Read Kazán, perro lobo Online

Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (5 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Repentinamente el lobo se arrojo contra él y se cerraron sus mandíbulas con el mismo ruido que si hubiesen sido de acero. Pero por una equivocación de dos centímetros no consiguió hacer presa. En el mismo instante Kazán se abalanzó y, como afilados cuchillos, sus colmillos se clavaron en el flanco del lobo.

Volvieron a dar vueltas, con los ojos más enrojecidos por la rabia y sus labios tan contraídos que parecían haber desaparecido. Entonces Kazán saltó para agarrar mortalmente a su enemigo por el cuello, pero tampoco con­siguió cogerlo. El error fue también muy ligero, pero se aprovechó el lobo para retroceder y desgarrar el flanco de Kazán, de manera que la sangre empezó a resbalar por su pata y enrojeció la nieve. El dolor de aquella herida demostró a Kazán que su enemigo era maestro en luchas. Bajó la parte anterior de su cuerpo, con la cabeza casi pegada al suelo; era un ardía que aprendiera siendo aun cachorro y que consistía en proteger su propia garganta y esperar.

Dos veces el lobo dio la vuelta a su alrededor, y Kazán giraba lentamente con los ojos medio cerrados. Por segunda vez saltó el lobo, y Kazán levantó sus poderosas mandíbulas, seguro de que podría hacer presa en su enemigo, pero sus dientes se cerraron en el aire, porque con la agilidad de un gato, el lobo se dejó caer de espaldas, rehuyendo el ataque.

Había fallado el ardid y dando un rugido de rabia Kazán se dejó caer sobre los lomos del lobo, abrió las mandíbulas y trató de hundirlas en la garganta de su enemigo. Tampoco lo con­siguió, por la escasa distancia de un pelo, y antes que pudiera ponerse a la defensiva, los dientes del lobo se clavaron en su cogote.

Por primera vez en su vida sintió Kazán el terror de ser cogido por la muerte, y con poderoso esfuerzo echó la cabeza a un lado y mordió a ciegas. Sus dientes se cerraron sobre una pata anterior del lobo, cerca del cuerpo. Crujió el hueso al romperse y se desgarró la carne, lo cual produjo un movimiento en el círculo de lobos. Seguramente uno de los dos rivales caería vencido antes de que se soltaran, y esperaban la caída fatal para arrojarse sobre el vencido.

Gracias al grueso de la piel y del pelo de Kazán y a la dureza de sus músculos, para salvarse del destino terrible del vencido. Los dientes del lobo se clavaron profundamente, pero no lo bastante para llegar a un punto vital; de pronto Kazán aplicó a sus músculos todo el esfuerzo de que era capaz y se levantó lo más que pudo bajo su antagonista, el cual aflojó el mor­disco, y Kazán, dando un salto, se sintió libre.

Tan ligero como la cuerda de un látigo dio la vuelta alrededor del lobo que tenía la pata rota, y a toda velocidad se arrojó contra él, logrando hacerle caer de lado. Kazán había observado que, muchas veces, era más peligroso un golpe dado a tiempo que el más fuerte mordisco. Y aquella vez era mortal. El enorme lobo gris perdió pie, rodó sobre su espalda por un instan­te y la manada entera se arrojó sobre él, dispuesta a quitar la vida que quedara a aquel cuyo poder habla cesado para siempre.

Kazán se apresuró a alejarse de aquella masa de lobos grises, gruñidores y manchados de sangre. Jadeaba, estaba cubierto de sangre y en extremo débil. Notaba en su cabeza un extraño malestar y sentía la necesidad de echarse en la nieve. Pero el viejo e infalible instinto le avisó para que no dejara traslucir aquella debilidad. En aquel preciso instante la manada salió y se acercó a él. Una loba delgada y esbelta, de color gris, se echó ante él y luego, levantándose, olió sus heridas.

