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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (91 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—¿Y llegaremos a Roma mañana por la noche? —preguntó Urbino con gran excitación— ¿Cómo es Roma,
messer
?

Trató de describirle la ciudad eterna, pero sentía un peso muy doloroso en el corazón. No tenía ni la menor idea de lo que le reservaba el destino, aunque tenía la seguridad de que su propia e interminable guerra había terminado. Si los astrólogos que se congregaban en torno de la Porta Romana le hubiesen gritado, cuando él pasó ante ellos, que todavía no había recorrido más que dos terceras partes del camino de su vida, dos de los cuatro amores de su existencia, y que le quedaban todavía otros dos amores, la batalla más larga y sangrienta y sus más hermosas esculturas, pinturas y obras de arquitectura, habría recordado el desdén con que Lorenzo
Il Magnifico
veía aquella pseudociencia, y se habría reído. Sin embargo, los astrólogos habrían estado en lo cierto.

LIBRO DÉCIMO

AMOR

I

Condujo su caballo a través de la Porta del Popolo. Roma, después de su última guerra, parecía estar todavía peor que cuando él la había visto por primera vez en 1496.

Recorrió las dependencias de su vivienda de Macello dei Corvi. La mayor parte de los muebles habían sido robados, igual que los colchones y todos los utensilios de cocina. Faltaban también algunos de los bloques de mármol que tenía destinados para la base de la tumba de Julio II. El Moisés y los dos Cautivos no habían sufrido daños.

Contempló el estado ruinoso las habitaciones y miró por una de las ventanas al jardín, ahora cubierto de altos hierbajos Tendría que revocar las paredes y pintarlas, colocar maderas en el suelo, amueblar nuevamente toda la casa.

De los cinco mil ducados que había ganado en los últimos diez años como pago por la construcción de la capilla Medici, sólo había conseguido ahorrar y llevar a Roma algunos centenares.

—Tendremos que poner en orden nuestra casa, Urbino —dijo.

—No se preocupe,
messer
, yo puedo hacer casi todas las reparaciones.

Dos días después, el papa Clemente VII falleció en el Vaticano.

La población se lanzó a las calles en un verdadero paroxismo de júbilo. El odio hacia el Pontífice, que continuó expresándose durante las complicadas ceremonias de las exequias, se basaba en la responsabilidad que le había correspondido a Clemente en el saqueo de Roma.

Durante las dos semanas que necesitó el Colegio de Cardenales para reunirse y elegir nuevo Papa, Roma paralizó sus actividades. Pero no la colonia florentina. Cuando Miguel Ángel llegó al palacio Medici, comprobó que en su exterior solamente había colgajos negros. Dentro, los
fuorusciti
(desterrados) se mostraban contentos. Muerto Clemente VII no habría nadie que protegiese a su hijo Alessandro, quien podría ser reemplazado por Ippolito, hijo del bien amado Giuliano.

El cardenal Ippolito, que entonces contaba veinticinco años, estaba en lo alto de la escalinata, y allí recibió a Miguel Ángel con una afectuosa sonrisa que iluminó su pálido rostro de facciones patricias. Llevaba puesto un manto de terciopelo rojo oscuro. Puso un brazo sobre los hombros de Miguel Ángel, quien de pronto vio al hijo de Contessina, el cardenal Niccolo Ridolfi, que tenía el mismo cuerpo delgado y los mismos brillantes ojos castaños de su madre.

—Tiene que vivir con nosotros, aquí, en el palacio —dijo Ippolito, cariñoso—, hasta que su casa esté reparada.

—Mi madre lo habría querido así —dijo Niccolo.

Una docena de sus antiguos amigos acudieron a saludarlo: los Cavalcanti, Rucellai, Acciajuoli, Olivieri, Baccio Valori, representante de Clemente VII en Florencia, Filippo Strozzi y su hijo Roberto, el cardenal Salviati el mayor, el cardenal Giovanni Salviati, hijo de Jacopo, Pindo Altoviti… La colonia florentina de Roma se había visto aumentada por las familias a las que Alessandro había despojado de sus propiedades y poder.

