Kafka en la orilla (51 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Al desaparecer, la señora Saeki te ha dejado la almohada húmeda con sus lágrimas. Vas palpando la humedad con la mano mientras contemplas cómo, al otro lado de la ventana, el cielo va adquiriendo gradualmente una tonalidad lechosa. Desde la lejanía te llegan los graznidos de los cuervos. La Tierra continúa rotando sobre su eje. Y, sin ninguna relación con ello, todos nosotros vivimos dentro de un sueño.

32

Nakata se despertó a las cinco de la madrugada y descubrió la gran piedra junto a su almohada. Hoshino dormía a pierna suelta en el futón de al lado. La boca entreabierta y los cabellos revueltos. La gorra de los Chûnichi Dragons tirada por el suelo. En el rostro del joven se leía la fuerte determinación de «no me despertéis, pase lo que pase». Nakata no se sorprendió al ver la piedra, ni tampoco le extrañó demasiado. Su mente se hizo enseguida a la idea de la existencia de la piedra, la aceptó sin más, ni siquiera se preguntó por qué se encontraba allí. Reflexionar sobre la relación causal entre los hechos iba, muchas veces, más allá de sus posibilidades.

Nakata se sentó junto a su almohada con mucha corrección, la espalda recta, las piernas dobladas bajo el cuerpo, y se quedó mirando la piedra con profundo interés. Luego alargó la mano, la tocó con suavidad, como si estuviera acariciando un gran gato dormido. Al principio la palpó medrosamente, con la punta de los dedos, pero una vez que comprendió que no había ningún peligro empezó a acariciar, con osadía, toda la superficie de la piedra con la palma de la mano. Mientras, no paró de reflexionar. O al menos en su rostro se pintaba una expresión meditabunda. Su mano iba memorizando, centímetro a centímetro, el áspero tacto de la piedra, igual que si estuviera leyendo un mapa, grabando en su mente a través de los sentidos cada una de sus cavidades y protuberancias. Luego, como si se le hubiera ocurrido de repente, se llevó la mano a la cabeza y se frotó los cortos cabellos. Como si estuviera buscando la correlación que tenía que existir entre la piedra y su propio cráneo.

Después exhaló una especie de suspiro, se levantó, abrió la ventana, se asomó. Desde allí no se veía más que la parte trasera de la casa vecina. Un edificio miserable en grado sumo. Un edificio mísero habitado por personas míseras que tenían un trabajo mísero y llevaban una vida mísera. En cualquier ciudad hay un edificio así, olvidado por la fortuna. Charles Dickens hubiera podido extenderse diez páginas en su descripción. Las nubes que flotaban por encima parecían la borra polvorienta de una aspiradora que no se hubiera vaciado en años. O, quizá, las múltiples contradicciones sociales surgidas de la tercera revolución industrial condensadas en formas diversas que flotaran en el cielo. En cualquier caso, estaba a punto de llover. Nakata miró hacia abajo y descubrió un gato, negro y flaco, que rondaba con el rabo erguido por encima de una estrecha tapia que separaba dos edificios.

—Hoy vendrán los truenos y relámpagos —le dijo Nakata al gato. Pero sus palabras, por lo visto, no llegaron a oídos del animal. Y el gato, sin detenerse ni volverse siquiera, siguió avanzando con elegancia y desapareció tras un edificio.