Era una loba joven, fuerte y hermosa, pero Kazán no la miró. En el lugar en que se había desarrollado la lucha vio lo que quedaba del que fuera el guía de la manada. Esta se dedicaba a devorar de nuevo al reno. Oyó crujir de huesos y ruido de carne y piel desgarrada, y algo le dijo que en adelante todos aquellos lobos y la selva entera oiría y reconocería su voz y que cuando se sentara sobre su cuarto trasero y aullara a la luna y a las estrellas, aquellos ágiles cazadores de la llanura le contestarían. Dio dos vueltas en torno de los restos del reno y de la manada y luego trotó en dirección al ex­tremo del negro bosque de abetos.

Al llegar a las sombras de los árboles miró hacia atrás. Loba Gris lo seguía a muy pocos metros de distancia. Acercóse a él, con alguna timidez y también miró atrás, donde quedaban sus hermanos de raza. Y mientras estaba a su lado, Kazán husmeó algo en el aire que no era el olor de la sangre ni el perfume de los bálsamos o de los abetos. Era algo que parecía llegar a él desde las claras estrellas, de la luna brillante y de la hermosa noche.

La miró y encontró los ojos de Loba Gris vigilantes e interrogadores. Era muy joven. Su cuerpo era fuerte, esbelto, y hermosamente formado. A la luz de la luna el pelo que tenía bajo la garganta y a lo largo de la espalda parecía suave y brillante. Gimió al observar la roja luz que había en los ojos de Kazán y su voz no era de lobato. Kazán se acercó a ella, y miró a la manada poniendo la cabeza por en­cima de su espalda. Sintió el temblor de ella contra su pecho. Luego miró de nuevo a la luna y a las estrellas, mientras en su sangre latía el misterio de Loba Gris y de la noche.

La mayor parte de su vida no había transcurrido en las factorías, sino en las sendas, enganchado a los trineos, y solamente desde lejos había sentido la influencia de la época del apareamiento. Mas ahora estaba muy cerca. Loba Gris levantó la cabeza. Su hocico suave rozó la herida del cuello de Kazán, y en la caricia de tal contacto y el dulce gemido de ella Kazán sintió y oyó la misma cosa maravillosa que le hiciera experimentar la voz y la caricia de aquella mujer a la que tanto quiso.

Se volvió gimiendo, con los pelos del espinazo erizados, la cabeza alta y en un reto al bosque y a la llanura. Loba Gris trotó a su lado, cuando él se aventuró por las tinieblas del bosque.

Capítulo 5 - La lucha en la nieve

Aquella noche hallaron refugio debajo de unos espesos bálsamos y cuando se echaron sobre la gruesa alfombra de agujas de pino que la nieve no había cubierto, Loba Gris se acercó y le lamió las heridas. El día nació entre una suave nevada tan blanca y tan densa que Kazán y su compañera no alcanzaban a ver a la distancia de una docena de saltos. No hacía frío y estaba to­do tan quieto, que en el mundo entero parecía no haber otro ruido que el suavísimo susurro de los copos de nieve al caer. Durante todo el día él y Loba Gris anduvieron uno al lado de otro. De vez en cuando él volvía la cabeza hacia atrás en dirección al monte del que viniera y Loba Gris no podía comprender la extraña nota que temblaba en su garganta.

Por la tarde volvieron a lo que quedara del reno en el lago. Loba Gris se quedó en el ex tremo del bosque. Ella no conocía por experiencia el significado de los cebos envenenados, trampas y cepos, pero estaba en sus venas el instinto de centenares de generaciones y eso le advertía que había peligro en visitar por segunda vez una cosa que la muerte había enfriado.

En cuanto a Kazán, había visto a sus amos operar en la carroña abandonada ya por los lobos. Vio cómo se ocultaban astutamente las trampas y conocía las capsulitas de estricnina que se escondían entre las entrañas y hasta una vez metió la pata en un cepo y experimentó a su costa el dolor de la mortal presión. Pero no tenía el miedo de Loba Gris. La invitaba con sus movimientos a que lo acompañara a los blancos montones de hielo y por fin ella acudió y se sentó intranquila sobre su cuarto trasero mientras él excavaba huesos y trozos de carne que la nieve había preservado de helarse. Pero ella no quiso comer y por fin Kazán fue a sentarse a su lado y con ella contempló lo que acababa de extraer de la nieve. Luego husmeó el aire y no descubrió el menor peligro cercano, pero Loba Gris le indicó que tal vez estuviera allí.

