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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (100 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Cuando Miguel Ángel iba a visitarla los domingos por la tarde, algunas veces no conseguía arrancarle una sola palabra. Llevaba dibujos para tratar de interesaría en las obras que estaba realizando, pero ella sólo demostró interés cuando le anunció que le había conseguido un permiso especial para visitar la Capilla Sixtina a fin de contemplar el Juicio Final, o cuando él le habló de la cúpula de San Pedro, que todavía era un proyecto vago en su mente. Ella sabia que Miguel Ángel admiraba el Panteón y el Duomo de Florencia.

—Porque son escultura pura —dijo ella.

—¡Vittoria! ¡Cuánto bien me hace verla sonreír!

—¡No tiene que creer que soy desgraciada, Miguel Ángel! ¡Espero con tembloroso júbilo mi reunión con Dios!

—¡Cara!… ¡Debería enojarme con usted! ¿Por qué tiene tanta ansia por morir, cuando hay alguno de nosotros que la amamos tan tiernamente? ¿No es un egoísmo de su parte?

Ella tomó una de las manos de Miguel Ángel entre las suyas. En los primeros días de su amor, aquello habría sido para él un momento de inmensa importancia: ahora sólo podía sentir cuán duros eran los huesos de aquellas manos que aprisionaban la suya. Los ojos de Vittoria quemaban cuando susurró:

—¡Perdóneme que le haya decepcionado! Yo me lo puedo perdonar porque sé que no me necesita realmente. Un nuevo Descenso de la Cruz, en mármol, una escalinata real para el Campidoglio, una cúpula para San Pedro, ésos son sus verdaderos amores. Ha creado majestuosamente antes de conocerme y creará majestuosamente cuando yo me haya ido.

Antes de que tuviera tiempo para visitarla otro domingo, fue llamado al palacio Cesarini, residencia de un primo de Colonna que se había casado con una Cesarini. En la portada fue recibido por un servidor, que lo llevó a un jardín.

—¿La marquesa? —preguntó ansioso al médico que salió de la residencia a saludarlo.

—No verá la salida del sol —respondió el facultativo con tristeza.

Miguel Ángel recorrió el jardín mientras los cielos avanzaban en su ciclo. Por fin, a las cinco de la tarde, fue admitido en el palacio. Vittoria yacía con la cabeza apoyada en una gran almohada; sus cabellos de apagado cobre, envueltos en una capucha de seda. Parecía tan joven y hermosa como la primera vez que él la había visto. Su expresión era sublime, como si ya hubiera superado todas las dificultades y dolores terrenales.

Donna Filippa, la abadesa de Santa Ana de Finari, ordenó en voz baja, acongojada, que fuese llevado el féretro a la habitación. Estaba cubierto de alquitrán.

—¿Qué significa ese alquitrán? ¡La marquesa no ha muerto de enfermedad infecciosa! —exclamó Miguel Ángel.

—Tememos represalias,
signore
—murmuró la abadesa—. Tenemos que llevar a la marquesa al convento y sepultarla, antes de que sus enemigos puedan reclamar el cadáver.

Miguel Ángel ansiaba inclinarse y depositar un beso en la frente de su querida muerta. Lo contuvo el hecho de que, en vida, ella jamás le había ofrecido otra cosa que su mano.

Regresó a su casa, con el cuerpo y el alma doloridos. Se sentó ante su mesa de trabajo, tomó papel y pluma, y escribió:

Si estando cerca del fuego ardí con él, ahora que su apagada llama no se ve, no es extraño que me consuma lentamente hasta ser sólo ceniza, como el fuego.

En su testamento, Vittoria había pedido a la abadesa que eligiera el lugar de su tumba. El cardenal Caraifa prohibió el sepelio. Por espacio de casi tres semanas, el féretro permaneció en un rincón de la capilla del convento, sin que nadie se acercase a él. Por fin, Miguel Ángel fue informado de que había sido sepultada en el muro de la capilla, pero cuando llegó a la iglesia no le fue posible hallar la menor señal de aquel emparedamiento. La abadesa miró a su alrededor cautelosamente y luego respondió a su pregunta:

—La marquesa ha sido llevada a Nápoles. Descansará al lado de su esposo, en San Domenico Maggiore.

Miguel Ángel retornó a su casa extenuado, masticando aquella amarga hierba de la ironía: el marqués, que había huido de su esposa durante su vida matrimonial, la tendría ahora a su lado para siempre. Él, Miguel Ángel, que había hallado en Vittoria el supremo amor de su vida, jamás había podido estar junto a ella.

IV

A los ojos del mundo era, realmente, «
El Maestro
». El papa Pablo III le asignó una tarea más: el diseño y construcción de las obras de defensa que darían mayor seguridad al Vaticano, y la dirección de la obra de erección del Obelisco de Calígula en la Piazza San Pietro. El duque Cosimo le rogó que regresase a Florencia, a fin de crear esculturas para la ciudad. El rey de Francia depositó una suma de dinero en un banco de Roma a nombre de Miguel Ángel para el día en que el gran artista pudiera esculpir o pintar algo para él. El sultán de Turquía ofreció enviarle una escolta para que fuese a trabajar para él a Constantinopla. En todas partes había algún encargo artístico que otorgar: en Portugal, una
Madonna
della misericordia para el rey; en Milán, una tumba para uno de los distantes Medici; en Florencia, un palacio ducal… Miguel Ángel era consultado respecto al tema, diseño y artista a quien consideraba que debía darse el encargo.

