La Antorcha (77 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Hécuba mostró preocupación en el tono de su voz, al preguntar:

—¿Has hablado ya con Héctor acerca de eso?

Paris inclinó la cabeza y se apartó, pero no antes de que Casandra reparase en las lágrimas que llenaban sus ojos.

—¿Cómo soportar que hable así? —murmuró él.

—La cuestión no es cómo podemos soportarlo, sino que ella lo padezca —replicó Casandra—. Tú, al menos, puedes salir e intentar vengar los males que han infligido a nuestra madre y que están acabando con nuestro padre. Dime, ¿es posible que construyan eso hasta una altura que les permita entrar en la ciudad?

—Lo es, pero no lo lograrán mientras yo viva —contestó Paris—. Reuniré a los aurigas y arqueros que nos quedan.

Besó a Helena y descendió por la escalera. Poco después oyeron el grito de batalla, cuando Paris y los carros disponibles se lanzaron a una endiablada velocidad contra la edificación, enviando nubes de flechas que casi llegaron a oscurecer el cielo. Aquella carga salvaje derribó una esquina de la estructura, que se vino abajo con gran estruendo; seis hombres se desplomaron entre alaridos.

Los soldados aqueos emprendieron la huida, perseguidos muy de cerca por los carros troyanos. Cuando parecían resueltos a llegar hasta las naves, Paris dio el alto y regresó a la construcción que había quedado abandonada. Halló un barril de pez en el lugar y, derramándolo en torno, le prendió fuego. Mientras ardía, los troyanos oyeron los gritos de Agamenón que trataba inútilmente de reunir a sus hombres. Los soldados de Paris regresaron a la ciudad antes de que Agamenón pudiese iniciar un contraataque.

Los que habían observado lo sucedido desde las murallas profirieron voces de júbilo. Era la única batalla que habían ganado claramente desde el incendio de las naves aqueas. Paris acudió y se arrodilló ante Príamo.

—Si quieren construir un altar a Poseidón, no lo alzarán en suelo troyano.

—Bien hecho —dijo Príamo, abrazándolo con cariño.

Helena acudió a despojarlo de su armadura.

—Estás herido —declaró al ver el gesto que hacía cuando retiró uno de los cubrebrazos.

—De flecha. Pero no ha llegado al hueso.

—Casandra —le rogó Helena—. Ven a ver esto, ¿qué te parece?

Casandra se acercó y levantó la manga de Paris. Era una herida superficial, una pequeña depresión justo por encima del codo. Purpúrea e hinchada, ya se había cerrado tras dejar escapar una o dos gotas de sangre.

—No creo que sea grave —anunció—. Pero habría que lavarla con vino y curarla con agua caliente y hierbas. Cuando una perforación se cierra demasiado pronto, puede tener malas consecuencias. Es preciso mantenerla abierta y hacer que sangre bien para que se limpie.

—Tiene razón —añadió Crises, trayendo una botella de vino que empezó a verter sobre la herida.

Paris se apoderó de la botella.

—Lástima de vino —dijo, llevándosela a los labios: pero tras beber, hizo un gesto de desagrado—. ¡Uf, qué mal sabor tiene! Tal vez sirva para lavarme los pies.

Crises se encogió de hombros.

—En el templo del Señor del Sol hay mejor vino para beber, príncipe Paris. Éste es de mala cosecha y se emplea para limpiar heridas. Ven conmigo y te daré de una cosecha mejor mientras te atiendo.

—Más vale que vayas a nuestras habitaciones del palacio y allí te curaré —dijo Helena—. Ya has peleado bastante por hoy y no hay nadie a quien combatir.

—No —repuso Paris, acercándose a la muralla—.He oído a Agamenón. Ha reunido a algunos de sus arqueros para atacarnos. Hemos de bajar cuando eso ocurra. Se dice, Helena, que paso demasiado tiempo en tus habitaciones; y estoy cansado de tener fama de cobarde. Véndame el brazo con tu pañuelo y deja que me vaya.

