Read La aventura de la Reconquista Online
Authors: Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación, Historia
El siglo XII sustentó con firmeza la bandera de la cruzada permanente contra los infieles musulmanes. Desde principios de la centuria anterior se venía gestando la posibilidad de arrebatar a los árabes la posesión de Jerusalén y sus territorios adyacentes; se consideraba un sacrilegio que manos infieles gobernaran la tierra natal del Salvador. En 1095 el papa francés Urbano II ordenó la Primera Cruzada Internacional con el fin de recuperar los territorios sagrados de Oriente. En aquellos tiempos los pontífices romanos estaban considerados jueces y árbitros de las cuestiones internas o externas concernientes a los pequeños reinos cristianos europeos. Urbano II dictó normas que entusiasmaron a buena parte del colectivo caballeresco europeo: por ejemplo, se protegían haciendas y patrimonio de cualquier cruzado que emprendiera rumbo a la contienda, además, se prometía perdón divino a todos aquellos guerreros que murieran en combate; con estas y otras medidas de igual calibre miles de fervorosos caballeros se alistaron a las diferentes cruzadas que se proclamaron; fueron ocho en total y lo cierto es que en muy pocas ocasiones las huestes cruzadas pudieron sonreír con la victoria.
En ese siglo tan determinante surgieron las órdenes militares; el propósito inicial fue el de atender y proteger a los miles de peregrinos que acudían a los lugares santos, de ese modo, nacieron los caballeros Templarios, Hospitalarios, Teutónicos y del Santo Sepulcro. En la península Ibérica se libraba una especial Cruzada de Reconquista, lo que motivó la aparición al igual que sus hermanas de Tierra Santa de diferentes órdenes integradas por religiosos y caballeros laicos: Avis, Alcántara, Calatrava y Santiago dieron buena muestra de eficacia en la gestión de bienes encomendados, así como de disciplina y ardor combativo frente al poder musulmán. Desde su aparición las órdenes militares jugarán un papel decisivo en la Reconquista; a las antes citadas debemos añadir la de Montesa, creada a principios del siglo XIV con lo que quedó de la entonces extinta orden templaría.
Las cruzadas mantuvieron su espíritu religioso y guerrero hasta finales del siglo XIII donde los intentos estériles del rey San Luis agotaron cualquier ambición de recuperar los territorios ancestrales por los que anduvo Jesucristo. En esos dos siglos de obstinada lucha entre «la Espada y el Alfanje», los cruzados trataron de exportar en vano los usos y costumbres políticas que practicaban. La implantación en Oriente Próximo de reinos feudales con sus correspondientes principados y condados vasallos fue un total fracaso. Sin embargo, el feudalismo se extendía con firmeza por toda Europa; sus consecuencias, también.
En el plano militar los ejércitos medievales se integraban con guerreros y soldados de procedencia variada: por un lado, las mesnadas que acompañaban a los señores que rendían vasallaje al rey; por otro, el soberano disponía de una hueste real compuesta por los mejores jinetes de la corte. A todo esto, se sumaba la aportación de las milicias concejiles o populares, grupos formados por campesinos y pequeños burgueses de escasa fortuna que se unían al ejército principal en determinadas campañas. La naturaleza de estos contingentes bélicos no permitía prolongadas y exhaustivas contiendas, más bien se reunían con el propósito de asestar un duro golpe al enemigo y retirarse a la espera de nuevas oportunidades. Los ejércitos medievales nunca fueron numerosos, sus cifras oscilaban entre unos pocos cientos y algunos miles, por eso debemos desconfiar cuando los cronistas de aquel tiempo ofrecen sin recato cuantías exageradas en las referencias sobre integrantes propios o bajas infringidas al enemigo. Teniendo como base el censo poblacional de la época, ya era bastante con reunir una hueste de siete u ocho mil efectivos. En ese número se movió la media de los ejércitos organizados por uno y otro bando durante la Reconquista, con algunas excepciones como ya hemos comprobado en las páginas de este libro.
