La agonía y el éxtasis (102 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—Si en los años de mi infancia hubiera aprendido el oficio de zapatero, ahora sufriría muchísimo menos —se lamentó Miguel Ángel, profundamente amargado.

Daniele tembló, como si alguien le hubiera asestado un duro golpe.

—Maestro, trataremos de abordar este problema con sensatez. El Papa estaba completamente decidido a llamar a un pintor de la corte, pero yo le persuadí de que me dejase ese trabajo a mí. Causaré el menor daño posible a su fresco. Si permitimos que lo haga un extraño…

—Adán y Eva cosieron hojas de higuera para confeccionarse faldas…

—¡No se irrite conmigo! ¡Yo no estoy en el Concilio de Trento!

—Tiene razón, Daniele. Tenemos que ofrecer esas partes genitales como tributo a la Inquisición. He pasado toda una vida pintando la belleza del hombre. Ahora, el hombre se ha convertido nuevamente en objeto de vergüenza, y debe ser quemado en una nueva pira de vanidades como las de Savonarola. ¿Sabe lo que eso significa, Daniele? Pues sencillamente que estamos retrocediendo a los siglos más tenebrosos e ignorantes del pasado.

—Miguel Ángel —replicó Daniele tratando de aplacarlo—. Emplearé pinturas tan tenues que el próximo Papa pueda hacer que sean sacados todos esos ropajes sin dañar lo que hay debajo de ellos…

Miguel Ángel hizo un gesto negativo.

—Vaya, entonces, y envuélvalos en esos púdicos trapos.

—Confíe en mi, maestro. Engañaré al Papa astutamente. Esta tarea es tan delicada que llevará meses, o tal vez años. Quizá para entonces Caraifa esté muerto ya y desaparecida la Inquisición…

El medio más eficaz para alejarse de todo terror era tomar el martillo y el cincel y comenzar a esculpir. Hacia poco que había comprado un bloque de mármol de forma irregular, que sobresalía en las partes superior e inferior. En lugar de uniformarlo, decidió utilizar aquella forma rara para lograr un perfil en forma de media luna.

Comenzó a trabajar por el centro del bloque, preguntándose si este le revelaría lo que él deseaba crear. El mármol permaneció hosco, silente. Era demasiado pedir a una materia prima, aunque ésta fuese una brillante piedra, que crease una obra de arte por sí sola; pero el desafío que entrañaba aquel bloque irregular provocó nuevas energías en él.

Le era tan necesario sobrevivir a los ochenta años como a los treinta y cinco…, pero era un poco más difícil.

VI

Sigismondo murió en Settignano. Era el último de sus hermanos. Había sobrevivido a toda su generación. Igualmente dolorosa fue para él la enfermedad de Urbino, que había estado veintisiete años con él. La nobleza de espíritu de aquel compañero brilló intensamente cuando murmuró a Miguel Ángel:

—Aún más que morir, me apena dejarlo solo en este mundo traidor.

La esposa de Urbino, Cornelia, dio a luz su segundo hijo en momentos en que era sepultado su marido. Miguel Ángel retuvo consigo a la madre y los dos hijos hasta que quedó resuelto el testamento de él. En él designaba tutor de sus hijos a Miguel Ángel. Y cuando la madre se fue con ellos a su casa familiar de Urbino, la casa se le antojó un desierto.

Se entregó al trabajo de la tribuna de San Pedro y esculpió su nueva Piedad; compró otra granja para su sobrino Leonardo, envió a Cornelia Urbino dos piezas de una tela negra que le había pedido; empezó a buscar pobres merecedores de ser ayudados para ganar así él la salvación de su alma. Y entonces tuvo que permitir que se detuviese todo el trabajo en San Pedro nuevamente, debido a la amenaza de invasión por parte del ejército español.

La década de los ochenta a los noventa años no era, decidió, la más agradable de la vida del hombre. Cuando salió de Florencia, a los sesenta, había temido que su vida tocaría a su fin, pero el amor lo había tomado joven otra vez y aquella década pasó rápidamente. Durante el periodo de los setenta a los ochenta, había estado tan profundamente ocupado con los frescos de la capilla Paulina, la talla del Descenso de la cruz, su nueva carrera de arquitectura y los trabajos en San Pedro, que ninguno de aquellos días había sido suficientemente largo para realizar sus tareas.

Pero ahora, al cumplir los ochenta y uno y entrar en los ochenta y dos, las horas eran como avispas, pues todas pasaban dejando su aguijonazo. Ya no tenía la vista de antes; su paso no era tan firme; aquella resistencia que le había permitido tantos excesos en el trabajo estaba dando paso a una serie de molestias menores y minaba sus fuerzas, obstaculizando seriamente el impulso que ponía en juego para terminar San Pedro y crear en aquel templo una maravillosa cúpula.

