Cuando el tren recorría velozmente la melancólica planicie de Flandes, Afonso sintió un deseo irresistible de reencontrarse con el pasado, de enfrentarse con los fantasmas que diariamente ensombrecían su sueño. Decidió por ello, en un ímpetu, en un arrebato, hacer escala en Aire-sur-la-Lys antes de proseguir viaje hasta Lille. Se apeó en la estación de Aire, admiró el aspecto familiar que tenían las cosas, le extrañaron los pequeños cambios, las paredes reconstruidas, las calles arregladas. Había aún muchas ruinas, pero se sentía el aroma de las cosas nuevas. Se subió a un taxi y le pidió al
chauffeur
que lo llevase a las antiguas trincheras del sector entre Fauquissart y Ferme du Bois. El pequeño Peugeot siguió hasta Laventie y pasó al lado del cementerio militar. Afonso le ordenó parar y fue a visitar el recinto. Consultó a un responsable y descubrió algunas tumbas que buscaba. Estaban allí la de Joaquim y la de Vicente,
el Manitas
, que habían muerto en Picantin Post, pero no había señales de las sepulturas del sargento Rosa, de Abel,
el Canijo
, y de Baltazar,
el Viejo
, probablemente enterrados deprisa por los alemanes en una fosa común. Las lápidas de Joaquim y de Vicente,
el Manitas
, igual que las restantes, estaban descuidadas; el cementerio daba sensación de abandono. Se arrodilló sobre ambas tumbas, conmovido, y rezó en memoria de los hombres a quienes había dirigido hasta el momento de su muerte.
Volvió después al taxi y prosiguió hasta Fauquissart. Reconoció la Rue Tilleloy, ahora bien arreglada, la carretera reparada, los campos verdes a un lado, dorados de trigo al otro, los árboles vigorosos y las flores garridas, el rocío reluciente en los pétalos coloridos, semejante a lágrimas frescas y cristalinas. El horizonte se llenaba de robustos chopos, plátanos, tilos, olmos, se veían perezosas vacas pastando donde antes sólo se encontraba desolación; la vida había renacido bajo los cráteres y todo se había transformado. En vez de que la despanzurrasen granadas, los instrumentos agrícolas removían ahora la tierra para plantar patatas, cereales, remolacha, avena, zanahorias. Las viejas trincheras se veían irreconocibles, tapadas por la vegetación, la naturaleza se había encargado de ocultar con plantas aquellas cicatrices abiertas en el suelo. Identificó por aproximación el lugar donde había estado situado el Picantin Post, escenario de tantas pesadillas, volvió a acordarse de Joaquim y de Vicente,
el Manitas
, que habían caído allí. Sintió una emoción enorme al pasar por el antiguo puesto, pero no había duda de que todo había cambiado, se había vuelto diferente, más apacible, incluso acogedor.
Bajó hasta Neuve Chapelle y fue a visitar el memorial de la guerra, en la Mairie, y la iglesia de Saint Christophe, ya reconstruida, que albergaba uno de los célebres Cristos de las trincheras, que, durante la guerra, tanto impresionaron a los soldados portugueses. Aquella estatua de Cristo en la cruz había sobrevivido a la destrucción de la iglesia; la cruz se mantuvo plantada en medio de las ruinas, a cielo abierto, la figura de Jesús prácticamente intacta, en una obstinada resistencia que había despertado la veneración respetuosa de los atemorizados soldados portugueses. Afonso se acercó también a Béthune para volver a ver el anexo donde había vivido con Agnès. La casa seguía igual, pero el anexo se había transformado en un garaje, con una de las paredes sustituida por un portón. Al ver aquel recinto donde pasó días tan intensamente felices, un dolor desgarrador le oprimió el corazón, la vieja herida volvía a abrirse. Con un nudo en la garganta y los ojos húmedos, se alejó rápidamente, la dolorosa nostalgia era un sufrimiento que no quería revivir, no con aquella intensidad.
Al ponerse el sol, cansado y abatido, doblegado por la triste melancolía de quien acaba de remover la herida aún sin cicatrizar, exhausto de reavivar la úlcera de su sufrimiento diario, pidió al taxista que lo llevase finalmente a Lille. No estaba muy lejos, ahora que los alemanes no obstruían el camino. Cuando arrancó el Peugeot, pegó la cara al cristal trasero, vio por última vez el paisaje que ensombrecía sus pesadillas, se despidió en silencio de los compañeros caídos, dijo adiós al pasado y a los recuerdos que lo afligían, vio desaparecer la vieja línea del frente en el lúgubre hilo del horizonte, bañado por los taciturnos rayos dorados del crepúsculo, y se enderezó en el asiento, sintiéndose súbitamente leve y aliviado, sereno y en paz consigo mismo.