En cuanto a las técnicas e impedimentas de guerra no existían demasiadas variaciones desde los tiempos antiguos. La caballería seguía representando el máximo poder bélico en el campo de batalla, los combates giraban en torno a los choques frontales de caballeros y monturas de los dos contendientes; se mantenían cascos y escudos nacidos en siglos anteriores con el apoyo de las defensivas cotas de malla. Los jinetes cubrían su cuerpo con espléndidas armaduras que prolongaban a sus caballos; en este sentido, caballero, armadura y equino, constituían una mole acorazada difícil de vencer si los tres elementos anteriores se mantenían ensamblados.
La aportación de la infantería, débil en principio, fue cobrando fuerza a medida que se incorporaban nuevas armas como las ballestas y picas. El propósito fundamental de los infantes no era otro, sino el de conseguir desmontar a los fuertes jinetes; de esa manera evolucionaba la guerra feudal: asedios a castillos donde se empleaban a fondo los mejores ingenieros militares; los atacantes buscando la forma de derribar muros y los defensores ideando mil maneras que evitaran el rigor de la ofensiva enemiga. Entre combate y combate los caballeros se adiestraban en un sinfín de justas y torneos donde ponían a punto la eficacia de sus armas en un entrenamiento constante exigido por aquella época tan desoladora.
En resumen, comprobamos cómo la lucha cuerpo a cuerpo y la fuerza del acero seguían siendo los argumentos principales para la guerra del siglo XII. Espadas, lanzas de acometida y arcos ocupaban un papel principal en los escenarios bélicos de aquel siglo tan combativo.
En nuestra particular Cruzada peninsular no faltaron episodios que pusieran a prueba la determinación de huestes reales, mesnadas vasallas, milicias populares u órdenes militares, frente al fanatismo y agresividad de los nuevos poderes musulmanes: en la primera mitad de siglo los almorávides y posteriormente los formidables guerreros almohades. Las dos potencias islamitas iban a ocasionar más de un dolor a los reinos peninsulares cristianos que en este tramo pasarían a ser cinco: Aragón, Navarra, León, Portugal y Castilla.
El reino castellano entraba en el siglo XII jugando un papel indiscutible como baluarte cristiano en la península Ibérica. El rey Alfonso VI, llamado, el Bravo, luchó con denuedo contra los invasores almorávides; durante años soportó la expansión magrebí a costa del hundimiento de unas taifas demasiado endebles. Los almorávides se enseñoreaban de al-Ándalus desde 1090, eso suponía una paralización casi total en el cobro de las tan necesarias parias. Alfonso, proclamado emperador de Hispania unos años antes, se lanzó a una suerte de ofensivas militares sobre la frontera media que dividía al-Ándalus y Castilla.
En la primavera de 1108 las tropas castellanas sufrieron una penosa derrota en Uclés, plaza fortificada situada al este de Toledo. En dicho lugar una poderosa coalición musulmana compuesta por soldados llegados desde Valencia, Murcia y Granada, provocaron más de 3.000 muertos en las filas cristianas. Entre las bajas se encontraban el primogénito real Don Sancho y el conde García Ordóñez, jefe del ejército castellano. La aplastante victoria almorávide supuso un severo revés para los planes que Alfonso VI tenía sobre la repoblación de esa zona del Sistema Central. Tras Uclés cayeron localidades como Huete y Ocaña; estos acontecimientos frenaron algunas décadas el impulso cristiano sobre el sur de la península Ibérica. Un año más tarde de la batalla fallecía el rey Alfonso VI; sin heredero varón que le sucediese ocupó el trono su hija Doña Urraca quien se había casado cumpliendo el deseo de su padre con Raimundo de Borgoña con el que tuvo a su heredero, el futuro Alfonso VI. Desgraciadamente la política iniciada por Alfonso VI sobre las relaciones de Castilla con otros reinos europeos no se pudo consolidar por la muerte prematura de Raimundo. Urraca, desde su corte castellano-leonesa, optó por estrechar lazos con el vecino aragonés, y en 1109 se desposó con Alfonso I, el Batallador; fue un matrimonio tortuoso y mortificante para ambos cónyuges. Las disputas territoriales y los recelos mutuos provocaron que en 1114 Alfonso I repudiara a Urraca. De nuevo la guerra entre cristianos benefició un clamoroso parón en el conflicto común contra el enemigo musulmán. Urraca pasó buena parte de su reinado sofocando las revueltas internas, con especial atención a Galicia, donde algunos linajes principales se desentendían ostensiblemente de cualquier acatamiento del poder castellano.
