibérica.
22-20 a.C. Nuevos rebrotes bélicos de los cántabros.
19 a.C. Estalla un levantamiento generalizado de cántabros y astures. El general Marco Agripa aplasta la insurrección de forma brutal. Fin de las guerras cántabras. Fundación de Caesar Augusta (Zaragoza). Hispania en su totalidad geográfica ha sido conquistada y sometida al poder de Roma.
Durante los cuatro siglos imperiales, Hispania permaneció plenamente integrada en la civilización romana. En ese tiempo crecieron las infraestructuras con infinidad de calzadas, edificios portentosos y obras públicas. Asimismo, numerosos hispanos se encuadraron entre los grandes nombres del poder romano y de la intelectualidad más señera. Surgieron nuevas provincias dentro y fuera de la Península y, cuando en 409 llegaron los bárbaros, más de 4.000.000 de hispanorromanos no pensaban en otro pasado que no fuera Roma.
La resolución del emperador Octavio con respecto a prestar atención a la zona occidental de su Imperio fue trascendental en el caso hispano. No olvidemos que por esas fechas los territorios orientales romanos tenían muchísima más influencia y riqueza acumulada que los occidentales, y eso desestabilizaba notablemente la nueva política imperial. Octavio entregó sus preferencias a las Galias, Hispania y Mauritania, y con ellos se equilibró el fiel de la balanza.
La península Ibérica inició la senda del desarrollo y del progreso. En el primer siglo de nuestra era se había construido y urbanizado la práctica totalidad de las ciudades hispanas, y la economía aumentó gracias a las exportaciones de productos muy apreciados en la metrópoli: aceite, vino, salazones, trigo… Éstos se consumían por todo el Imperio y se demandaban continuamente debido a su innegable calidad.
La reorganización administrativa y territorial también tuvo su parte en este crecimiento hispano. De las primigenias provincias Citerior y Ulterior se pasó, en 27 a.C., a una primera división de las anteriores que dio como consecuencia el nacimiento de la Tarraconense (bajo control del
imperator
) con capital en Tarraco, de la Bética (bajo control senatorial) con capital en Corduba, y de la Lusitania (controlada por el
imperator
) con capital en Emérita Augusta. En el siglo III se haría oficial la aparición de una nueva provincia, llamada Gallaecia Asturica, y, finalmente, en tiempos del emperador Constantino, llegarían la Cartaginense y años más tarde la Baleárica; cabe destacar que la provincia Mauritania Tingitana estuvo unida a la Bética, con administración y gobierno de esta última.
Hispania fue avanzando en paz a medida que lo hacían las calzadas que se construían sobre ella. En efecto, los caminos romanos son un prodigio de ingeniería; la forma inteligente en la que se construyeron las calzadas nos da un reflejo certero sobre quiénes fueron aquellos capaces de hacerlo en aquel tránsito tan difícil de la historia.
Las calzadas recorrían las vías más cortas y prácticas. Los obreros, siempre bien dirigidos, utilizaban material autóctono, que ha perdurado en muchos casos hasta nuestros días. Estos trazados han sido mejor conocidos gracias a los exquisitos mapas medievales copiados generación tras generación desde su origen. En esos planos se mostraba el recorrido de las calzadas, incluyendo ciudades, villas y granjas con las que iban contactando. Además se han conservado los famosos vasos apolinares, unos recipientes de plata de carácter votivo con las estaciones visitadas a lo largo de la costa mediterránea.
De ese modo la península Ibérica se fue dotando de un sistema de comunicaciones sin parangón. La red se iniciaba en los pasos pirenaicos, extendiéndose por toda la cornisa cantábrica hasta llegar al océano Atlántico, donde se encontraba el
finis terrae
. De esos mismos nudos pirenaicos se descendía a los valles de las principales cuencas fluviales: primero a lo largo del Ebro y desde allí se conectaba con el Tajo en el camino de Lusitania, y con el Duero, buscando la salida hacia las explotaciones minerales del noroeste peninsular. En el occidente de Hispania se trazó la Vía de la Plata entre Gallaecia, Emérita Augusta y el sur de la Península.
En oriente, un sinfín de calzadas cubrieron el perfil de la costa mediterránea hasta desembocar en el mismo santuario de Hércules, en Gades. Como vemos, en pocas décadas casi 500.000 km
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fueron perfectamente comunicados entre sí; por eso no es de extrañar que una frase se hiciese tan célebre: «Todos los caminos conducen a Roma».
En cuanto al proceso de urbanización de las ciudades, éste fue sencillamente asombroso. Los habitantes locales quedaban absolutamente convencidos del poder romano al observar cómo se levantaban majestuosos edificios que servían como embajadores de la cultura que los construía; de esa manera las urbes hispanas se enriquecieron con anfiteatros, circos, acueductos, termas, fontanas, puentes, templos, faros, murallas…
La construcción y remodelación de ciudades era un evidente reflejo de lo que se estaba haciendo en Roma: ciudades típicas cruzadas en línea recta por calles con un núcleo principal donde se encontraba el gran foro escoltado por monumentos y templos.