Tal como diez años antes, entró en Lille por la Porte de Béthune y subió por la Rue d'Isly por el Boulevard Vauban hasta llegar a la Citadelle. Una vez ahí, giró a la derecha, hacia el Boulevard de la Liberté, y entró por la primera a la izquierda, por la Rue Nationale, hasta desembocar en la Grande Place. Le dijo al taxista que aguardase y fue hasta la Vieille Bourse a buscar el Château du Vin. Encontró la tienda de los vinos, pero estaba cerrada, lo que no lo sorprendió, ya que eran más de las ocho de la noche. Sin desanimarse, golpeó todas las puertas en busca de indicaciones sobre el paradero del viejo Paul Chevallier. Una señora de mediana edad le sugirió que hablase con el guardián de las tiendas y le indicó el sitio donde encontrarlo. Afonso se encontró por fin con el hombre, pero le resultó algo difícil convencerlo para que le confiase la dirección de la casa del dueño del Château du Vin, lo que sólo obtuvo después de darle un billete de diez francos.
A las nueve de la noche, el taxi se detuvo enfrente de una de las puertas de la Rue do Palais Rihour, contigua a la Grande Place. Afonso examinó la fachada, se trataba de un edificio antiguo en pleno centro de la ciudad, los balcones bien cuidados, multicolores,
mignonnes
, como diría Agnès. La noche estaba helada, como en los viejos tiempos, el aire húmedo crecía en nubes de vapor frente a la boca, y una niebla se cernía sobre los tejados, abrazándolos con celo. Respiró hondo y cruzó la calle. Tocó el timbre y oyó el sonido en el interior de la casa. Aguardó un instante. Sintió pasos lentos que se acercaban. Se abrió la puerta y se asomó un viejo alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas y marcado por pómulos salientes. Tenía los ojos de un color azul cristalino; los cabellos tan blancos que parecían nieve.
—
Oui? S'il vous plaît
?
—
Monsieur Paul Chevallier
?
—
C'est moi
.
—
Bon soir
. Soy el capitán Afonso Brandão, de Portugal.
Se hizo el silencio. El viejo abrió sus ojos azules, lo miró con intensidad, abrió la boca y la cerró de nuevo, pero volvió a abrirla.
—¿Capitán Alphonse?
Afonso sonrió con cariño, resonaba otra voz en aquel Alphonse.
—
C'est moi
. Finalmente.
El viejo lo miró con desconfianza.
—¿Usted es realmente el capitán Alphonse?
—Sí, soy yo.
—¿De Portugal?
—Sí, sí, soy yo.
El viejo parecía turbado.
—
Zur alors
! —exclamó—. Pero yo recibí una carta hace diez años, creo que de su madre, diciendo que usted había muerto —vaciló—. Incluso me pidió que no volviese a escribir.
Esta vez le tocó a Afonso sorprenderse. «Maldita Isilda —pensó—. No se le escapó nada. Lo previo todo esa vieja del demonio. Que arda en el Infierno».
—
Monsieur
—comenzó diciendo—, esa carta que le enviaron era falsa y lo hicieron para ocultarme el secreto de la existencia de mi hija. Por otra parte, no tuve acceso hasta el mes pasado a la carta que usted me mandó, hace diez años, comunicándome lo que había ocurrido, razón por la cual he venido hoy aquí.
El viejo lo miró, digiriendo con dificultad lo que Afonso le decía, pero decidió que el portugués era sincero y se iluminó con una gran sonrisa.
—Capitán Alphonse, no entiendo nada de esa historia, pero no importa, menos mal que está vivo. Sea bienvenido a la casa de Agnès.
Afonso subió el escalón y entró en la casa.
—¿Está mi hija?
—¿Marianne?
—Sí.
El padre de Agnès se volvió hacia el fondo del pasillo, donde se veía una luz.
—¡Marianne! —gritó—. ¡Marianne!
Viens ici
!
Se oyó una voz melosa desde el fondo.
—
Oui papy
?
—
Viens ici, tout de suite
!
Una figura frágil, de niña, apareció en el pasillo y se detuvo cuando vio a un extraño junto a su abuelo. Afonso la miró y reconoció esa cabellera castaña y rizada, aquellos ojos verdes tan dulces, aquella figura delgadita de niña guapa. Abrió los brazos en su dirección. Ella vio lágrimas en los ojos de Afonso, el abuelo también estaba conmovido detrás de él, pero fue sobre todo lo que el extraño decía, con la voz embargada por la emoción, la voz que la acariciaba con palabras que sólo en sueños había imaginado oír, fue sobre todo aquella simple y poderosa frase la que le tocó el alma y le arrebató el corazón.
