Para finales de julio ya tenía armadas y abastecidas dos carabelas, la
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y la
Niña
, y una nao, la
Santa María
, alistados ochenta y nueve tripulantes de toda suerte y condición, incluidos algunos reos que, a cambio de libertad, eligieron participar en la magna empresa. Asimismo, una veintena de caballeros, funcionarios e hidalgos aceptaron gustosos formar parte de la aventura sirviendo a los reyes o a sus propios intereses. En total, más de un centenar de hombres integraron la primera expedición oficial europea que zarpó rumbo al Nuevo Mundo; aunque en esos días nadie podía imaginar que esto fuera así. El puerto elegido para la salida de las naves fue el de Palos (Huelva), menos importante que Cádiz o Sevilla, pero libre de una cuestión que no podemos pasar por alto: en ese tiempo miles de judíos estaban utilizando los principales puertos del sur peninsular para salir del país que les había expulsado, y el puerto onubense más alejado de las costas africanas, lugar de destino para los hebreos, se encontraba libre de estos forzosos tránsitos y más cercano, por añadidura, al primer objetivo de la navegación situado en las islas Canarias.
A principios de agosto de 1492, los tres buques a las órdenes del almirante Cristóbal Colón —como ahora se titulaba a sí mismo— estaban listos para zarpar. Su nave almirante, de la que era también capitán, era la
Santa María
, que medía treinta y cinco metros de eslora y dieciocho y medio de manga. Sus tres mástiles armaban velas cuadradas. La
Pinta
, más rápida pero menos de la mitad de larga que la capitana, llevaba aparejos parecidos. La tercera nave, la
Niña
, era aún más pequeña que la
Pinta
y convencionalmente armaba aparejo latino. El almirante estaba muy satisfecho con sus lugartenientes. Tanto Martín Alonso Pinzón —capitán de la
Pinta
— como su hermano Vicente —capitán de la
Niña
— eran marineros experimentados. Estos ilustres marinos habían aportado gran parte del respaldo financiero para el viaje y estaban dispuestos a garantizar el éxito del mismo.
Al alba del viernes 3 de agosto de 1492, Colón dio la señal de zarpar y, con las velas hinchadas al viento, se hizo a la mar la pequeña flota. Cada una de las naves portaba cañones y llevaba en su almacén suministros para seis meses. A bordo había también pequeños artículos y fruslerías preparados para el intercambio comercial con las presuntas gentes bárbaras que se podrían encontrar en alguna isla a mitad de camino antes de llegar al esplendoroso Oriente. La corta travesía a las Canarias debía ser rutinaria y tranquila, pero no lo fue, pues la
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rompió dos veces el gobernalle, lo que originó enojosas demoras. Luego hubo tres días de calma chicha que mantuvo inmóviles a las tres naves. Cuando la flota llegó al puerto canario, tuvo que esperar un largo mes hasta que se completaron las reparaciones efectuadas en la
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. Colón, presa de la impaciencia, sólo encontró consuelo en el hecho de que la obligada demora permitió cambiar las velas latinas de la
Niña
por velas cuadradas, lo que aumentaría la velocidad.
Hasta el jueves 6 de septiembre las naves colombinas no pudieron proseguir viaje. Poco a poco «las Afortunadas» iban quedando atrás, mientras un extraño sentimiento de temor se adueñaba de los tripulantes embarcados en aquella incierta singladura. Y es que no faltaron rumores desde el principio sobre el propósito final de aquella insólita expedición tan alejada de convencionalismos. No en vano, iba a ser la primera vez que naves europeas transitaran el Atlántico con la única guía de un presunto visionario imbuido en sus propios pensamientos de grandeza. Aun así, continuaron surcando las aguas del archipiélago canario ofreciendo una mirada nostálgica hacia Hierro, la isla más occidental y último lugar de tierra firme que los marineros verían en varias semanas. No todos compartían la fe de Colón en el éxito del viaje. Su inquietud no tenía nada de sorprendente porque, aunque la mayoría de ellos estaban familiarizados con los métodos de la navegación en los que se orientaban por el sol, las estrellas y la brújula, pocos habían navegado tanto tiempo sin poder avistar tierra. Ahora, enfrentados con mares desconocidos y siniestros, no contaban con otra cosa que les ayudara a encontrar la ruta en el viaje de ida y de vuelta. Sólo Colón se mantenía firme en su creencia de que el viaje les llevaría sanos y salvos a su destino. Su fe en la empresa era inconmovible como determinada su fuerza e inquebrantable su coraje.