Se puso de nuevo la armadura sobre la herida y bajó la escalera. Pronto le oyeron gritar a sus hombres.

—¿Por qué tiene que padecer un maldito ataque de heroísmo precisamente ahora? —se quejó Helena—. ¿Crees que el dios se irritará por el incendio si fuese verdaderamente un altar para Poseidón?

—No veo qué otra cosa podrían haber hecho, tanto si el dios se irrita como si se queda indiferente —dijo Casandra—. Quizá se acuerde El que Hace Temblar la Tierra de los magníficos caballos que le hemos sacrificado gracias a Odiseo.

—Confío en que esa herida no le estorbe para cabalgar ni para lanzar flechas —manifestó Helena—. Cuando vuelva, si sobrevive a esta carga, lo llevaré para que sea atendido por el mejor de los curanderos.

—Enviaré al palacio a los sacerdotes curanderos más diestros —afirmó Crises, que partió sin demora colina arriba.

Casandra observó la carga; Paris luchaba como un loco, como si el propio dios de la guerra alentase en él. Perdió la cuenta del número de soldados aqueos que abatió y dejó ensangrentados en el suelo.

—Jamás le vi pelear así antes —dijo Helena.

Reza para que no vuelvas a verle de ese modo, pensó Casandra.

—Tal vez la herida sea tan leve como afirma. No parece afectarle.

—Cabalga como el propio Héctor —declaró Príamo, contemplándole desde la muralla—. Todos hemos sido injustos con ese muchacho, juzgándole menos heroico que su hermano.

Helena cerró los ojos cuando una espada descendió sobre Paris. Paró el golpe en el preciso momento en que parecía que iba a separar la cabeza de sus hombros. Fue la última estocada. Un momento después los hombres de Agamenón se dispersaron y corrieron como si no pensaran en detenerse hasta llegar a sus naves. Paris gritó, al parecer dispuesto a perseguirles hasta el mar, pero al poco rato retiró a sus hombres.

—Si queda algún buey, que lo maten para la cena de los hombres —dijo a Hécuba cuando subió por la escalera para reunirse con las mujeres, que le aguardaban—. Jamás vi un combate semejante.

Helena se apresuró a abrazarle.

—¡Gracias sean dadas a Afrodita por haberte conservado con vida!

—Sí, continúa cuidando de nosotros. No te trajo a Troya para abandonarnos ahora.

Paris observó las cenizas de la construcción que habían tratado de levantar los aqueos.

—Si está dedicada a algún dios, pido que me perdone. Ahora, si encuentras a ese curandero, Helena, me alegrará que me preste sus buenos oficios. Me duele el brazo.

Mientras se dirigía al palacio se apoyó en ella y Casandra le miró horrorizada.

—Mejor será que vayas con él —dijo Crises, a quien Casandra había oído regresar—. Eres tan buena curandera como cualquiera del templo del Señor del Sol.

Casandra no estaba segura al respecto pero no supo cómo decirlo.

—Miraste la herida más atentamente que yo. Sabes lo mala que es. No me gusta ese tipo de heridas, aunque en apariencia carezcan de importancia.

Corrió hacia las habitaciones de Paris y Helena sólo para que se le dijera que no se necesitaban sus servicios.

La noche fue tranquila, pero por la mañana estaba levantado de nuevo el andamiaje y los aqueos martilleaban y serraban como si no hubieran sido interrumpidos.

—Volveremos a hacer lo de ayer —afirmó Deifobo que había acudido aquella mañana a visitar a Príamo—. ¿En dónde se halla hoy el regalo de Afrodita a las mujeres? ¿Todavía oculto tras las faldas de Helena?

—Calla —repuso ásperamente Príamo—. Fue herido ayer; quizás esté peor o se haya enfriado.

