Kitchen (8 page)

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Authors: Banana Yoshimoto

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Kitchen
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Ella se puso roja de ira, y dijo:

—Pero ¿no te parece contradictorio? Dices que no eres su novia, pero vas a su casa, duermes allí y haces lo que se te antoja. Esto es mucho peor que vivir juntos —dijo a punto de llorar—. Yo, seguramente, comparándome contigo que vives con él, lo conozco poco, sólo soy una compañera de clase. Pero siempre he estado junto a él y le quiero. Ahora ha perdido a su madre y está destrozado. Hace tiempo le confesé lo que sentía por él. Entonces dijo: «Sí, pero Mikage…». Le pregunté si erais novios y dijo: «No, no», ladeó la cabeza y me pidió que dejáramos el tema para otra ocasión. Cuando ya todo el mundo en la universidad supo que vivía con una mujer, desistí…

—Ya no vivo allí —dije.

Ella interrumpió mis palabras, que la habían cortado, y prosiguió:

—Pero tú rehúyes todas las responsabilidades de una novia. Saboreas cómodamente la parte divertida del amor y dejas a Yûichi en una situación ambigua. Y cada vez se siente más inseguro porque coqueteas con él con esos brazos y piernas delgados y con tu pelo largo. Es muy cómodo estar siempre en esta situación, nunca demasiado cerca, nunca demasiado lejos. El amor, ¿no es algo más serio, cuidarse el uno al otro? Tú eludes esa carga con toda frescura, con aire de entenderlo todo… Deja a Yûichi. Por favor. Yûichi no hará nada mientras estés tú.

Sus palabras eran bastante subjetivas e interesadas, pero su agresividad era certera y me hirió. Intentó seguir, abrió la boca para hablar, y le dije:

—¡Basta ya!

Ella se asustó y se calló.

—Comprendo lo que sientes, pero todos vivimos cuidando nuestros propios sentimientos. Y tú en ningún momento te has referido a los míos. ¿Cómo puedes saber que yo no pienso nada, si es la primera vez que me ves?

—¿Cómo puedes hablar tan fríamente? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. Con esa actitud, ¿dices que quieres a Yûichi? No puedo creerlo. Has ido a dormir a su casa aprovechando la muerte de su madre. Es una jugada sucia.

Mi corazón estaba lleno de tristeza y repulsión. Ella no quería saber si mi relación con Yûichi era frágil o complicada, ni cuál era mi estado cuando me recogieron en su casa, ni si la madre de Yûichi era un hombre. Sólo había venido a moralizar. Después de llamar esta mañana, había hecho averiguaciones sobre mí, se había enterado del lugar donde trabajaba, apuntado mi dirección, había venido en tren desde lejos, y todo a pesar de no poder satisfacer su amor. Qué trabajo más triste y miserable. Al imaginar sus sentimientos de todos los días y su manera de pensar, y al recordar cómo había entrado en la sala incitada por la furia, realmente me dio pena.

—Yo también tengo sensibilidad —le dije—. Yo también acabo de perder a una persona querida, exactamente igual que él. Y éste es mi lugar de trabajo, si quieres decirme algo más… —La verdad es que pensaba decirle: «Llámame a casa», pero en lugar de eso acabé diciendo—: Lloraré y te clavaré un cuchillo, ¿te parece bien?

Pensé que eran unas palabras despiadadas. Ella me lanzó una mirada furiosa.

—He dicho todo lo que tenía que decir. Adiós —dijo con frialdad y se fue pisando con fuerza. Salió dando un portazo.

Aquella entrevista, en la que no había habido precisamente coincidencia de intereses, terminó dejándome un amargo sabor.

—Mikage, tú no has hecho nada malo, en absoluto —dijo Kuri-chan con aire preocupado, viniendo a mi lado.

Y Nori-chan dijo con dulzura mirándome fijamente:

—¡Qué chica tan rara! Creo que se ha vuelto loca de celos. Anímate, Mikage.

Y yo, sin moverme, me quedé de pie en la cocina donde penetraba la luz de la tarde y pensé que estaba en una situación lastimosa: ¡Ay, ay, ay!