Muerto Clemente, ya no había necesidad de tanta discreción. Lo que antes había sido una conspiración secreta para deshacerse de Alessandro era ahora un franco movimiento rebelde.

—Nos ayudará, ¿verdad, Miguel Ángel? —preguntó el cardenal Giovanni Salviati.

—Naturalmente —respondió Miguel Ángel sin vacilar—. Alessandro es una bestia salvaje.

Hubo un inmediato murmullo de aprobación, y el cardenal Niccolo dijo:

—No queda más que un obstáculo: Carlos V. Si el Emperador estuviera de nuestra parte, podríamos marchar sobre Florencia y dominar a Alessandro. Los ciudadanos se levantarían para apoyamos.

—¿En qué forma puedo ayudar? —preguntó Miguel Ángel.

Fue el historiador de Florencia, Jacopo Nardi, quien respondió:

—Al Emperador le preocupan muy poco las artes. No obstante, hemos recibido informaciones según las cuales se ha mostrado interesado en sus trabajos. ¿Pintaría o esculpiría algo para él, si con ello ayuda a nuestra causa?

Miguel Ángel aseguró que lo haría con mucho gusto. Después de la cena, Ippolito dijo:

—Las cuadras que Leonardo da Vinci diseñó para mi padre están terminadas. ¿Le gustaría verlas?

En la primera cuadra se hallaba un maravilloso caballo árabe de inmaculada blancura. Miguel Ángel acarició su arqueado pescuezo, cálido bajo su mano.

—¡Es hermosísimo! —exclamó—. ¡Jamás he visto un animal parecido!

—Acéptelo como un obsequio mío —respondió Ippolito.

—No, no, muchas gracias —dijo Miguel Ángel rápidamente—. Esta misma mañana. Urbino desmontó el último cobertizo de nuestra casa. No tendríamos sitio donde ponerlo.

Pero cuando llegó a su casa, encontró a Urbino en el jardín con el precioso animal cogido de las riendas. Miguel Ángel volvió a pasar su mano por el lustroso pescuezo. mientras preguntaba:

—¿Debemos aceptarlo?

—Mi padre me decía siempre que no aceptase nunca un regalo que comiera —respondió Urbino.

—Si, pero ¿cómo puedo devolver un animal tan admirable? Compraremos madera para construirle una cuadra.

Se preguntaba una y otra vez si se sentía aliviado al ver libres sus espaldas del aplastante peso del Juicio Final. La pared del altar mayor de la Capilla Sixtina exigiría por lo menos cinco años para pintarla, ya que seria el fresco más grande que se hubiese realizado en toda Italia. Sin embargo, al ver cómo desaparecían sus ducados en reparaciones y muebles para su casa, comprendió que muy pronto se encontraría sin dinero.

Balducci, que ahora estaba casi tan ancho como alto, pero de duras carnes y sonrosadas mejillas, y lleno de nietos, estalló:

—¡Claro que te encuentras en dificultades! ¡Has pasado todos estos años en Florencia sin la asesoría de este mago de las finanzas que soy yo! Pero ahora ya estás en buenas manos. Entrégame el dinero que ganas y yo te lo invertiré para que puedas hacerte rico.

—Balducci, hay algo en mí que parece rechazar el dinero. Por lo visto, los ducados comentan entre ellos: «
Este hombre no nos brindará un hogar seguro en el que podamos vivir tranquilos y multiplicamos. Vayámonos a otra parte
». Dime una cosa, ¿quién va a ser el próximo Papa?

—Adivina.

De casa de Balducci fue a la de Leo Baglioni, en Campo dei Fiori. Leo, que tenía todavía una cabellera leonina y un rostro sin arrugas, había prosperado como agente confidencial de los papas León X y Clemente VII, puesto que Miguel Ángel le había ayudado a conseguir.