Llamó a uno de sus jóvenes mensajeros y le ordenó:

—Ve a buscar al príncipe Paris y pregúntale por qué no está aquí con su ejército.

—Vaya herida —dijo con desdén Deifobo—. La vi; un arañazo de gato, o más probablemente un mordisco amoroso.

El muchacho partió corriendo y regresó pálido. Se inclinó ante Príamo y declaró:

—Señor, Helena pide que acuda la sacerdotisa Casandra para ver la herida de su hermano. Dice que ella no tiene poder para curarla.

—Padre —solicitó Deifobo—. ¿Me das permiso para sacar los carros y perseguir a esas hormigas como hizo Paris ayer?

—Ve —le autorizó Príamo—. Pero cuando Paris esté curado le entregarás el mando de nuevo; nada de lo suyo te pertenece.

—Veremos —dijo Deifobo.

Y partió tras despedirse de Príamo.

Casandra bajó al palacio. Cruzó las salas que aquella mañana le parecieron húmedas, frías y silenciosas, incluso con retazos de niebla marina en el aire. En las estancias reservadas a Helena y Paris, éste, medio vestido y muy pálido, yacía sobre un jergón, murmurando. A su lado, Helena, trataba de lavar la herida con agua caliente, perfumada con hierbas. Se puso en pie de un salto y acudió a Casandra.

—Doy gracias a Afrodita por haberte traído. Tal vez te escuche porque a mí no quiere hacerme caso.

Casandra se acercó y retiró el velo con el que había sido cubierta la herida. Toda la parte superior del brazo estaba muy hinchada; la perforación seguía obstinadamente cerrada y rezumaba un líquido claro. El brazo había cobrado un tono purpúreo con trazos rojizos que se extendían hasta la muñeca.

Casandra contuvo el aliento. Jamás había visto una herida de flecha como aquella.

—¿La han examinado los sacerdotes de Apolo?

—Anoche vinieron dos veces. Me dijeron que la lavase con agua caliente y que probablemente habría que cauterizarla. Pero no he tenido valor para hacerle pasar por eso cuando no pudieron prometerme que lo curaría. En la última hora parece haber empeorado y ya no me conoce.

Hace unos pocos minutos gritaba a los criados que le trajeran su armadura y los amenazó con pegarles si no le ayudaban a levantarse y a ponérsela.

—Esto no tiene buen aspecto —dijo Casandra—. He visto curar heridas peores pero...

—¿Debo dejarlos que la quemen?

—No. De haber estado yo aquí, les habría dicho que la tratasen con vino y aceite de oliva. A veces sé que resulta eficaz un emplasto de pan mohoso y de telarañas para limpiar una herida de perforación. Los curanderos tienen harta afición a emplear sus cauterios. Anoche quizás hubieran podido abrirla para que sangrase mejor, pero nada más. Ahora es demasiado tarde. La infección se ha afirmado y vivirá o morirá. Pero no desesperes —añadió rápidamente—. Es joven y fuerte y, como te dije, he visto curar heridas peores.

—¿No se puede hacer nada? —inquirió Helena, con desesperación—. Tu magia...

—No poseo magia curativa alguna —declaró Casandra—. Pero rezaré. No puedo hacer más.

Dudó un momento y añadió:

—Enone, la sacerdotisa del río... era diestra en magia curativa.

Helena vislumbró una esperanza.

—¿No puedes llamarla? —imploró nerviosamente—. ¡Suplícale que venga y le cure! Que pida lo que quiera y será suyo, lo prometo.

Pero ya le has quitado lo único que ella deseaba, pensó Casandra.

—Le enviaré un mensajero pero no puedo asegurar que venga.

—¿Cómo podría ser tan cruel para negar su ayuda si con ella evitaría su muerte, habiéndolo querido tanto?

—No lo sé, Helena. Abandonó el palacio muy resentida con él.

—Si es preciso, yo, reina de Esparta, me arrodillaré ante ella con los cabellos cubiertos de ceniza. ¿Debo ir pues en busca de Enone?