Al salir no había cogido el cepillo de dientes y la toalla, así que volví a casa de los Tanabe. Yûichi había salido. A mi aire, me preparé curri y me lo comí. Yûichi llegó cuando estaba dando vueltas distraídamente a la respuesta que me había dado a mí misma: «Para mí, cocinar y comer aquí es lo más natural del mundo».

—Hola —dije.

Él no sabía nada, ni tampoco tenía culpa alguna, pero no pude mirarle a los ojos, no sé por qué.

—Yûichi, tengo que ir a Izu pasado mañana, por el trabajo. Así que me voy a casa. Quiero ordenarla antes de irme, cuando vine la dejé patas arriba. Ah, todavía queda curri, puedes comértelo.

—Ah, bien. Te llevo en coche —sonrió Yûichi.

El coche arranca. Las calles quedan atrás. En menos de cinco minutos estaré en mi apartamento.

—Yûichi —dije.

—¿Sí? —dijo con las manos en el volante.

—Té. Vayamos a tomar un té.

—Pero ¿no tenías prisa? ¿No tienes que hacer el equipaje? A mí me es completamente igual.

—No, tengo muchas ganas de tomar té.

—Bien, vamos. ¿Adónde quieres ir?

—Pues…, ¡ah, sí!, vamos a aquella cafetería donde hacen té inglés, la que está encima del salón de belleza.

—Está en las afueras, está lejos…

—No importa, creo que es un buen lugar.

—Bien, vamos.

No sé la razón, pero Yûichi estaba muy amable. Como me sentía muy vulnerable, creo que si le hubiera dicho: «Vamos a ver la luna a Arabia», hubiese contestado: «Sí, vamos».

La pequeña cafetería de la segunda planta era clara y tranquila. Las paredes eran blancas y la calefacción estaba encendida. Fuimos hasta el fondo y nos sentamos uno frente a otro. No había nadie y sonaba suavemente la música de la banda sonora de una película.

—Yûichi, ahora que lo pienso, ¿te has dado cuenta de que es la primera vez que entramos juntos en una cafetería? Me parece rarísimo —dije.

Yûichi puso cara de asombro. Tomaba té Harl Grey, que a mí me desagradaba por su mal olor. Recordé que por las noches en su casa se percibía a menudo este olor, parecido al jabón. Cuando yo estaba mirando la televisión, con el volumen muy bajo en la medianoche silenciosa, Yûichi, muchas veces, salía de la habitación y preparaba té.

En el fluir muy incierto del sentimiento y del tiempo, tenía diferentes recuerdos grabados con los cinco sentidos. Y así reviví en aquella cafetería de invierno lo irremplazable, que por lo demás eran cosas muy triviales.

—Como siempre estamos tomando té juntos, parece increíble que sea la primera vez, pero, ahora que lo dices, es cierto.

—¿Verdad? Es extraño, ¿no? —sonreí.

—No sé por qué, pero no entiendo nada —dijo, mirando la lámpara con ojos duros—. Debo de estar muy cansado.

—Claro, es normal —dije un poco sorprendida.

—Tú también estabas muy cansada cuando murió tu abuela. Ahora lo recuerdo muy bien, A veces, cuando estabas viendo la televisión, yo te miraba. Estabas en el sofá como preguntándote: «¿Qué significa eso?», con cara distraída, de no estar pensando en nada. Ahora puedo comprenderlo muy bien.

—Yûichi —dije—, estoy muy contenta de que estés hablando conmigo tan tranquilo, de que seas fuerte. Estoy orgullosa de ti.

—Tal como hablas, parece que traduces del inglés.

Yûichi sonrió iluminado por la lámpara. Agitó los hombros bajo el jersey azul marino.

—Pues, dime si…

Quería decirle que, si podía hacer algo por él, me lo pidiera, pero me callé. Sólo deseaba que le sirviera de algo el recuerdo brillante de haber estado juntos, sentados uno frente a otro en un sitio tan claro como aquél, tomando un té bueno y caliente.