La flota llevaba el rumbo latitud 28° norte. Colón había elegido este rumbo después de llegar a la conclusión, tras la lectura de un pasaje del libro de Marco Polo, de que siguiendo en esta latitud iría a dar directamente con Cipango (Japón), la gran isla que distaba dos mil cuatrocientos trece kilómetros de la costa de Catay (China). Así que el almirante y sus oficiales se aferraron con decisión a este rumbo. En la elección tuvieron mucha suerte, pues gracias a ello se mantuvo la flota en el cinturón de los vientos alisios, favorables a la navegación en esa época del año y, a fin de evitar mayor temor entre la marinería, se ordenó navegar a todo trapo, día y noche, a lo largo de setecientas leguas, para luego hacerlo de sol a sol. En todo momento el genovés se mostró cauto y no realizó ningún tipo de promesas a sus hombres, dejando que la tripulación abrigara sus propias conjeturas sobre las decisiones adoptadas por su capitán. Colón acertó en sus cálculos de que al seguir tal estratagema mantendría la calma de la tripulación durante muchos días. Sin embargo, ¿qué ocurriría luego? Bien estaba llevar a su ánimo la convicción de que avistarían tierra al cabo de setecientas leguas, pero ¿qué iba a pasar si esto no se producía? Después de todo, Cipango distaba probablemente de las Canarias más de mil leguas y, aunque Colón esperaba dar antes con alguna isla, no estaba seguro de que se cumplieran sus previsiones y existía la estremecedora posibilidad de que la tripulación se amotinara. Para impedirlo, recurrió al ardid de llevar dos libros de navegación: uno, para sus propios cálculos, que registraba la distancia real cubierta cada día por la flota y, otro, accesible a la marinería, que daba una versión reducida de la distancia cubierta. Con esto el almirante abrigaba la ferviente esperanza de que, a la vista del segundo libro, sus hombres estuvieran esperando completar las primeras setecientas leguas cuando en realidad ya habían recorrido más de ochocientas. Entre tanto se presentó en el viaje otra fuente de inquietud. A lo largo de la costa atlántica de Europa la aguja de la brújula apuntaba siempre un poco al este del norte. Pero, a los cuatro días de desaparecer Hierro de la vista, Colón empezó a comprobar que dicha aguja apuntaba considerablemente al oeste del norte. Esta situación trascendió a los hombres, los cuales mostraron un evidente nerviosismo, pues por entonces la pequeña escuadra se encontraba en medio del Atlántico y a merced de evidentes peligros. Desde luego no era el mejor momento para toparse con el problema, hasta entonces desconocido, del magnetismo de la tierra. Colón, estremecido por el inesperado descubrimiento, aceptó que ya no podía confiar en su brújula y fió su suerte a la tradicional posición de la estrella Polar en el firmamento. De esa guisa los tres barcos y sus temerosos tripulantes llegaron a las aguas cubiertas de algas del mar de los Sargazos en la zona occidental del Atlántico; para entonces, el miedo y la desesperación habían hecho presa en casi todo el mundo. Los oficiales españoles comenzaron a murmurar que había llegado la hora de enfilar proa hacia casa, los convictos suspiraban por la seguridad del calabozo y los honrados marineros añoraban la monótona rutina del comercio en las aguas costeras. Para levantar sus desmayados espíritus, Colón les animó a mirar de cerca la maraña de algas que flotaba a su alrededor, asegurando que parecía verde hierba recién llegada de tierra. Los Pinzones fueron en efecto quienes, algún tiempo más tarde, llamaron la atención sobre la importancia que tenía el hecho de ver bandadas de aves y «chaparrones sin viento». Ambos fenómenos eran señales inequívocas de que la tierra no podía encontrarse lejos.
La tarde del 25 de septiembre, Martín Alonso Pinzón gritó desde el castillo de la
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que había avistado tierra. La flota cambió inmediatamente de rumbo y puso proa en la dirección indicada. Pero la luz del siguiente amanecer sólo reveló un horizonte ininterrumpido de mar y cielo. El desengaño de la tripulación se tornó en ira contra su capitán y algunos empezaron a sugerir el amotinamiento. Los Pinzones, alarmados por el trance, defendieron ante Colón la decisión de colgar a los cabecillas. El almirante, en cambio, decidió pasar por alto la deslealtad de los conspiradores siempre que éstos accedieran a seguir navegando unos cuantos días más. Adivinando que no encontrarían piedad a manos de los Pinzones si se revelaban contra Colón, los sediciosos aceptaron su ofrecimiento y la flota siguió adelante.
El 7 de octubre, dejándose orientar por el vuelo de una bandada de aves, el almirante cambió el rumbo en dirección suroeste. Varios días más tarde empezaron a verse flotando en el agua ramas y cañas. La tierra no podía estar lejos. La noche del 11 de octubre, poco antes de la medianoche, Colón creyó haber visto brillar tenuemente en la distancia la luz de un fuego, aunque sólo hubo otra persona en la
Santa María
que afirmara haber distinguido también esa luz. A la mañana siguiente un cañonazo —señal convenida como aviso de haber visto tierra— tronó en la proa de la
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. Éste fue sin duda el momento supremo para Cristóbal Colón. Por fin, tras los días más angustiosos de su existencia, encontraba recompensa a sus esfuerzos y sueños. Lo que nunca sabría es que no había contactado con la buscada Asia, sino con un enorme y maravilloso Nuevo Mundo, y que además otro océano le separaba de las pretendidas tierras de Oriente. En realidad la expedición colombina había arribado a las costas de Guanahaní (San Salvador), en las Bahamas, sita a ochocientos cuatro kilómetros al suroeste de Florida.