La reina Urraca murió en 1126 siendo sucedida por su hijo Alfonso VII quien con presteza trató de imponer la supremacía castellana sobre Aragón. Esta tensión entre reinos cristianos se solucionó momentáneamente gracias al pacto de Támara producido en 1127, por el cual los monarcas castellano y aragonés establecieron las bases de futuras actuaciones en la Reconquista. Castilla recuperó Burgos tomando un importante respiro fundamental para que Alfonso VII pudiera disolver los conatos de resistencia interna. En 1134 fallecía su padrastro, el aragonés Alfonso I, el Batallador; circunstancia que propició una entrada fulminante de los castellanos en el territorio de Navarra y Aragón.
Los aragoneses reconocieron al rey Alfonso y éste entregó el trono a García Ramírez, personaje elegido por los navarros; todo a cambio del vasallaje que Aragón había prometido a Castilla. En 1135 coincidiendo con el primer centenario del reino, se reunieron los nobles en León para proclamar emperador al rey Alfonso VII, tal y como había sucedido con su abuelo cincuenta años antes. Con este poder el soberano Alfonso emprendió una serie de campañas guerreras sobre los musulmanes, por entonces muy debilitados gracias a los enfrentamientos fratricidas entre almorávides y andalusíes. Un nuevo inconveniente mantuvo preocupado al Emperador: la declaración de independencia que hizo Alfonso Enríquez sobre Portugal en 1140. Tres años más tarde, tras arduas negociaciones llegaba el
Tratado de Zamora
por el que Portugal se reconocía vasallo de Castilla. Con la firma de este documento Alfonso VII daba visto bueno al nacimiento del reino portugués. Mientras tanto, el poder almorávide se desplomaba por todo al-Ándalus dejando camino libre para que los ejércitos castellanos avanzaran varios kilómetros sobre las fronteras establecidas.
En 1142 se recuperaba la extremeña Coria, en 1147 se daba un fortísimo golpe de mano con la toma de Almería; eran momentos dulces para Castilla. A pesar de las constantes disensiones de intramuros, surgían las primeras órdenes militares como la de San Julián del Pereyro, llamada así por el lugar próximo a Ciudad Rodrigo donde lucharon con energía muchos caballeros salmantinos fundadores de la orden, más tarde sería conocida como Alcántara, nombre de la plaza que el rey les encomendó para su defensa y gobierno.
En 1157 Alfonso VII se encontraba asediando la localidad de Guadix cuando le visitó la muerte. Su repentino fallecimiento dio paso a un difícil testamento elaborado tiempo atrás por el que su Imperio se dividiría entre sus dos hijos: para el primogénito Sancho III, el Deseado, sería Castilla, mientras que al pequeño Fernando II le correspondería León; una vez más los destinos castellano-leoneses se separaban dejando la España cristiana repartida en cinco reinos.
Sancho III, el Deseado, tuvo uno de los reinados más efímeros de toda la Reconquista. A pesar de esto, dio muestras claras de su buen proceder cuando pactó con su hermano Fernando II de León acuerdos de no agresión entre sus reinos, hecho que permitió al soberano dedicarse por entero al refuerzo de la frontera sur de Castilla.
En 1157 se produjo un episodio difícil: los templarios devolvieron inexplicablemente la plaza de Calatrava en Ciudad Real. Esta posición de la vanguardia suponía un enclave neurálgico para toda la línea defensiva cristiana. Los monjes templarios habían intentado defender Calatrava desde 1147, pero se negaron diez años más tarde a seguir permaneciendo en aquel bastión dadas las pésimas condiciones de abastecimiento y defensa ante el constante azote del enemigo. En enero de 1158 Sancho III encomienda la defensa de Calatrava a Raimundo, abad del monasterio cisterciense de Fítero, y al monje Diego Velázquez. Éstos en compañía de un puñado de valerosos guerreros logran fortificar y guarnecer la plaza: ha nacido la orden militar de Calatrava.
El 23 de junio se firmará el
Pacto de Sahagún
por el que leoneses y castellanos fijarán sus pretensiones sobre al-Ándalus. Mientras que Fernando II reconquistó importantes plazas como Lisboa, Badajoz, Montánchez, Évora, Silves y la mitad del reino musulmán de Sevilla, Sancho III invadió gran parte de los parajes situados entre Sevilla y Granada; esto suponía la mayor extensión de Castilla por el momento.