Las palabras son siempre demasiado explícitas y apagan del todo el valor de una luz tenue como aquélla.

Cuando salimos había caído ya la noche azul transparente. Refrescaba, parecía que fuera a helar.

Al subir al coche siempre me abría la portezuela. Después de subir yo, se sentaba en el asiento del conductor.

El coche se puso en marcha y dije:

—Ahora hay pocos hombres que abran la puerta a las mujeres. Queda muy bien.

—Eriko me lo enseñó —dijo riendo—. Si no lo hacía, se enfadaba, y no entraba en el coche hasta que le abría la portezuela.

—A pesar de ser un hombre.

Y también yo me reí.

—Eso, eso. A pesar de ser un hombre.

Cayó el silencio con un ruido seco, como un telón. En las calles ya era de noche. Las personas que iban pasando delante del parabrisas del coche, empleados, mujeres, jóvenes y viejos, parecían radiantes y hermosos mientras esperaban ante los semáforos. Era la hora en que todo el mundo, envuelto en el jersey o el abrigo, se dirigía a algún lugar cálido a través del velo silencioso y frío de la noche.

Pero cuando Yûichi me había abierto la portezuela del coche, había pensado que también se la habría abierto alguna vez a la chica terrible de antes y sentí que el cinturón de seguridad me apretaba, no sé por qué. Me quedé atónita al darme cuenta de que… tenía celos. Estaba aprendiendo a conocer esta sensación como un niño aprende a conocer el dolor. Perdimos a Eriko y, los dos, que flotando por el espacio oscuro seguimos fluyendo dentro de un río de luces, estábamos a punto de llegar a un desenlace. Lo sabía por el color del aire, por la forma de la luna y por la negrura del cielo nocturno en aquel momento. Lo sabía. Los edificios y los faroles brillaban afligidos.

El coche paró delante de mi casa.

—Entonces, esperaré a que me traigas un regalo —dijo Yûichi.

Después regresaría, solo, a aquel piso. Seguramente, nada más llegar, regaría las plantas.

—Sí, una tarta de anguilas, por supuesto —dije riendo.

La luz del farol dibujaba tenuemente el perfil de Yûichi.

—¿Tarta de anguilas, dices? También la venden en los kioscos de la estación de Tokio.

—Entonces, querrás té, claro.

—Pues… ¿Y
wasabizuke?

—¿Eh? ¿Es bueno? A mí no me gusta.

—A mí tampoco. Sólo me gusta el de huevas de arenque.

—Bien, entonces te compraré ése.

Sonreí y abrí la portezuela.

Un viento helado entró de golpe en el cálido interior del coche.

—¡Qué frío! —grité—. ¡Yûichi! Tengo frío, frío, frío.

Me abracé a Yûichi muy fuerte y hundí mi rostro en su brazo. El jersey olía a hojas secas y sentí el calor de su cuerpo.

—Hará menos frío en Izu.

Al decirlo, Yûichi abrazó, como en un acto reflejo, mi cabeza con el otro brazo.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —dijo apretando mi cabeza. Oí la vibración de su voz directamente desde el pecho.

—Cuatro días —dije apartándome suavemente de él.

—Me parece que cuando vuelvas ya estaré mejor, entonces saldremos otra vez a tomar té.

Yûichi, mirándome, sonrió. Dije:

—Sí. —Bajé del coche y agité la mano.

«De momento, haré como si hoy no hubiese sucedido esa cosa tan desagradable», pensé, mientras seguía el coche con la mirada.

Nadie podría decir quién de nosotras dos había ganado o perdido, ni quién estaba en la mejor posición, hasta que llegáramos a la final. Además, en este mundo no existe para esto un criterio de valoración, y sobre todo yo no podía saberlo en una noche tan fría como aquella. En absoluto. No podía ni imaginarlo.

Los recuerdos de Eriko. El recuerdo más triste.

Ella, que tenía muchas plantas en la ventana y las cuidaba, dijo un día que la primera que compró fue una palmera.