En la mañana del 12 de octubre el ya proclamado almirante de la Mar Océana y sus hombres desembarcaron en la isla tomando posesión de ella en nombre de los reyes Isabel y Fernando. Miraban el acto con curiosidad los cobrizos habitantes de la isla, que se habían congregado para contemplar la llegada del hombre blanco. Colón no tardó en hacer amistad con ellos y hasta algún negocio, intercambiando artículos de poco valor por loros y pequeños ornamentos de oro.
Los siguientes días los españoles exploraron Guanahaní y otras islas de las Bahamas. En vano buscaron alguna mina de oro; sin embargo de inmediato se percataron que aquellos lugares estaban dotados de una inmensa riqueza natural de la que se podría obtener un inmejorable negocio. Los indígenas le dieron a entender que había otra isla muy grande (Cuba) al suroeste. Así que el 23 de octubre, después de escribir en su diario que «debe ser Cipango, a juzgar por lo que esta gente me dice de su tamaño y riqueza», se hizo a la mar llevándose siete indios en calidad de oportunos guías. Al cabo de una semana había llegado a Cuba e iniciado su exploración, constatando que la costa septentrional cubana era tan larga, que no se podía tratar de Cipango, sino del borde del mismísimo continente asiático. Quizá, incluso, se encontraba en los límites costeños del imperio del Gran Khan.
Lo cierto es que los expedicionarios quedaron complacidos por la belleza del país y el encanto de sus hombres y mujeres, con algunos hallazgos sorprendentes como los efectuados por Rodrigo de Jerez y Tuis de la Torre, los cuales vieron cómo los indios portaban extraños tizones humeantes en sus manos que se llevaban reiteradamente a la boca; fue la primera vez que los europeos vieron el tabaco.
A pesar de todo, Colón sentía verdadera necesidad de seguir adelante. Si ésta era en verdad la tierra de Catay, Cipango no podía hallarse muy lejos. Eso mismo debió de pensar Martín Pinzón, quien, en un gesto inesperado, tomó a sus hombres y a su carabela la
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y zarpó por su cuenta mientras Colón, que se encontraba cartografiando la costa norte de Cuba con la
Santa María
y la
Niña
no pudo seguir a su díscolo capitán a causa de los vientos contrarios que imperaban en la zona.
A principios de diciembre, no obstante, se las arregló para llegar a Haití, la gran isla situada al suroeste de San Salvador. La isla, que le pareció aún más placentera que Cuba, debía de ser sin duda Cipango, pues aquí abundaba el oro. Lo cierto es que los nativos no tenían el menor inconveniente en cambiar el precioso metal por las bagatelas que Colón portaba. Durante su estancia en Haití, tomó nota con deleite de los valles cultivados, los bosques de maderas preciosas y el espléndido clima. En reconocimiento al reino europeo que había patrocinado el viaje, bautizó a la isla con el nombre de La Española.
Sin embargo, un hecho nubló el feliz encuentro con este vergel, pues en la víspera de Navidad la
Santa María
se vino a pique sin motivos aparentes. Según parece, esa noche estaba tranquila y las aguas mansas, lo que facilitó una rebaja de la vigilancia en el buque encomendándole esa tarea a un muchacho inexperto que no supo o no pudo advertir que la fatalidad se adueñaba de la nao capitana hasta hundirla en las poco profundas aguas haitianas. A pesar de los denodados esfuerzos, los expedicionarios españoles no pudieron reflotar la nave, aunque consiguieron extraer de ella buena parte de su madera y bastimento, con lo que se empezó a construir un pequeño fortín al que Colón dio el nombre de Navidad en recuerdo del aciago día. Fue de facto el primer asentamiento español en la futura América y en él quedaron instalados treinta y nueve voluntarios que se presentaron como ocasionales colonos primigenios en aquella latitud.
Colón, por su parte, decidió no extender por más tiempo la empresa y con el resto de los tripulantes subió a bordo de la
Niña
para regresar a España dispuesto a recibir los honores y prebendas por su incalculable éxito. El 16 de enero de 1493, cuando se hizo a la mar, Colón no abrigaba el menor temor o escrúpulo sobre la suerte que pudieran correr los hombres que dejaba en la isla. Ésta era fértil y los indígenas se habían mostrado amistosos y serviciales. Mas, cuando volvió a Haití el año siguiente en su segundo viaje, descubrió horrorizado que todos y cada uno de los asentados habían perecido a manos de los nativos.