Un día cayó en cama con un serio ataque de cálculos en los riñones. El doctor Colombo, con la ayuda del incansable y leal Tommaso, consiguió arrebatarlo a la muerte, pero quedó confinado en su lecho varios meses y se vio obligado a confiar los diseños para uno de los altares a un nuevo superintendente. Cuando curó y subió trabajosamente al andamio, encontró que el nuevo superintendente había interpretado mal sus planos y cometido graves errores en la construcción. Se sintió abrumado por la vergüenza y el remordimiento; aquel era su primer fracaso en los diez años que llevaba de construcción. Y, por fin, había entregado a Baccio Bigio un arma eficaz para un nuevo ataque contra él, ya que se trataba de un error de grandes proporciones, que no le sería posible excusar ni explicar.

Fue a ver al Papa inmediatamente, pero antes que él llego Bigio.

—¿Es cierto? —preguntó el Pontífice.

—Si, Santo Padre —respondió él, honestamente.

—¿Será necesario derribar la capilla?

—La mayor parte, Santidad.

—Lo siento muchísimo. ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así?

—He estado enfermo, Santidad.

—Comprendo. Bigio sostiene que es demasiado viejo para soportar una responsabilidad tan grande. Cree que, velando por usted mismo, debería ser relevado de tan pesada carga.

—Tanta solicitud por parte de Bigio me emociona. Él y sus asociados han estado tratando de conseguir esa «
pesada carga
» para sí desde hace muchos años. Pero ¿acaso el Ponte Santa María no se derrumbó durante la inundación? ¿Podrá creer que Poggio, en sus mejores días, es mejor arquitecto que yo en mis peores?

—Nadie pone en duda vuestra capacidad, Miguel Ángel.

Miguel Ángel calló un momento. Pensaba intensamente en el pasado.

—Santo Padre —dijo por fin—, durante treinta años he estado observando a arquitectos colocar cimientos en este gran edificio. Ninguno de ellos consiguió, por mucho que lo intentaron, levantar San Pedro un metro del suelo. En los diez años que llevo como arquitecto del templo, éste se ha levantado como un águila. Si me releva ahora, ello significará la ruina definitiva de esa gran obra.

Los labios del Pontífice temblaron ligeramente de emoción.

—Miguel Ángel —respondió—, mientras le queden fuerzas para luchar seguirá siendo el arquitecto de San Pedro.

Aquella noche hubo una reunión en la casa de Macello dei Corvi. Debido a que Miguel Ángel había estado a punto de morir, Tommaso, un grupo de sus más antiguos amigos y el cardenal de Carpi, que se había convertido en protector suyo en la corte, insistieron en que hiciera construir un modelo completo de la cúpula. Hasta entonces, solamente había hecho bocetos fragmentarios.

—Si lo hubiésemos perdido la semana pasada —dijo Tommaso tristemente—, ¿cómo podría saber ninguno de nosotros qué clase de cúpula tenía proyectada?

—Le he oído decir —interpuso el cardenal— que deseaba avanzar la construcción hasta tal punto que después de su muerte nadie pudiera modificar su diseño.

—Ésa es mi esperanza —dijo Miguel Ángel.

—¡Entonces, denos los planos de su cúpula! —exclamó Lottino, un artista discípulo suyo—. No hay otra manera…

—Tiene razón —dijo Miguel Ángel con un hondo suspiro—. Pero todavía no he concebido la cúpula definitiva. Tendré que encontrarla primero. Cuando la haya encontrado, construiremos el modelo de madera.

Se fueron todos, menos Tommaso. Miguel Ángel se dirigió a su mesa de dibujo y acercó a ella una silla de madera. Empezó a musitar palabras y más palabras, mientras su pluma dibujaba trazos en una hoja de papel. El Panteón y el Duomo de Florencia tenían dos cúpulas, una dentro de la otra, entrelazadas estructuralmente para mutuo sostén. El interior de su cúpula sería escultura, y el exterior, arquitectura.

Una cúpula no era un mero techo; cualquier techo podía cumplir ese utilitario propósito. Una cúpula era una importante obra de arte, la perfecta fusión de la arquitectura y la escultura en el desplazamiento del espacio y en agregar algo al firmamento. Era una cúpula del hombre creada a imagen y semejanza de la cúpula del cielo. La cúpula perfecta iba de horizonte a horizonte en la mente del hombre, cubriéndola de gracia. Era la más natural de todas las formas arquitectónicas, y la más celestial, pues aspiraba a crear de nuevo la sublime forma bajo la cual la humanidad pasa sus días y sus años.

La cúpula de una iglesia no era competidora de la cúpula del cielo, sino la misma forma en miniatura, como un hijo comparado con su padre. Algunas personas decían que la Tierra era redonda; para un hombre como él, cuyos viajes se habían limitado entre Venecia y Roma, eso era difícil de probar. En la escuela de gramática de Urbino se le había enseñado que la Tierra era plana y terminaba allí donde la bóveda del cielo bajaba hasta sus limites circulares. Sin embargo, él había observado siempre una faceta peculiar de aquel horizonte supuestamente anclado: conforme avanzaba hacia él, en lugar de acercarse, el horizonte se alejaba en la misma proporción.