No permitía que nadie entrase en la capilla Paulina mientras él pintaba, pero su taller estaba siempre lleno de artistas procedentes de toda Europa, a quienes empleaba, alentaba, enseñaba o buscaba encargos.

Y de pronto, después de semanas y meses de energía generosamente vertida en su trabajo, cayó enfermo sin saber de qué: una fuerte tensión en los músculos de los muslos, un taladrante dolor en las ingles, una debilidad en el pecho que le impedía respirar, agudos dolores en los riñones… Entonces, sentía como si su cerebro se encogiese y se tornaba malhumorado, fastidioso hasta con sus más íntimos amigos y parientes. Pero reaccionaba, volvía a la normalidad, y entonces su cerebro se ensanchaba de nuevo y decía a Tommaso, arrepentido:

—¿Por qué me porto como un viejo cascarrabias? ¿Será porque los años se me van ahora con tanta rapidez?

—Granacci me dijo un día que a los doce años de edad ya era usted un cascarrabias.

—Y tenía mucha razón Dios bendiga su memoria.

Granacci, su más viejo amigo, había muerto, lo mismo que Balducci, Leo Baglioni y Sebastiano del Piombo. Cada mes que pasaba, él parecía hallarse más cerca del vértice del ciclo vida-muerte. Una carta de Leonardo le llevó la noticia de que su hermano Giovansimone había fallecido y yacía en Santa Croce. Reprochó a su sobrino por no haberle enviado los detalles de la enfermedad de su hermano. Además, se refirió a la cuestión del matrimonio de Leonardo, que ya se estaba acercando a los treinta años, por lo cual Miguel Ángel consideraba que era hora de que buscase esposa y tuviese hijos para perpetuar el apellido Buonarroti.

Tommaso de Cavalieri se había casado. Esperó a tener treinta y ocho años y luego se comprometió con una joven perteneciente a una noble familia romana. La boda fue suntuosa. Asistieron a ella el Papa con su corte y toda la nobleza romana, la colonia florentina y los artistas de la ciudad. Al cabo de un año la esposa del gran amigo obsequió a su marido con su primer hijo.

Pero aquel nacimiento fue seguido por una rápida muerte: la del papa Pablo III, que enfermó de dolor por la incorregible mala conducta de su nieto Ottavio y el asesinato de su hijo Pier Luigi, a quien había impuesto ilegalmente en el ducado de Parma y Piacenza. En contraste con el sepelio del papa Clemente, el de Pablo fue profundamente sentido por el pueblo, que exteriorizó elocuentemente su dolor.

Cuando el Colegio de Cardenales se reunió para elegir nuevo Papa, la colonia florentina abrigaba gozosas esperanzas, pues creía que le había llegado el turno al cardenal Niccolo Ridolfi, el hijo de Contessina. No tenía enemigos en Italia, a excepción del pequeño grupo que compartía el poder con el duque Cosimo de Florencia. No obstante, Niccolo tenía un poderoso enemigo fuera de Italia: Carlos V, el emperador del Sacro Imperio Romano. Durante el cónclave que se realizó en la Capilla Sixtina y con la elección ya casi resuelta en favor de Niccolo, éste enfermó tan repentina como gravemente. A la mañana siguiente había fallecido. El doctor Rinaldo Colombo realizó la autopsia y, una vez terminada, fue al taller de Miguel Ángel, en Macello dei Corvi. Miguel Ángel le miró con ojos entristecidos:

—¿Asesinato?

—Sin la menor duda.

—¿Ha encontrado pruebas?

—Si yo mismo hubiese administrado el veneno no podría estar más seguro de que la causa de la muerte del cardenal Niccolo ha sido un veneno. Lottini, el agente del duque Cosimo, puede haber tenido ocasión…

Miguel Ángel bajó la cabeza, atribulado.

—Una vez más se desvanecen nuestras esperanzas para Florencia.

Como siempre que los acontecimientos del mundo exterior lo golpeaban y dejaban desolado, se volvió a sus mármoles. En el Descenso de la cruz, que estaba esculpiendo con la esperanza de que sus amigos lo colocaran en su propia tumba una vez muerto, tropezó con un extraño problema: la pierna izquierda de Cristo obstaculizaba el diseño. Después de considerar muy cuidadosamente el problema, cortó dicha pierna por completo. La mano del Cristo, extendida hacia abajo y estrechando la de la Virgen, ocultaba hábilmente el hecho de que sólo quedaba allí una pierna.