Nakata cogió la bolsa de plástico con sus artículos de aseo, fue al cuarto de baño comunitario que estaba al fondo del pasillo y se lavó la cara con jabón, se lavó los dientes y se afeitó con una maquinilla de seguridad. Tardó su tiempo. Se lavó minuciosamente la cara, invirtiendo en ello mucho tiempo; se lavó minuciosamente los dientes, invirtiendo en ello mucho tiempo; se afeitó minuciosamente la barba, invirtiendo en ello mucho tiempo. Se cortó los pelos de la nariz con unas tijeritas, se arregló las cejas, se limpió las orejas. Ya de por sí, era una persona que solía tardar mucho tiempo en realizar cualquier acción, pero hoy obraba con una lentitud deliberada. A aquellas horas de la mañana no había nadie más que quisiera lavarse la cara y aún faltaba mucho para que el desayuno estuviese preparado. Tampoco parecía que Hoshino estuviera en disposición de levantarse. Y, de ese modo, mientras Nakata se acicalaba frente al espejo, a su aire, con calma y sin molestar a nadie, iba recordando las diferentes fisonomías de los gatos que había visto dos días antes en el libro de la biblioteca. Como no sabía leer, no conocía las razas. Pero recordaba a la perfección el rostro de cada uno de los gatos que figuraban en el libro.

«¡Y pensar que en este mundo hay tantos gatos distintos!», se dijo limpiándose las orejas con un bastoncito. Haber ido a la biblioteca por primera vez en su vida le había hecho adquirir una viva conciencia de las cosas que ignoraba. El número de cosas que desconocía era ilimitado. Sin embargo, pensar en el infinito le produjo a Nakata un ligero dolor de cabeza. No deja de ser lógico, pues el infinito no tiene límite. Por eso mismo dejó de pensar en el infinito y volvió a recordar los gatos que salían en el álbum
Gatos del mundo
. «¡Ojalá pudiera hablar con cada uno de ellos!», pensó Nakata. Había muchísimos gatos en el mundo, cada uno con su propia manera de pensar, su manera de hablar. «Claro que los gatos extranjeros deben de hablar algún idioma extranjero», se hizo notar a sí mismo. Había dado con otra cuestión problemática y a Nakata volvió a dolerle la cabeza.

Cuando acabó de acicalarse, se dirigió al retrete e hizo sus necesidades, como siempre. En este quehacer no empleó tanto tiempo. Luego cogió la bolsa con sus enseres y volvió a la habitación. Hoshino seguía durmiendo a pierna suelta, exactamente en la misma postura. Nakata recogió del suelo la camisa hawaiana y los tejanos, los dobló con cuidado, pliegue con pliegue. Luego apiló las prendas de ropa junto a la almohada del joven y, como si resumiera en un título una gran diversidad de conceptos, depositó, encima de todo, la gorra de los Chûnichi Dragons. Se quitó el
yukata
, se puso los pantalones y la camisa de siempre, se frotó las dos manos con fuerza y respiró hondo.

Después volvió a sentarse de forma ceremoniosa junto a la piedra, la contempló unos instantes, alargó medrosamente la mano y palpó por encima.

—Hoy vendrán los truenos y relámpagos —dijo Nakata al vacío. O quizá se dirigiera a la piedra. Y se dedicó a sí mismo varios gestos afirmativos con la cabeza.

Cuando Hoshino se despertó por fin, Nakata se encontraba haciendo gimnasia junto a la ventana. Nakata se movía al ritmo de la melodía del programa de gimnasia de la radio mientras la tarareaba en voz baja. El joven Hoshino entreabrió los ojos y miró su reloj de pulsera. Eran alrededor de las ocho de la mañana. Luego irguió el cuello y se cercioró de que la piedra seguía junto a la almohada del futón de Nakata. La piedra le pareció mucho más grande y rugosa que cuando la vio envuelta por la oscuridad.

—Así que no lo he soñado —dijo el joven.

—¿A qué se refiere? —preguntó Nakata.

—A la piedra —respondió el joven—. La piedra sigue aquí. No ha sido un sueño.

—La piedra está aquí —dijo Nakata lacónicamente mientras proseguía con la gimnasia radiofónica. Sus palabras sonaron a una valiosa proposición de algún filósofo alemán del siglo XIX.

—Oye, abuelo, ¿sabes que la historia que
explica por qué la piedra está aquí
es una historia muy larga?

—Sí. A Nakata también le ha dado la impresión de que debía de tratarse de una historia muy larga.

