La alternativa del diablo (66 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La alternativa del diablo
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El operador de radar del
Nimrod
descubrió inmediatamente el casco de acero de la barca de pesca; en cambio, el bote rápido de goma no dio ninguna señal.

—La barca se ha puesto en marcha —transmitió a los del
Argyll
—. ¡Caray! Avanza directamente hacia ustedes.

El capitán Preston miró la pantalla del radar en el puente de su barco.

—Los tengo —dijo, y observó el puntito que se alejaba de la gran mancha blanca producida por el
Freya
.

—Es verdad —añadió—. Viene directamente hacia nosotros. ¿Qué diablos pretenderán hacer?

Vacía y a toda marcha, la barca de pesca navegaba a una velocidad de quince nudos. Dentro de veinte minutos, estaría entre los buques de guerra, pasaría entre ellos y llegaría hasta la flotilla que estaba detrás.

—Deben de pensar que podrán deslizarse a través de la barrera de nuestros barcos de guerra y perderse después entre los remolcadores, al amparo de la niebla —sugirió el primer oficial, que estaba al lado del capitán Preston—. ¿Y si enviamos la
Cutlass
a cortarles el paso?

—No voy a poner en peligro a unos buenos soldados, por mucho empeño que tenga el comandante Fallon en entablar su lucha personal —dijo Preston—. Esos bastardos han matado ya a un marinero del
Freya, y
las órdenes del Almirantazgo son concretas. Hay que emplear los cañones.

La operación a bordo del
Argyll
fue muy sencilla, fruto de una larga práctica. Se pidió cortésmente a los otros cuatro buques de guerra de la OTAN que no abriesen fuego y dejasen la tarea a cargo del
Argyll. Sus
cañones de proa y de popa, de cinco pulgadas, giraron suavemente, apuntaron al blanco y dispararon.

Incluso a una distancia de tres millas, el blanco era muy pequeño. En todo caso, se salvó de la primera andanada, aunque los proyectiles hicieron brotar muchos surtidores a su alrededor. Esto no significaba ningún espectáculo para los observadores del
Argyll
, ni para los hombres agazapados en las tres lanchas rápidas que estaban junto a él. Pasara lo que pasara, la niebla lo hacía invisible; sólo el radar podía ver dónde caían las granadas, y la barca que saltaba sobre las revueltas aguas. Sin embargo, el radar no podía decir a sus dueños que no había nadie empuñando el timón, ni nadie que, temeroso, tratase de refugiarse en la popa.

Andrew Drake y Azamat Krim permanecían sentados en silencio en su bote rápido para dos personas, junto al
Freya
, y esperaban. Drake sujetaba la cuerda que pendía de la borda del superpetrolero. A través de la niebla, ambos oyeron los primeros estampidos sordos de los cañones del
Argyll
. Drake hizo una señal con la cabeza a Krim, éste puso en marcha el motor fuera borda. Drake soltó la cuerda y el bote hinchable se alejó rápidamente, ligero como una pluma, rozando el agua al aumentar su velocidad, y ahogado el ruido de su motor por el estruendo de la sirena del
Freya
. Krim miró su muñeca izquierda, a la que había atado una brújula impermeable, y cambió el rumbo unos grados al Sur. Había calculado que, a toda velocidad, tardaría cuarenta y cinco minutos en llegar desde el
Freya
al laberinto de islas que constituyen Bevelandia del Norte y del Sur.

A las siete menos cinco, la barca de pesca fue alcanzada directamente por la sexta granada del
Argyll
. El explosivo partió la barca por la mitad levantándola a medias sobre el agua y volviendo la proa y la popa boca abajo. El depósito de carburante estalló y el casco de acero se hundió como una piedra.

—Un impacto directo —informó el oficial artillero desde las entrañas del
Argyll
, donde él y sus subordinados observaban por radar el desigual duelo—. Se ha hundido.

El punto se desvaneció en la pantalla; la aguja iluminada siguió girando, pero sólo mostró
el Freya a
cinco millas de distancia. En el puente, cuatro observaban lo mismo, y se hizo un momento de silencio. Para todos ellos, era la primera vez que su barco causaba realmente alguna muerte.

—Que salga la
Sabre
—ordenó el capitán Preston, sin levantar la voz—. Ahora podrán subir a bordo y rescatar el
Freya
.

El operador de radar, en la oscura cabina del
Nimrod
, observó atentamente su pantalla. Podía ver todos los buques de guerra, todos los remolcadores, y el
Freya
al este de ellos. Pero en un lugar más allá del
Freya
, oculto a los ojos de los barcos de la Armada por la masa del superpetrolero, un punto diminuto parecía alejarse hacia el Sudeste; era tan pequeño que casi le había pasado inadvertido; no mayor que el que habría podido producir un bidón metálico de tamaño mediano. En realidad, era la cubierta metálica del motor fuera borda de un bote rápido hinchable. Los bidones de metal no pueden desplazarse sobre el océano a treinta nudos por hora.