El 31 de agosto del año 1158 moría en Toledo el rey Sancho III, su primogénito Alfonso VIII tan sólo contaba tres años cuando tuvo que asumir la corona. Hasta 1170 no le fue concedida la mayoría de edad, en ese período algunos nobles como Manrique de Lara o Gutiérrez Fernández de Castro se disputaron la tutoría del joven. Las razonables dudas sobre el futuro de Castilla permitieron al rey Sancho VII de Navarra tomar algunas plazas como Logroño. El mismo Fernando II hizo lo propio con Toledo y Burgos. No obstante, su entronización y posterior boda con Leonor Plantagenet, hija del rey ingles Enrique II, devolvieron la estabilidad perdida. Alfonso VIII firmó acuerdos con Aragón que permitieron una poderosa alianza contra el resto de reinos cristianos; fueron muy útiles al principio, sin embargo, en este siglo romper acuerdos era el deporte favorito de las monarquías. Durante estos decenios finales de la centuria, las luchas intestinas se impusieron como norma cotidiana.
Los cristianos, enzarzados en absurdas guerras territoriales, se debilitaban permaneciendo impasibles ante la ascensión del nuevo imperio musulmán almohade.
Alfonso VIII, el Bueno, se preocupó en mantener la tarea reconquistadora tomando en 1177 la ciudad de Cuenca a la que dotó de unos fueros ejemplares que se convirtieron con los años en modelo de otras localidades.
Asimismo, las tropas castellanas reconquistaron Alarcón, Calasparra y Baños.
En 1179 se concretó el
Tratado de Cazorla
, similar al de Sahagún, por el cual aragoneses y castellanos delimitaban sus ambiciones en la España musulmana. De este modo Aragón llevaba su expansión hasta Alicante, dejando para Castilla los territorios que se extendían más al sur hasta la propia Almería. La osadía militar de Alfonso VIII hizo que se plantara con sus tropas ante los muros de Algeciras, lo que supuso una grave humillación para los almohades que dominaban al-Ándalus desde el norte de África. En 1194 se firmaba entre el rey leonés Alfonso IX y el castellano Alfonso VIII el
Tratado de Tordehumos
por el que se establecía una tregua de diez años entre los dos reinos; asunto que les permitiría combatir unidos la amenaza almohade. Sin embargo, Yaqub al-Mansur, el, poderoso líder almohade, no estaba dispuesto a perder ni un sólo metro de terreno más en al-Ándalus; a tal efecto, diseñó una contundente ofensiva sobre las tropas cristianas reuniendo un ejército de impresionantes dimensiones que cruzó el estrecho de Gibraltar en la primavera de 1195. Los musulmanes establecieron su campamento base en Sevilla, Yaqub añadió a sus tropas bereberes contingentes andalusíes y grupos de mercenarios cristianos; según los cronistas de la época se llegó a reunir a más de 300.000 hombres, aunque esta cifra debe ser cuestionada dado el volumen de los ejércitos que se movieron por ese tramo de la Edad Media. El 27 de mayo Yaqub dio la orden de partida, la columna musulmana salió de Sevilla rumbo a Córdoba y una vez superada esta localidad avanzaron sobre Sierra Morena. Tras cruzar las montañas andaluzas el ejército almohade se encontró con las tropas castellanas cerca de Alarcos. En esos momentos Alfonso VIII esperaba los refuerzos de León, Aragón, Navarra y Portugal; pero todo se olvidó al divisarse las vanguardias mahometanas. Fue entonces, tras un día de tensa espera, cuando el rey Alfonso inició un explosivo ataque sobre los sarracenos, éstos lo repelieron con una nube de flechas que pronto impactaron en los cuerpos de cientos de jinetes pertenecientes a la más abigarrada caballería pesada castellana. Se combatió atrozmente durante toda la jornada de aquel caluroso 19 de julio. Los almohades arropados por la superioridad numérica y por la eficacia de sus arqueros organizaron una demoledora contraofensiva que barrió las primeras líneas castellanas. El avance fue implacable, en pocos minutos los primeros destacamentos sarracenos ocupaban el núcleo principal del campamento cristiano.