Dióle a entender otras muchas cosas durante los días y las noches que siguieron. La tercera noche Kazán convocó la reunión de la manada para cazar y él mismo fue el director. Aquel mes fue por tres veces el guía de sus compañeros en la caza mientras la luna no abandonó el cielo, y en cada una de estas cacerías se cobró una pieza. Pero en cuanto las nieves empezaron a ser más blandas bajo sus patas, encontró más agradable la compañía de Loba Gris y los dos cazadores vivieron solos, alimentándose de conejos blancos. Solo dos afectos había tenido en su vida: la joven de los dorados cabellos y de las manos que lo acariciaban y Loba Gris.

No abandonó la dilatada llanura, y, muchas veces, llevaba a su compañera a la cima de la montaña, en donde se esforzaba por hacerle comprender lo que dejaba al otro lado. Con las noches oscuras hízose en él tan fuerte el re­cuerdo de la mujer, que muchas veces sintió la tentación de volver a su lado, llevando consigo a Loba Gris.

Poco después ocurrió algo. Un día estaban cruzando la dilatada llanura cuando en frente de la montaña Kazán vio algo que le impresionó, Un hombre, a cuyo lado iba un trineo tirado por perros, trataba de penetrar en su mundo. El viento no les había avisado y de pronto Kazán vio en las manos del hombre una cosa que brillaba. Sabía lo que era. Era aquella cosa tan rara que escupía el fuego, el trueno y la muerte.

Avisó a Loba Gris, y ambos partieron velo ces como el viento, uno al lado de otro. Y entonces sonó un disparo, y el odio de Kazán hacia los hombres se tradujo en un terrible gruñido. Sobre sus cabezas se oyó un ligero silbido, se repitió el estampido y aquella vez Loba Gris dio un aullido de dolor y se cayó rodando por la nieve. En un momento se puso nueva mente en pie y Kazán la siguió corriendo, hasta que ambos llegaron al abrigo que le ofrecía el bosque. Loba Gris se tumbó y empezó a lamerse la herida que tenía en el hombro. En cuanto a Kazán, miraba la montaña y observó que el hombre estaba siguiendo su pista. Detúvose en el lugar en que cayera Loba Gris y después de examinar la nieve siguió adelante.

Kazán indicó a Loba Gris que se levantara, y ambos partieron hacia el terreno pantanoso in mediato al lago. Todo el día estuvieron recibiendo el viento de cara y siempre que Loba Gris se echaba, iba Kazán retrocediendo y siguiendo sus propias huellas a la inversa y oliendo el aire.

Durante algunos días Loba Gris estuvo coja. Al poco tiempo llegaron a cierto lugar en donde se advertían señales de haber existido un campamento. Kazán mostró los dientes y gruñó al olor que los hombres dejaran en aquel sitio. Sentía cada vez más violento, el deseo de venganza, no solamente por las heridas recibidas por él, sino también por la que le infirieron a Loba Gris. Trató de descubrir el rastro del hombre bajo la capa de reciente nieve y Loba Gris daba ansiosa algunas vueltas a su alrededor, tratando de inducirlo a que con ella se internara más en el bosque. Por fin él le siguió malhumorado y con salvaje fuego en los ojos.

Tres días después hubo luna nueva. En la quinta noche Kazán dio con una pista. Era reciente, tanto que se detuvo como herido de un balazo al descubrirla, y se quedó tembloroso y con el pelo erizado por la impresión. Era la pista de un hombre. Allí había las huellas de un trineo, de las patas de los perros y hasta las pisadas de su enemigo en la nieve. Entonces levantó su cabeza hacia las estrellas, y de su garganta salió potente el aullido de caza, la salvaje llamada para la manada. Nunca puso en su aullido tanto salvajismo como aquella noche. Una y otra vez repitió el aullido, y llegó una respuesta, luego otra, y otra. Hasta que Loba Gris se sentó también sobre su cuarto trasero y añadió su voz a la de Kazán. Mientras tanto, a lo lejos, en la llanura, un hombre extenuado y pálido, detuvo a sus fatigados perros para es cuchar mejor, mientras una voz le decía débilmente desde el trineo:

—Los lobos, padre. ¿Crees que van a perseguirnos?