—Ahora ya estoy en condiciones de retirarme —confirmó Leo a Miguel Ángel, mientras cenaban en el comedor, exquisitamente amueblado—. He tenido casi todo el dinero, mujeres y aventuras a que puede aspirar un hombre. Me parece que dejaré que el próximo Papa actúe como su propio agente confidencial.

—¿Y quién va a ser ese Papa?

—Parece que nadie lo sabe.

Temprano, a la mañana siguiente, el duque de Urbino fue a visitar a Miguel Ángel, acompañado por un servidor con una cajita en la que llevaba los cuatro contratos correspondientes a la tumba de Julio II. Era un hombre de aspecto feroz, cuyo rostro parecía un campo de batalla lleno de trincheras. Llevaba una afilada daga pendiente del cinto. Era la primera vez, desde la coronación del papa León X, veintiún años antes, que los dos antagonistas se encontraban frente a frente. El duque informó a Miguel Ángel de que ya estaba preparada la pared para la tumba de Julio II en la iglesia de San Pedro de Vincoli, que había sido la iglesia del extinto cuando era cardenal Rovere. Luego sacó de la cajita de cuero el último de los contratos firmados, el de 1532, que «
liberaba y absolvía a Miguel Ángel de todos los contratos firmados con anterioridad
», y lo arrojó a sus pies.

—Ahora —dijo— ya no habrá un Medici que lo proteja. Si no completa para el mes de mayo del año próximo todo lo especificado en este contrato, lo obligaré a cumplir el de 15 16: veinticinco estatuas, de tamaño mayor que el natural. Las veinticinco que ya le hemos pagado.

Salió como una tromba, con la mano derecha empuñando la afilada daga.

Miguel Ángel no había dispuesto que fuesen traídas de Florencia las estatuas inconclusas de los cuatro Gigantes y la Victoria. Había aceptado con agrado la liberación que le significaba el cambio establecido en el contrato respecto a la forma que tendría la tumba. No obstante, estaba preocupado porque aquellas enormes estatuas no estarían ahora en proporción con la fachada de mármol. Para las tres estatuas adicionales que debía a los Rovere, decidió esculpir una Virgen, un Profeta y una Sibila, para las cuales tenía los bloques guardados en el jardín. Esas figuras no serían grandes ni difíciles. Estaba seguro de que los Royere quedarían satisfechos, pero, de cualquier modo, su propio sentido del diseño le reclamaba el cambio. Para mayo del año siguiente, como lo especificaba el contrato, habría terminado las figuras menores y sus obreros podrían armar la tumba en San Pietro de Vincoli.

En lo referente a completar la tumba de Julio II, los hados estuvieron tan en contra del duque de Urbino como de Miguel Ángel. El 11 de octubre de 1534, el Colegio de Cardenales eligió a Alessandro Farnese para la elevada investidura de Papa. Farnese había sido educado por Lorenzo, pero ya había dejado el palacio para dirigirse a Roma cuando Miguel Ángel ingresó como aprendiz en el jardín de escultura.

De
Il Magnifico
había adquirido toda una vida de amor a las artes y el saber. Cuando su hermana Giulia, una mujer arrebatadoramente hermosa, fue tomada como amante por el papa Alejandro VI, Farnese fue ungido cardenal, entró en la disoluta vida de la corte de los Borgia y fue padre de cuatro hijos ilegítimos. Roma le había puesto el satírico apodo de «
El cardenal enagua
», porque había recibido su nombramiento de cardenal por influencia de su hermana, la amante del Papa. Sin embargo, en 1519, cuando fue ordenado sacerdote, renunció a los placeres de la carne y comenzó una vida ejemplar.

El papa Pablo III -que tal fue el nombre que adoptó el cardenal Farnese- envió un emisario a la casa de Macello dei Corvi para preguntar a Miguel Ángel si le sería posible ir a verlo al Vaticano aquella tarde, pues tenía algo importante que comunicarle.