«Era pleno invierno, ¿sabes?», dijo Eriko, «Mikage, entonces yo todavía era un hombre. Era guapo, pero tenía los ojos rasgados y nariz chata. Antes de hacerme la cirugía estética. Ya no puedo recordar bien mi cara de entonces.»

Era un amanecer de verano un poco fresco. Yûichi no estaba, dormía fuera. Eriko volvió del bar con unos bollos de carne que le había regalado un cliente. Yo, como siempre, estaba tomando apuntes de un programa de cocina que había grabado con el vídeo aquel día. El cielo del amanecer empezaba a clarear en el este.

«Ya que me los han regalado, ¿nos los comemos?».

Eriko empezó a contármelo inesperadamente mientras preparaba té de jazmín en la cocina de gas.

Me sorprendió un poco, pero pensé que habría sucedido algo desagradable en el bar y la escuché medio dormida. Sentí que su voz resonaba en el sueño.

«Hace mucho tiempo, ¿sabes? Fue cuando murió la madre de Yûichi. No yo, sino la que le dio a luz, mi esposa, cuando yo era un hombre. Ella tenía cáncer. En esa época empeoró muy deprisa. Nos queríamos mucho. Cada día dejaba a Yûichi, a la fuerza, con los vecinos, e iba a verla. Como trabajaba en una empresa, estaba con ella antes y después del trabajo. Los domingos, Yûichi también venía conmigo, pero era tan pequeño que no se enteraba de nada. Estoy convencida de que podía llamarse desesperación a cualquier esperanza, por pequeña que fuera, de las que tenía entonces. Fueron unos días oscuros. En aquel momento, no me daba cuenta, pero quizás esto sea aún más trágico».

Eriko me lo contaba con los ojos entornados, como si sintiera nostalgia. En aquel ambiente azul, Eriko se veía tan hermosa que me hacía sentir escalofríos.

«“Quiero algo vivo en la habitación”, dijo un día mi esposa. “Algo que tenga vida, que tenga relación con el sol. Una planta… Sí, una planta. Cómprame una que no necesite muchos cuidados, con una maceta muy grande.” Mi esposa no pedía nunca nada, por eso me sentí muy contento de que se portara como una niña mimada, y fui corriendo a una floristería. Yo era un hombre típico. Todavía no conocía plantas como el ficus o la planta de Pascua, un cactus no me pareció apropiado y compré una palmera de piña. Tenía unos frutos pequeñitos y la reconocí inmediatamente. La llevé en brazos al hospital, y mi esposa estuvo tan contenta que me dijo “Gracias, gracias…” muchísimas veces. Cuando, al fin, la enfermedad entró en la fase terminal, tres días antes de entrar en coma, me dijo cuando yo estaba a punto de irme: “¿Por qué no te llevas la planta a casa?”. Aparentemente, no parecía estar tan enferma y, por supuesto, no le habíamos dicho que tenía cáncer, pero me lo susurró como si estuviera dictando su testamento. Yo me asusté muchísimo y le dije: “Déjala aquí, no importa que se marchite”. Pero mi esposa me pidió con lágrimas en los ojos: “No puedo regarla. Quiero que te lleves esta planta alegre que vino del sur antes de que le contagie la muerte”. Y, qué remedio, me la llevé.

»Con la planta entre los brazos, lloraba de tal modo que, siendo un hombre, no pude coger un taxi a pesar de que hacía un frío horrible. A lo mejor fue entonces cuando pensé por primera vez que no me gustaba ser hombre. Después, me sosegué un poco y me dirigí a la estación andando. Tomé unas copas en un bar, y decidí irme a casa en tren. Era de noche, soplaba un viento helado y el andén estaba desierto. Yo temblaba de frío abrazado a la planta, con sus hojas puntiagudas pinchándome la mejilla. Pensé, de todo corazón, que no existían en el mundo otros seres que pudieran comprenderse tan bien aquella noche como la palmera y yo. Con los ojos cerrados pensé: “Estas dos vidas expuestas al viento, y que se arriman por el frío, son patéticas”. La esposa con la que me compenetraba tanto intimó con la muerte más que conmigo o que con la planta.

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