—
Ma fille, ma petite fille
.
Marianne se quedó observándolo, vacilante, sin dar crédito todavía. Dio un paso adelante, con miedo, después otro y luego otro más. Comenzó a andar y el andar se transformó en carrera, corrió hacia él como si siempre lo hubiera conocido; nadie le dijo que era él, pero ella lo supo. Tal vez fuese deseo, tal vez fantasía, tal vez aquella negativa infantil a creer que su papá se había ido al Cielo, lo cierto es que ella lo reconoció, lo reconoció y corrió hasta él, hasta envolverlo en un largo e inolvidable abrazo. Intenso. Aquel abrazo entre el padre y su hija era intenso como un brasero que quema, como una pasión que asfixia, como el sol que nos encandila. Y mientras estrechaba a su niña, con los ojos empañados y un nudo en la garganta, sintiendo aquel pequeño cuerpo anidándose en el suyo, Afonso se acordó inesperadamente del padre Nunes, no sabía por qué, pero se acordó del viejo maestro del seminario, se preguntó si aquel instante no estaría previsto desde el amanecer de los tiempos, si su vida y aquel encuentro no obedecerían a un extraño y misterioso designio, si todo aquello no estaba en definitiva predestinado. Pero dudó. Tal vez no. Tal vez sólo estuviese intentando otorgarle un sentido al caos, tratando de darle un significado a la vida, esforzándose por atribuir una razón a todo lo que le había sucedido, cuando, en resumidas cuentas, no hay verdaderamente un sentido ni un significado, las cosas son lo que son y ocurren como ocurren, ocurren con la sencillez, con la naturalidad de aquel abrazo del capitán a su hija perdida, de aquel murmullo de voz embargada que le brotaba de los labios y que se repetía como un susurro en los oídos de la niña que lo enlazaba por el cuello.
—
Ma petite fille
.
José Rodrigues dos Santos es Portugués nacido en Mozambique en 1964, pasando su infancia en África. Trabajó en Radio Macao en 1981, iniciándose en el periodismo. Regresó a Portugal en 1983, estudiando comunicación y doctorándose después en la Nueva Universidad de Lisboa, donde se doctoró en Ciencias de la Comunicación, y de la que es profesor. En 1990 trabajó en la BBC, en Londres, y a su vuelta a Portugal lo hizo en la RTP, siempre en programas informativos. Posteriormente pasó a la CNN en las mismas labores.
Sus libros están entre la historia ficción y la ciencia ficción. Son libros rigurosos en cuanto a documentación histórica y científica, con magníficas descripciones y en estilo periodístico, con grandes dosis de ironía. Ha recibido numerosos premios, en especial por su labor periodística e informativa.
[1]
Variedad de olla, cocido o menestra (misturadas) propia de Almeirim, ciudad de Ribatejo considerada la capital de la sopa de piedra. Lleva alubias rojas, carne de vaca y cabeza de cerdo, chorizo, morcilla, lombarda, patatas, zanahorias, cebolla, ajo, hierbabuena o cilantro. (N. del T.).
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[2]
Integrantes de las
bandeiras
o expediciones que, durante los siglos XVI y XVII, salían de la actual São Paulo para capturar indios y descubrir yacimientos de piedras y metales preciosos. Fue una de las formas de expansión del territorio brasileño, muchas veces en contra de los límites fijados por el tratado de Tordesillas. (N. del T.).
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[3]
Narigudos. (N. del T.).
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[4]
Atrevidos, «imponentes». (N. del T.).
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[5]
Joaquim Augusto Mouzinho de Albuquerque (1855-1902) es un referente común a finales del siglo XIX y principios del XX por su labor pacificadora en Mozambique y por la defensa de los intereses coloniales portugueses frente a los deseos de expansión de las naciones europeas. (N. del T.).
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[6]
Postre hecho con almendras, huevos, vainilla, harina, mantequilla, propio de Rendufe, en Amares, distrito de Braga. (N. del T.).
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[7]
Cachapim
en portugués; nombre científico:
Parus major
, «carbonero común». Los asturianos lo llaman «veranín». (N. del T.).
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[8]
Hierba muy común también en Galicia, a la que se le atribuye la cualidad de antídoto para evitar la caída del pelo. (N. del T.).
<<
[9]
Nombre del poeta y pedagogo (1830-1896) que creó, en 1876, un nuevo método de lectura en el que incorporaba la influencia de autores como Pestalozzi y Fröbel. Comenzó a difundirse en 1877 y se impuso por decreto en las escuelas portuguesas en 1882. (N. del T.).
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