Cuando Miguel Ángel entró en el pequeño salón del trono del Vaticano, el papa Pablo III hablaba animadamente con Ercole Gonzaga, cardenal de Mantua, hijo de la culta Isabella d'Este y hombre de exquisito buen gusto. Miguel Ángel se arrodilló y besó el anillo papal, mientras dibujaba rápidamente con sus ojos el rostro del nuevo Pontífice: la angosta cabeza, los ojos incisivamente astutos, la larga nariz que se desplomaba sobre el bigote abundante y blanco como la nieve, las hundidas mejillas y la boca de delgados labios, que hablaba del voluptuoso convertido en asceta. En general, era un rostro fuerte.

—Hijo mío, considero un buen augurio que estéis trabajando en Roma durante mi pontificado —dijo Pablo III.

—Vuestra Santidad es muy bondadoso —respondió Miguel Ángel.

—Es una cuestión de interés propio. Varios de mis predecesores serán recordados más que nada porque os encargaron la creación de obras de arte.

Miguel Ángel se inclinó humildemente en una reverencia ante el cumplido. Y el Papa agregó afectuosamente:

—Deseo que entréis a nuestro servicio.

—¿Y en qué forma puedo servir a Su Santidad?

—Continuando su trabajo en el Juicio Final.

—Santo Padre… ¡No puedo aceptar un trabajo tan enorme!

—¿Por qué?

—Estoy comprometido, por contrato, con el duque de Urbino a completar la tumba de Julio II. Me ha amenazado con un desastre si no me dedico exclusivamente a dar cumplimiento a ese contrato.

—¿Acaso la Santa Sede va a intimidarse por un belicoso señor feudal? Olvidaos de esa tumba. Deseo que completéis la Capilla Sixtina, para gloria de nuestro pontificado.

—Santo Padre, ¡durante treinta años he estado torturado por el pecado de haber firmado ese contrato!

Pablo III se puso en pie. Su delgado cuerpo temblaba bajo la capa de terciopelo rojo brillante, con aplicaciones de armiño.

—También hace treinta años que deseo teneros a mi servicio. Ahora que soy Papa, ¿no se me permitirá satisfacer ese deseo?

—Santidad, son vuestros treinta años contra los míos.

Con un enérgico gesto, Pablo III se echó atrás el rojo casquete de terciopelo y exclamó:

—¡Estoy decidido a que me sirváis, ocurra lo que ocurra!

Miguel Ángel besó el anillo papal y salió caminando de espaldas del salón del trono. Al regresar a su casa, se dejó caer en el sillón de asiento de cuero. Un fuerte golpe en la puerta lo hizo enderezar. Urbino hizo entrar a dos guardias suizos, verdaderos gigantes rubios, quienes le anunciaron que a la mañana siguiente, hacia mediodía, Su Santidad Pablo III iría a visitarle.

—Ya encontraré algunas mujeres que limpien esto,
messer
—dijo Urbino, imperturbable—. ¿Qué debemos ofrecer al Santo Padre y su séquito? Jamás he visto a un Papa, excepto en las procesiones.

—¡Ojalá no lo hubiese visto yo más que en tales ocasiones! —exclamó Miguel Ángel con desesperación—. Habrá que comprar
passito
y
biscotti
. En la mesa, nuestro mejor mantel florentino.

El Papa llegó con sus cardenales y séquito, lo que causó una verdadera sensación en la Piazza del Foro Trajano. Pablo III sonrió bondadosamente a Miguel Ángel y se dirigió rápidamente a la estatua del Moisés. Los cardenales rodearon la escultura, con un verdadero campo de ropajes rojos. Era evidente, por la mirada que lanzó el Papa a Ercole Gonzaga, que el cardenal de Mantua era el experto en arte del Vaticano. Gonzaga se alejó dos o tres pasos del Moisés, con la cabeza ligeramente inclinada, brillantes los ojos de admiración. Luego declaró con voz en la que se advertían orgullo, entusiasmo y asombro:

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