El hombre guardó silencio. No era ya joven; la luna brillaba en su luenga barba blanca y parecía aumentar de un modo grotesco su elevada figura descarnada. Una muchacha joven había levantado la cabeza de una almohada de piel de oso que había en el trineo. Sus obscuros ojos brillaban hermosamente a la luz de las estrellas y estaba muy pálida. Su pelo estaba recogido en una gruesa trenza que caía sobre el hombro y abrazaba fuertemente algo sobre su pecho.

—Están siguiendo la pista de algo… probablemente de un gamo —dijo el hombre mirando el gatillo de su rifle—. No te preocupes Josefa. Nos detendremos en el primer bosquecillo que encontremos y trataremos de encender una buena hoguera. ¡Arre, valientes! ¡Kush! ¡Kush! E hizo restallar el látigo sobre el tiro de perros.

Del paquete que sostenía la joven surgió un débil y quejumbroso grito. Y a lo lejos contestó en la llanura el coro de aullidos de la manada de los lobos.

Por fin Kazán estaba siguiendo la pista de la venganza. Al principio corría despacio, llevando al lado a Loba Gris y deteniéndose a cada tres o cuatrocientos metros para proferí; su aullido. De pronto se les reunió un lobo gris y en breve siguió otro. Dos más llegaron por un lado y el aullido solitario de Kazán se convirtió en coro. A cada momento crecía el número de los lobos y a medida que la manada aumentaba, el paso era más apresurado. Y así fueron reuniéndose catorce lobos antes de llegar a la parte más abierta de la llanura.

Era aquella una fuerte manada compuesta de viejos y valerosos cazadores. Loba Gris era la más joven de todos, y caminaba junto a las espaldas de Kazán, sin ver los enrojecidos ojos de su compañero y las mandíbulas amenazadoramente abiertas, pero aunque lo hubiera visto nada habría comprendido. En cambio podía sentir, y estaba impresionada por el espíritu de aquel extraño y misterioso salvajismo que hicieran olvidar a Kazán cuanto no fue se herir y matar.

La manada avanzaba ya silenciosamente. Sólo se oía el jadeo de las fieras y el rumor que producían sus patas al hollar el suelo. Corrían ligeros formando compacto grupo. Y siempre Kazán los precedía a la distancia de un salto, mientras Loba Gris le acompañaba tocándole el lomo con el hocico.

Nunca sintiera Kazán tantas ansias de matar como entonces. Por vez primera olvidó el miedo al hombre, al garrote, al látigo y hasta a la misma cosa que despedía el fuego y la muerte. Corría cada vez más rápidamente, a fin de alcanzar a su enemigo y luchar más pronto con él. Y el recuerdo de sus cuatro años de esclavitud y tormentos derramó fuego por sus venas, y cuando, por fin, vio a lo lejos, en la llanura, un punto negro que se movía, el grito que salió de su garganta fue ininteligible para Loba Gris.

Trescientos metros más allá de aquel punto negro que se movía, estaba el bosque y Kazán y sus compañeros apresuraron la carrera pan llegar cuanto antes. Cuando faltaba ya poco para llegar al bosque, los lobos habían alcanzado casi el trineo, pero éste se detuvo de repente y se quedó inmóvil. De él salió entonces aquella lengua de fuego que Kazán temiera siempre, y oyó sobre su cabeza el zumbido de la abeja de la muerte. Pero entonces no le importaba nada. Ladró fuertemente, y los lobos apretaron el paso hasta que cuatro de ellos se situaron en la misma línea que él. Una segunda llamarada, y la abeja de la muerte atravesó de pecho a cola a un enorme lobo que marchaba junto a Loba Gris. Otra llamarada, otra, y otra salieron del trineo y el mismo Kazán sintió el paso de una cosa que ardía, y que le rozó la espalda, hundiéndose luego en su carne.

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