Lo mismo ocurría con su cúpula. No podía ser finita, limitada. Ningún hombre de pie bajo ella tenía que sentir jamás que podía alcanzar sus limites. El cielo era una creación perfecta; todo ser de la Tierra, estuviese donde estuviese, se hallaría en el mismo centro de su corazón, con la bóveda del cielo ex tendida equidistantemente a su alrededor. Lorenzo
Il Magnifico
, los cuatro
platonistas
y los humanistas le habían enseñado que el hombre era el centro del universo; y eso no era nunca más demostrable que cuando él miraba hacia arriba y se veía, individuo solitario, actuando a modo de poste central que sostuviese la carpa del sol, las nubes, la luna y las estrellas, sabiendo que, por mucho que se sintiese solitario, abandonado, sin su apoyo los cielos se derrumbarían. Si desaparece la cúpula como forma, como idea, el simétrico techo que alberga al hombre, ¿qué quedaría del mundo? Únicamente un plato liso, de aquellos en que su madrastra,
il migliore
, ponía las rebanadas de pan caliente, recién salido del horno.

¡No era extraño que el hombre hubiese puesto el cielo en la bóveda del espacio! No era porque hubiera visto jamás que un alma subía hacia allí, ni que hubiera visto, siquiera fugazmente, las maravillas del paraíso celeste, sino porque el cielo tenía que estar alojado en la forma más divina conocida por la mente o los sentidos del hombre. Él quería que su cúpula fuese también mística, no una protección contra el calor o la lluvia, el trueno o los relámpagos, sino una cosa de tan asombrosa belleza que asegurase al hombre la presencia de Dios… una forma consciente que el hombre pudiera no solamente ver y sentir, sino penetrar. Bajo su cúpula, el alma de un hombre tendría que elevarse hacia Dios, como lo haría en el momento de su separación última del cuerpo material.

La salvación de su propia alma se convirtió en parte de la creación de la cúpula de San Pedro. Para su gran obra postrera se había asignado la tarea más difícil de los últimos sesenta y ocho años, desde que Granacci lo llevó aquel día por las calles de Florencia al taller de pintura de la Vía dei Tavolini para decir: «
Signor Ghirlandaio, éste es Miguel Ángel, de quien le he hablado
».

Su mente y dedos se movían con fuerza y claridad. Y después de dibujar durante horas enteras, pasaba, para refrescar su mente, a su bloque en forma de media luna. Modificó su concepto original de un Cristo con la cabeza y las rodillas vueltas en direcciones opuestas, en favor de otra versión en la cual cabeza y rodillas coincidían, pero estaban contrapuestas a la cabeza de la Virgen, sobre el hombro de Cristo, lo cual brindaba un contraste más dramático.

VII

Perseguía un equilibrio absoluto, una perfección de líneas, curvas, volúmenes, masas, densidad, elegancia y la profundidad del espacio infinito. Aspiraba a crear una obra de arte que trascendiera la época en la que él había vivido.

Dejó a un lado sus lápices y plumas, y comenzó a modelar. Pensaba que la ductilidad de la arcilla húmeda podría brindarle mayor libertad que la rigidez de la línea dibujada. A lo largo de días, semanas y meses hizo una docena de modelos, para destruirlos y empezar otros nuevos. Sentía que se iba acercando a la revelación, pues en primer lugar logró monumentalidad, luego dimensión, después majestuosidad y luego simplificación. No obstante, los resultados eran producto todavía de su capacidad artísticas, más que de su espiritualidad.

Por fin, después de once meses de pensar, dibujar, orar, esperar y desesperar, llegó: un fruto de su imaginación, compuesto de todas sus artes, asombroso de tamaño, pero, sin embargo, tan frágil como un huevo de pájaro en un nido: alzándose hacia el cielo, construido de gasa, que elevaba sin esfuerzo y musicalmente su altura de cien metros en forma de pera, igual que el pecho de la
Madonna
Medici… ¡Era una cúpula como no existía otra igual!

—¡Lo ha logrado! —murmuró Tommaso extáticamente, cuando vio los dibujos terminados—. ¿De dónde ha surgido?

—¿De dónde salen las ideas, Tommaso?

Sebastiano formuló la misma pregunta cuando era joven. Sólo puedo darle la misma respuesta que le di a él, pues a los ochenta y dos años mi sabiduría no es mayor que cuando tenía treinta y nueve: las ideas son una función natural de la mente, como respirar lo es de los pulmones. Tal vez emanan de Dios.

Contrató a un carpintero, Giovanni Francesco, para que le construyese el modelo. Se hizo de madera de tilo y en escala de uno a quince mil. La gigantesca cúpula descansaría sobre pilares y arcos en una amplia base circular de cemento. Las costillas externas de la cúpula serian de
travertino
de Tivoli, mientras que las columnas serían del mismo material. Los soportes que afirmarían la cúpula a la base serían de hierro forjado. Ocho rampas permitirían subir los materiales a lomo de burro hasta las paredes de la cúpula. Los planos de ingeniería llevaron meses, pero Miguel Ángel poseía la capacidad y la habilidad, y, además, Tommaso era ya un experto arquitecto.

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