—En fin, dejémoslo —dijo el joven incorporando la parte superior del cuerpo y lanzando un profundo suspiro—. Es igual. Resulta que la piedra está aquí, y así se resume la larga historia.

—La piedra está aquí —dijo Nakata—. Y eso es lo importante.

Hoshino quiso añadir algo, pero se dio cuenta de que tenía un hambre feroz.

—¡Eh, abuelo! Lo primero, ¡desayunar!

—Sí. Nakata también tiene apetito.

Después del desayuno, mientras tomaban té, el joven le preguntó a Nakata:

—¿Y qué tenemos que hacer ahora con la piedra?

—Sí. Me pregunto qué deberíamos hacer.

—¡Eh, eh! ¡No te embales! —dijo el joven Hoshino sacudiendo la cabeza—. Tú decías que teníamos que encontrar la piedra, ¿no? Pues yo, anoche, fui y te la traje. Así que ahora no me vengas con que «me pregunto qué deberíamos hacer», ¿vale?

—Sí. Tiene usted razón, señor Hoshino. Pero, a decir verdad, Nakata todavía no sabe lo que hay que hacer.

—Pues, no es por nada, pero tenemos un problema.

—Sí. Tenemos un problema —dijo Nakata, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie hubiera dicho que lo tuviera.

—Pero si te tomas tu tiempo y piensas, lo irás viendo cada vez más claro, ¿no?

—Sí. Nakata también es de la misma opinión. Es que Nakata tarda más tiempo que la otra gente en hacer las cosas.

—Pero, Nakata…

—¿Sí, señor Hoshino?

—No sé quién coño le pondría ese nombre, pero la piedra se llama «piedra de la entrada», ¿no? Pues digo yo que debe de ser porque, hace tiempo, la piedra era la entrada de algún sitio, ¿no? Entonces, seguro que debe de haber algún tipo de leyenda o de ditirambo de ésos.

—Sí. Nakata también es de la misma opinión.

—Pero tú no sabes qué entrada es, ¿no?

—No. Nakata todavía no lo sabe. Con los gatos hablaba mucho, pero con las piedras no he hablado nunca.

—¡Jo! Pues no parece fácil eso de hablar con las piedras, ¿eh?

—Sí. Es muy diferente a hablar con los gatos.

—Ya, pero ¿sabes?, lo que pasa es que yo esta piedra tan importante la he cogido con toda la jeta de una capilla de un santuario, y ahora, la verdad, me pregunto si no me caerá encima alguna maldición. Cada vez estoy más acojonado, en serio. Ya sé que la traje, pero ahora me da miedo todo lo que viene detrás. El Colonel Sanders me dijo que no me pasaría nada, pero yo de ese tío no me acabo de fiar.

—¿Colonel Sanders?

—Sí, hay un viejo que se llama así. Es el abuelo que sale en los carteles que ponen delante de los Kentucky Fried Chicken. Un tipo con un traje blanco, perilla, unas gafas sosainas… ¿No te suena?

—Lo siento mucho, pero Nakata no lo conoce.

—¿No conoces el Kentucky Fried Chicken? ¡No me lo puedo creer! En fin, dejémoslo. En primer lugar, el viejo ese es un concepto en sí mismo. No es un hombre, ni tampoco es un dios, ni tampoco es Buda. Como es un concepto abstracto, no tiene forma. Y, como le hacía falta una apariencia, pues tomó ésa por casualidad.

Nakata puso cara de apuro y se frotó los cortos cabellos canosos con la palma de la mano.

—Nakata no lo entiende.

—Si te soy sincero, ni yo mismo sé lo que me digo —reconoció el joven—. Pero, sea como sea, el abuelo ese tan raro salió de alguna parte y me fue soltando todas esas cosas de corrido. Entonces, abreviando, pasaron un montón de cosas y resultó que el abuelo me ayudó y yo encontré la piedra y me la traje a cuestas hasta aquí. No es que busque tu compasión, pero ha sido una noche muy arrastrada. Así que me gustaría que, a partir de ahora, te encargaras tú de la piedra, dejarlo todo en tus manos si se puede. Hablando con franqueza es eso lo que me gustaría.