—Nimrod a Argyll. Nimrod a Argyll...

Los oficiales que estaban en el puente del crucero escucharon, con desazón, la noticia que les dio el avión desde lo alto. Uno de ellos corrió al ala del puente y gritó la información a los marinos de Portland que esperaban en sus lanchas patrulleras.

Dos segundos después, la
Cutlass y
la
Scimitar
habían partido, llenando con el rugido de sus motores gemelos diesel la niebla que les rodeaba. Largos plumeros blancos de espuma surgieron de sus proas, que se elevaron más y más, mientras las popas se hundían en la estela y las espirales de bronce batían el agua espumosa.

—¡Malditos sean! —gritó el comandante Fallon al oficial de Marina que estaba a su lado en la pequeña caseta del timón de la
Cutlass
—. ¿Qué velocidad podemos alcanzar?

—Tal como está el mar, más de cuarenta nudos —le gritó a su vez el marino.

No es bastante, pensó Adam Munro, agarrado con ambas manos a un barrote, mientras la barca saltaba y se encabritaba como un caballo desbocado en la niebla. El
Freya
estaba todavía a cinco millas de distancia, y el bote de los terroristas, a otras cinco más allá. Aunque le aventajasen en diez nudos, tardarían una hora en alcanzar al bote hinchable que llevaba a Svoboda a lugar seguro, en los recovecos de la costa holandesa donde podría ocultarse fácilmente. Y llegaría allí en cuarenta minutos, tal vez menos.

La
Cutlass y
la
Scimitar
navegaban a ciegas, rasgando la niebla en jirones, que volvían a juntarse detrás de ellas. En un mar frecuentado por embarcaciones, habría sido una locura navegar a tal velocidad en condiciones de visibilidad cero. Pero este mar estaba desierto. En la caseta del timón de cada lancha, sus comandantes escuchaban un chorro constante de información enviada por el
Nimrod
, vía
Argyll: su
propia posición y la de la otra patrullera; posición del
Freya
, imposible de ver entre la niebla; posición de la
Sabre, muy
lejos a su izquierda, dirigiéndose al
Freya
a menor velocidad; rumbo y velocidad del punto móvil que representaba el medio de huida de Svoboda.

Muy al este del
Freya
, el bote hinchable con el que Andrew Drake y Azamat Krim buscaban su salvación parecía estar de suerte. Bajo la niebla, el mar se había calmado todavía más, y la lisura del agua les permitía aumentar incluso su velocidad. Casi toda la embarcación estaba fuera del agua, y sólo la hélice del zumbador motor se hundía profundamente bajo la superficie. A poca distancia, visible a pesar de la niebla, Drake pudo observar restos de la estela dejada por sus compañeros, que habían salido diez minutos antes que ellos. Era extraño —pensó— que las huellas permaneciesen tanto rato en la superficie del mar.

En el puente del
USS Moran
, situado al sur del
Freya
, el capitán Mike Manning estudiaba también su pantalla de radar. Podía ver el
Argyll a
lo lejos, hacia el Noroeste, y el
Freya
al Norte y ligeramente hacia el Este.

Entre ellos la
Cutlass y
la
Scimitar
eran visibles, ganando rápidamente distancia. Lejos, hacia el Este, podía distinguir el punto diminuto del bote rápido, un punto tan pequeño que casi se confundía con el fondo lechoso de la pantalla. Pero estaba allí. Manning observó la distancia que separaba al fugitivo de sus perseguidores.

—No le alcanzarán —dijo, y dio una orden a uno de sus oficiales.

El cañón de cinco pulgadas de la proa del
Moran
giró lentamente hacia la derecha, buscando un blanco en alguna parte entre la niebla.

Un marinero se plantó al lado del capitán Prestan, que seguía absorto en la observación de la persecución a través de la niebla, tal como la mostraba su propio radar. Sabía que sus cañones eran inútiles; el
Freya
estaba casi entre él y el blanco, por lo que disparar sería demasiado arriesgado. Además, la mole del
Freya
confundía el blanco en la pantalla de radar, que, por allí, no podría transmitir correctamente la información a los cañones, a efectos de puntería.

—Con su permiso, señor —dijo el marinero.

—¿Qué hay?

—Acaban de dar una noticia, señor. Los dos hombres que hoy llegaron a Israel han muerto, señor. Han muerto en sus celdas.

—¿Muertos? —exclamó el capitán Prestan, con incredulidad—. Entonces, todo esto ha sido para nada. Me pregunto quién diablos puede haberlo hecho. Habrá que decírselo a ese tipo del Foreign Office cuando vuelva. Le interesará.

