Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (5 page)

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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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Existen extrañas y antiguas creencias japonesas con respecto a la eficacia mágica de una cierta operación mental implicada, aunque no descrita, por el verbo
nazoraêru
. No hay palabra inglesa que pueda traducirla con exactitud, pues se la emplea en relación a múltiples tipos de magia mimética, no menos que en la ejecución de ciertos actos de fe religiosa. Los significados ordinarios de
nazoraêru
, según los diccionarios, son “imitar”, “comparar”, “asemejar”; pero el significado esotérico es: “
sustituir, en la imaginación, un objeto o acción por otro, con el fin de obtener un resultado mágico o milagroso
”[
1
].

Por ejemplo: uno no puede costear la edificación de un templo budista, pero nada le impide depositar un guijarro ante la imagen del Buda, con la misma piedad que a uno lo urgiría a edificar un templo si contara con la fortuna para hacerlo. El mérito de esa ofrenda resulta idéntico, o casi idéntico, al mérito de la erección de un templo… Uno no puede leer los seis mil setecientos setenta y un volúmenes de los textos budistas; pero puede hacer una estantería giratoria que los contenga, y hacerlos girar alrededor de uno como un torno. Si en cada empujón palpita el firme deseo que se aplicaría a la lectura de los seis mil setecientos setenta y un volúmenes, uno adquiere tanto mérito como si los hubiese leído… Acaso esto baste para explicar los significados religiosos de
nazoraêru
.

Los significados mágicos sólo podrían explicarse en su totalidad mediante una gran variedad de ejemplos; pero, para nuestro propósito, serán suficientes los siguientes. Si se confecciona un hombrecillo de paja (por los mismos motivos que incitaron a la Hermana Helena[
2
] a hacer un hombrecillo de cera) al que luego se clava, con clavos de no menos de cinco pulgadas de largo, a un árbol del huerto de un templo, a la Hora del Buey, la muerte, precedida por una atroz agonía, de la persona imaginariamente representada por ese hombrecillo… eso ilustraría el significado de
nazoraêru
… O bien, supongamos que un ladrón entra a nuestra casa durante la noche, y se lleva nuestros bienes. Si descubrimos sus huellas en el jardín, y en el acto quemamos una gran moxa sobre cada una de ellas, se inflamarán las plantas de los pies del ladrón, que no tendrá reposo hasta que vuelva, por propia voluntad, a ponerse a vuestra merced. Ésa es otra especie de magia mimética expresada por el vocablo
nazoraêru
. Las diversas leyendas sobre la Mugen-Kané nos brindarán un tercer ejemplo.

Una vez que la ciénaga engulló la campana, no quedó, por supuesto, más ocasión de tañerla para quebrarla. No obstante, las personas que lamentaban la pérdida de tal oportunidad, optaron por golpear y quebrar objetos que imaginariamente sustituían a la campana… así esperaban complacer al espíritu de la dueña del espejo que tantos inconvenientes había causado. Una de estas personas fue una mujer llamada Umégaê, famosa en las leyendas japonesas en razón de sus relaciones con Kajiwara Kagésué, un guerrero del clan Heiké. Mientras la pareja estaba de viaje, Kajiwara un día se vio en serios problemas por falta de dinero, y Umégaê, recordando la tradición de la campana de Mugen, tomó una bacía de bronce, y transformándola mentalmente en una representación de la campana, la golpeó hasta romperla, solicitando, al mismo tiempo, trescientas piezas de oro. Un huésped de la posada donde estaba la pareja inquirió la causa de los golpes y los gritos, y, al enterarse de cuál era el problema, le regaló a Umégaê trescientos
ryô
de oro. Más tarde circuló una canción sobre la bacía de bronce de Umégaê; aún hoy la cantan las bailarinas:

Umégaê no chôzubachi tutaîte

O-Kané da déru naraba,

Mina San mi-uké wo

Sôre tanomimasu

[Si, golpeando la bacía de Umégaê,

pudiera obtener honorable dinero,

negociaría entonces

la libertad de mis compañeras.]

Este acontecimiento acrecentó la fama de la Mugen-Kané; y muchos siguieron el ejemplo de Umégaê, con la esperanza de emular su suerte. Entre ellos hubo un granjero disoluto que vivía cerca de Mugenyama, en las riberas del Oîgawa. Este granjero, que había derrochado sus bienes en el libertinaje, elaboró una reproducción de la Mugen-Kané con el barro de su jardín; golpeó la campana de arcilla y la quebró, solicitando a gritos una gran fortuna.

Entonces surgió ante él la imagen de una mujer vestida de blanco, cuyo cabello flotaba al viento, con un cántaro cerrado en la mano. Díjole a la mujer:

—Vine para responder a tu fervorosa plegaria según ésta merece. Toma, pues, este cántaro.

Con estas palabras, le dejó el cántaro en la mano y desapareció.

El hombre se precipitó a la casa radiante de felicidad, y le refirió la buena noticia a su mujer. Depositó ante ella el cántaro —que era pesado— y lo abrieron juntos. Y descubrieron que estaba lleno, justo hasta el borde, de…

¡Pero no…! Realmente no puedo decir de qué estaba lleno.

[
1
] El problema de traducción es extensible, naturalmente, a la lengua española (
N. del T.)

[
2
] Alusión al poema de Dante Gabriel Rossetti “Sister Helen”
(N. del T.)

JIKININKI

Una vez, Musô Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas
anjitsu
, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musô se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musô la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musô se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musô había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musô se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo:

—Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo: no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo homenaje; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí, pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.

Musô respondió:

—Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo fatigado, por cierto que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no temo a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno por mi persona.

Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia así como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de la casa:

—Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.

Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas; ardía un
tômyô
, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias horas; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musô se vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes: el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue tan misteriosamente como había venido.

Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musô:

—Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia: temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la causa.

Entonces Musô le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló:

—Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al respecto desde antiguo.

Musô entonces preguntó:

—¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros muertos?

—¿Qué monje? —preguntó el joven.

—El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea —responció Musô—. Llegué hasta su
anjitsu
, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo llegar aquí.

Todos se miraron entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio, el dueño de la casa declaró:

—Venerable señor, en la colina no hay monje ni
anjitsu
alguno. Hace muchas generaciones que ningún monje reside en esta comarca.

Musô no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o no un engaño. Halló el
anjitsu
sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musô entró, el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó:

—¡Ah! ¡Vergüenza de mí…! ¡Gran vergüenza sobre mí…! ¡Terrible vergüenza sobre mí!

—No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento —dijo Musô—. Me indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad; y os agradezco ese favor.

—A nadie puedo ofrecer alojamiento —respondió el recluso—, y no es mi negación lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera forma… pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros propios ojos… Sabed, venerable señor, que soy un
jikininki
[
1
], un devorador de carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición.

“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer, inmediatamente después de mi muerte, como
jikininki
. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis… Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio
Ségaki
para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia…”

En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musô Kokushi se halló a solas, de rodillas en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman
go-rin-ishi
[
2
], que parecía ser la tumba de un sacerdote.

[
1
] Literalmente, duende devorador de hombres. El narrador japonés también da el vocablo sánscrito,
Râkshasa
; pero esta palabra es tan vaga como
jikininki
, pues hay muchas variedades de Râkshasas. Aparentemente la palabra
jikininki
aquí significa uno de los
Bara-mon-Rasetsu-Gaki
, que conforman las veintiséis clases de pretas enumeradas en los antiguos libros budistas
(N. del A.)

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