El Colegio de Cardenales eligió Papa a Giovan María de Ciocchi del Monte, de sesenta y dos años, que adoptó el nombre de Julio III. Miguel Ángel lo conocía desde hacía mucho tiempo por haberlo visto en la corte. El nuevo Pontífice había ayudado a redactar varias veces el mismo contrato para la tumba de Julio II. Tres veces, durante el asedio de 1527, el cardenal Ciocchi del Monte había sido apresado por las fuerzas del emperador y llevado a la horca frente a la casa de Leo Baglioni, en el Campo dei Fiori, para ser perdonado las tres veces en el último instante. Su principal interés en la vida era el placer.

—Debería haber adoptado el nombre de León XI —confió Miguel Ángel a Tommaso—. Probablemente parafraseará la declaración de León X, diciendo: «
Puesto que Dios me ha salvado tres veces de la horca, para ungirme Papa, estoy decidido a gozar este Papado
».

—Será un buen Papa para los artistas —respondió Tommaso—. Su compañía es la que más le agrada. Tiene el proyecto de ensanchar su villa de las cercanías de la Porta del Popolo hasta convertirla en un suntuoso palacio.

Miguel Ángel fue llamado rápidamente a la villa del papa Julio III, que ya se estaba llenando de antiguas estatuas, columnas, pinturas y artistas de todas clases. La mayor parte de ellos había recibido ya encargos. Hasta entonces, el nuevo Pontífice no había hablado sobre la continuación de las obras de San Pedro, y Miguel Ángel esperaba su palabra al respecto con gran ansiedad.

Julio III tenía una prominente nariz que descendía sobre su labio superior. Era aquél el único rasgo fisonómico que emergía de su espesa barba gris. Comía prodigiosamente. Su barba parecía ocultar una trampa en la que caían enormes cantidades de alimentos.

De pronto, Julio III pidió silencio y los comensales callaron inmediatamente:

—Miguel Ángel —exclamó el Pontífice con su voz brusca y poderosa—. No os he pedido que trabajéis para mí porque respeto vuestra edad…

—No hay entre la vuestra y la mía, Santidad, más que una diferencia de doce pequeños años —respondió Miguel Ángel con fingida humildad—. Y puesto que todos sabemos cuán intensamente habréis de luchar para que vuestro pontificado sea verdaderamente notable, no puedo osar reclamar para mí que se me exima por esa causa.

A Julio III le agradó aquel sarcasmo.

—Sois tan valioso para nosotros, querido maestro, que daría con gusto años de mi vida si ellos sirviesen para aumentar la vuestra.

Miguel Ángel vio al Papa que despachaba una enorme ración de ganso y pensó: «
Nosotros, los toscanos, somos frugales y por eso vivimos tanto
».

En voz alta dijo:

—Aprecio debidamente vuestro ofrecimiento, Santo Padre, pero, velando por los intereses del mundo cristiano, no puedo permitiros que realicéis tamaño sacrificio.

—Entonces, hijo mío —replicó Julio III—, si os sobrevivo, como es probable según el curso natural de la vida, haré que sea embalsamado vuestro cuerpo y lo mantendré cerca de mí para que sea tan imperecedero como vuestra obra.

El apetito de Miguel Ángel se esfumó por completo. Se preguntó si habría alguna manera de excusarse. Pero Julio III no había terminado con él.

—Hay algunas cosas que me agradaría muchísimo que diseñarais para mí —dijo—: una nueva escalinata y una fuente para el Belvedere, una fachada para un palacio en San Rocco, monumentos para mi tío y abuelo…

¡Pero ni una sola palabra sobre San Pedro!

El Papa reunió a sus invitados en la viña para oír música y ver algunas obras teatrales. Miguel Ángel se retiró disimuladamente. Lo único que deseaba de Julio III era que lo confirmase en su cargo de arquitecto de San Pedro.

El Papa difería la cuestión. Miguel Ángel mantuvo sus diseños y planes en absoluto secreto. Proporcionaba a los contratistas únicamente las especificaciones para el trabajo de uno o dos días. Siempre había sentido aquella necesidad de secreto respecto a las obras que ejecutaba. Y ahora tenía un motivo perfectamente justificado para trabajar secretamente. Pero eso le creó dificultades.

Un grupo de los contratistas expulsados, encabezado por el persuasivo Bigio, inició el ataque al decir:

—Buonarroti ha derribado una iglesia mucho más hermosa que la que será capaz de construir.

—Procedamos a estudiar vuestra crítica de la presente estructura —dijo el Papa, sonriente.

Un funcionario se puso en pie y exclamó:

—Santo Padre, se están invirtiendo inmensas sumas sin que sepamos en qué. Tampoco se nos ha comunicado nada sobre la forma en que deberá ser llevada adelante la obra.

—Ésa es responsabilidad exclusiva del arquitecto —interpuso Miguel Ángel.

—Santidad, Buonarroti nos trata como si esta cuestión no fuera de nuestra incumbencia ¡Así somos completamente inútiles!

El Papa reprimió una pulla que jugueteaba en sus labios. El cardenal Cervini levantó los brazos como para indicar los arcos que se estaban construyendo:

—¡Santidad! —dijo—. Como veis, Buonarroti está construyendo tres capillas en cada extremo de estas arcadas transversales. Es nuestra opinión que tal disposición, particularmente en el ábside sur, proporcionará una luz muy escasa en el interior…

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