—No, la conozco. Iré yo. Mientras tanto ora y haz sacrificios a Afrodita, que te favorece con su protección.

Helena la abrazó con fuerza.

—Casandra, ¿supongo que no me desearás ningún mal?

Son tantas las mujeres de Troya que me odian. Puedo verlo en sus ojos, advertirlo en sus voces...

La voz de Helena parecía casi la de un niño que suplicara y Casandra le acarició cariñosamente la mejilla. —Sólo te deseo bien, Helena. Lo juro. —Pero cuando llegué a Troya lanzaste una maldición contra mí...

—No —dijo—. Sólo profeticé que nos traerías desgracias. El hecho de que yo viese el daño no significaba que lo causara. Fue obra de los Inmortales y no mía más que tuya. Nadie escapa a la mano del destino. Iré ahora a las fuentes del Escamandro, hallaré a Enone y le imploraré que venga y cure a Paris.

Crises la saludó cuando abandonaba el palacio, y Casandra le miró sorprendida.

—Creí que a estas horas te hallarías en una nave rumbo a Creta o a Egipto. ¿Por qué no te has ido?

—Es posible que pueda hacer algo por la ciudad que me acogió o por Príamo que ha sido mi rey —dijo Crises—, o incluso por ti. ¿Quién sabe?

—No deberías quedarte por mí. Me alegraría que te hallases a salvo cuando ocurra lo que ha de ocurrir.

—Nada deseo —replicó con voz extrañamente serena—, excepto que sepas, antes de que llegue el final para todos nosotros, que mi amor por ti es verdadero y desinteresado, que no quiero más que tu bien. £50 es cierto, pensó Casandra.

—Te creo, amigo mío, y te ruego que te pongas a salvo tan pronto como puedas. Alguien debe recordar y contar la verdad sobre Troya a los que vengan después. Me inquieta que, a través de las leyendas, los hijos de nuestros hijos lleguen a creer que Aquiles fue un gran héroe o un hombre bueno.

—No es posible que nos dañe ni tampoco que a Aquiles le beneficie lo que digan o canten en tiempos futuros. Sin embargo, si sobrevivo, juro que diré la verdad a todo el que quiera saberla.

Casandra subió rápidamente al templo del Señor del Sol y se despojó de su traje ceremonial. Se puso una túnica oscura y usada con la que podría pasar inadvertida, calzó fuertes sandalias de cuero y recogió un pesado manto para protegerse del viento o de la lluvia. Luego salió por el portillo derruido y tomó el camino del monte Ida, a lo largo del menguado cauce del Escamandro. Lo que fue vereda se había convertido en vía frecuentada. Eran muchos los hombres y los caballos que pasaban por allí. Y las aguas que antaño corrían rápidas y limpias ahora parecían fangosas y turbias. La última vez que hizo aquel camino las aguas eran claras y en el sendero casi no se veían huellas. ¿Cuántos años hacía de eso?

Incluso ahora, de haber sido menos urgente y acuciante su propósito, habría disfrutado del viaje. El sol se había ocultado tras las nubes. Las copas de los árboles que cubrían las colinas se perdían entre la bruma, y unos vientos suaves anunciaban lluvia y probablemente tormenta. Prosiguió a buen paso pero, aunque era fuerte, la cuesta pronto se hizo tan empinada que tuvo que detenerse a descansar, puesto que le faltaba el aliento. A medida que ascendía, lo que había sido río se trocaba en arroyo de aguas cristalinas. Ningún hombre o caballo había contaminado el sendero o el agua. Se arrodilló y bebió porque, a pesar de las nubes y del viento, hacía calor.

Al fin llegó al lugar en donde manaba con fuerza el agua de la roca, protegida por una imagen tallada del Padre Escamandro. Tiró de la campana para llamar a las potámides; y cuando apareció una joven, le preguntó si podía ver a Enone.

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