Delante de Andrew Drake, el mar seguía en absoluta calma. Tenía una lisura lustrosa, oleosa, que resultaba antinatural en el mar del Norte. Él y Krim estaban casi a mitad del trayecto hacia la costa holandesa, cuando el motor tosió por primera vez. Volvió a hacerlo varios segundos más tarde y, después, continuamente. Menguó la velocidad y se redujo la potencia.

Azamat Krim aceleró con fuerza. El motor dio un estampido, tosió de nuevo y reanudó la marcha, pero con un zumbido gangoso.

—Se está calentando mucho —gritó Krim a Drake.

—No puede ser —chilló Drake—. Debería funcionar a todo gas al menos durante una hora.

Krim se asomó a un lado del bote y metió una mano en el agua. Observó la palma y la mostró a Drake. Unos hilillos de petróleo crudo se deslizaban hacia su muñeca.

—Está obstruyendo los tubos de refrigeración —explicó Krim.

—Parece que pierde velocidad —informó el operador del
Nimrod
al
Argyll
, el cual transmitió la información a la
Cutlass
.

—¡Vamos! —gritó el comandante Fallon— .Todavía podremos alcanzar a esos bastardos.

La distancia empezó a menguar rápidamente. El bote hinchable navegaba a diez nudos por hora. Pero Fallon no sabía, como tampoco lo sabía el joven oficial que manejaba el timón de la veloz
Cutlass
, que se estaban acercando al borde del gran lago de petróleo formado en la superficie del océano. Ni que su presa se encontraba ahora en mitad del mismo.

Diez segundos después, se paró el motor de Azamat Krim. Se hizo un silencio que parecía de otro mundo. A lo lejos pudieron oír el zumbido de los motores de la
Cutlass y
la
Scimitar
, que avanzaban hacia ellos a través de la niebla.

Krim juntó ambas manos en forma de cuenco y mostró a Drake el líquido recogido con ellas.

—Es nuestro petróleo, Andrew; es el petróleo que derramamos. Estamos en el centro de él.

—Se han detenido —informó el timonel de la
Cutlass a
Fallon, que estaba a su lado—. El
Argyll
dice que se han detenido. Dios sabe por qué.

—Los pillaremos —gritó Fallon, entusiasmado, descolgando del hombro su metralleta «Ingram»

En el
USS Moran
, el oficial artillero Chuck Olsen informó a Manning:

—Tenemos la distancia y la dirección.

—Abran fuego —ordenó Manning, serenamente.

Siete millas al sur de la
Cutlass
, el cañón de proa del
Moran
empezó a escupir granadas, en regular y rítmica secuencia. El comandante de la
Cutlass
no podía oír los disparos, pero éstos podían oírse desde el
Argyll
, que le ordenó reducir la marcha. Avanzaba en derechura a la zona donde se había detenido la motita reflejada en las pantallas de radar, y el
Moran
estaba haciendo fuego contra aquel mismo sector. El comandante quitó gas a sus válvulas gemelas, y la encabritada lancha perdió velocidad hasta que se detuvo, cabeceando delicadamente.

—¿Qué diablos está haciendo? —gritó Fallon—. No pueden estar a más de una milla delante de nosotros.

La respuesta le llegó del cielo. En algún lugar encima de ellos y a una milla por delante de la proa, se produjo un ruido como de un tren en marcha al pasar las primeras granadas del
Moran
en busca del blanco.

Las tres granadas perforadoras semiblindadas cayeron directamente en el agua, levantando surtidores de espuma a unos cien metros del bote hinchable que se mecía en el mar.

Las granadas de magnesio llevaban espoletas reguladas. Estallaron en cegadoras ráfagas de luz blanca a pocos metros de la superficie del mar, derramando lindas y delicadas estrellas de magnesio encendido sobre una amplía zona.

Los hombres de la
Cutlass
guardaron silencio, al ver iluminarse la niebla que tenían delante. A cuatro kilómetros a estribor, la
Scimitar
se había detenido también, en el mismo borde de la mancha de petróleo.

El magnesio cayó sobre el crudo, elevando su temperatura más allá del punto de ignición. Los ligeros fragmentos de metal ardiente, menos pesados de lo necesario para atravesar la capa de espuma, se posaron y siguieron ardiendo sobre el petróleo.

Ante los ojos de los marineros y de los infantes de Marina que observaban, el mar se incendió; una llanura enorme, de varias millas de longitud y de anchura, empezó a brillar; primero, con resplandor rojizo; después, más vivo y ardiente.

Sólo duró quince segundos. En este tiempo, el mar ardió. Más de la mitad de las veinte mil toneladas de petróleo derramadas se inflamaron y se quemaron. En pocos segundos, su temperatura subió a cinco mil grados centígrados. El terrible calor deshizo la niebla en un radio de varias millas, en seis segundos, y las llamas blancas alcanzaron una altura de un metro o metro y medio sobre la superficie del agua.

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