—Sí, Nakata se hará cargo de la piedra.

—¡Vaya! —dijo el joven Hoshino—. A eso se le llama ponerse rápidamente de acuerdo.

—Señor Hoshino —dijo Nakata.

—¿Qué?

—Pronto llegarán los truenos y relámpagos. Esperémoslos.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que los rayos nos servirán de ayuda con lo de la piedra?

—Nakata tampoco sabe los detalles, pero tiene esa impresión.

—¿Rayos…? En fin, dejémoslo. Parece interesante. Esperemos a los truenos y relámpagos. Y así veremos qué ocurre.

Al volver a su cuarto, Hoshino se tumbó boca abajo sobre el tatami, encendió el televisor. En todos los canales daban
magazines
dirigidos a amas de casa. A Hoshino no le apetecía lo más mínimo verlos, pero, como no se le ocurría otra manera de matar el tiempo, se quedó mirando la televisión, criticando sin cesar el contenido del programa.

Mientras tanto, Nakata se sentó ante la piedra y se dedicó a contemplarla, palparla. De vez en cuando se le oía rezongar, como si hablara consigo mismo. Pero Hoshino no pudo descifrar qué decía. Supuso que debía de estar hablando con la piedra.

A mediodía, por fin, se escuchó el primer trueno.

Antes de que empezara a llover, Hoshino había ido a una tienda de conveniencia cercana y había vuelto con una bolsa llena de bollos y tetrabriks de leche. Los dos se los tomaron como almuerzo. Mientras comían apareció la camarera que tenía que limpiar la habitación, pero el joven la despidió diciendo: «Ya está bien así».

—¿Vosotros no vais a ninguna parte? —preguntó la camarera.

—No, no vamos a ninguna parte. Tenemos cosas que hacer aquí —respondió el joven.

—Es que pronto vendrán los truenos y relámpagos —dijo Nakata.

—Los truenos y relámpagos, ¿eh? —dijo la camarera, con cara de desconfianza, y se marchó. Tenía toda la pinta de estar pensando que, en lo posible, no quería tener nada que ver con aquella habitación.

Poco después se oyó en la distancia el sordo retumbar de un trueno y, como si eso sirviera de señal, empezó a lloviznar. Los truenos no eran espectaculares. Más bien parecía que un enano perezoso estuviese pataleando sobre un gran tambor. Pero, en un santiamén, la llovizna se transformó en grandes goterones y empezó a llover a cántaros. Un sofocante olor a lluvia envolvió la tierra.

Cuando empezaron a retumbar los truenos, se encontraban sentados frente a frente, piedra de por medio, en ademán de estar a punto de fumarse la pipa de la paz. Nakata seguía murmurando palabras ininteligibles mientras acariciaba la piedra y se frotaba la cabeza. El joven lo miraba fumándose un Marlboro.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Durante un rato permanezca, por favor, al lado de Nakata.

—¡Ah, vale! Con esta lluvia, no saldría ni aunque me lo pidieran.

—Pero quizá pasen cosas extrañas.

—Si puedo dar mi más sincera opinión —dijo el joven—, hace tiempo que no dejan de pasar cosas raras.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Se me acaba de ocurrir de repente, pero ¿qué es Nakata?

Hoshino reflexionó.

—Abuelo, vaya pregunta más difícil que me haces. Pues, así, de repente, no sé qué contestar. Si ni siquiera sabría decirte lo que soy yo. Y a alguien como yo mejor no preguntarle. No es por fardar, pero lo de pensar no es lo mío. Claro que si te digo lo que siento, pues creo que eres una buena persona. Bastante rara, eso sí. Pero alguien en quien puedes confiar. Por eso me he venido contigo hasta Shikoku, ¿no? Muy listo no soy, pero no tengo mal ojo con la gente.

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