Kafka en la orilla (46 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Sí. Debo de parecer más vieja cuando estoy cansada.

—En absoluto. Se la ve a usted tan maravillosa como siempre —le digo con sinceridad.

La señora Saeki sonríe.

—Para ser tan joven, sabes cómo tratar a las mujeres.

Me ruborizo.

La señora Saeki me señala una silla. Es la misma en la que me senté ayer, se encuentra exactamente en el mismo lugar. Tomo asiento.

—Yo me canso a menudo. Supongo que tú no.

—No, no mucho.

—No, claro. Yo tampoco me cansaba a los quince años.

La señora Saeki coge la taza de café y toma un sorbo con calma.

—Tamura, ¿qué ves al otro lado de la ventana?

Miro hacia fuera, detrás de ella.

—Árboles, el cielo, las nubes. También se ven unos pájaros posados en las ramas de los árboles.

—O sea, una escena normal que podrías ver en cualquier parte.

—Sí.

—Pero si de pronto supieras que mañana ya no podrías volver a contemplarla, esta escena se convertiría en algo precioso, en algo especial, ¿no es cierto?

—Supongo que sí.

—¿Has pensado antes alguna vez de este modo?

—Sí.

La señora Saeki pone cara de extrañeza.

—¿Cuándo?

—Cuando me enamoro —digo.

La señora Saeki sonríe débilmente. Su sonrisa permanece unos instantes asomando en las comisuras de sus labios. Me trae a la memoria el agua que, tras regar una mañana de verano, permanece sin evaporarse en una pequeña concavidad.

—¿Tú estás enamorado? —quiere saber.

—Sí.

—O sea, que su rostro y su figura son para ti, día tras día, cada vez que la ves, algo precioso, algo especial.

—Sí. Porque puedo perderla en cualquier instante.

La señora Saeki se me queda mirando. No queda rastro de la sonrisa en sus labios.

—Imagina un pájaro posado en una rama delgada —dice—. La rama oscila fuertemente al viento. Y, a cada ráfaga, el campo visual del pájaro, a su vez, va fluctuando. ¿No es así?

Asiento.

—¿Y, cuando esto sucede, cómo crees que el pájaro estabiliza su campo visual?

Sacudo la cabeza.

—No lo sé.

—El pájaro sube y baja la cabeza y se ajusta a la oscilación de la rama. La próxima vez que sople un viento fuerte observa bien a los pájaros. Yo me paso mucho tiempo mirando por la ventana. ¿No te parece que debe de ser agotadora una vida así? Vivir moviendo el cuello a cada oscilación de la rama en la que estás posado. Pero los pájaros están acostumbrados. Para ellos eso es lo más natural. Pueden hacerlo sin ser conscientes de ello. Por eso no les resulta tan cansado como nos parece a nosotros. Pero yo soy un ser humano y, a veces, me canso.

—¿Está usted posada en una rama?

—Según como lo mires —dice—. Y, a veces, sopla un viento fuerte.

Deposita la tacita en el plato y le quita el capuchón a la estilográfica. Es hora de retirarse. Me levanto de la silla.

—Señora Saeki, hay algo que me gustaría preguntarle —le digo con audacia.

—¿Se trata de algo personal?

—Sí, lo es. Tal vez sea una descortesía preguntárselo.

—Pero, al parecer, es una pregunta muy importante.

—Sí, para mí lo es.

Vuelve a dejar la estilográfica sobre la mesa. En sus ojos brilla una luz neutral.

—De acuerdo. Hazla.

—Señora Saeki, ¿tiene usted hijos?

La señora Saeki respira y hace una pequeña pausa. La expresión de su rostro parece ir retrocediendo despacio hacia un lugar lejano. Luego regresa. Igual que un desfile que, poco después de haber desaparecido calle abajo, vuelve a marchar por la misma calle.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Se trata de una cuestión personal. No es algo que se me haya pasado ahora mismo por la cabeza.

Ella alcanza su Montblanc, observa cuánta tinta le queda. Experimenta el grosor y el tacto de la pluma. Vuelve a dejarla sobre la mesa, alza la cabeza.

—Oye, Tamura. Me sabe mal, pero no puedo contestarte ni sí ni no. Al menos ahora. Estoy cansada y el viento es fuerte.

Asiento.

—Perdone. No debería habérselo preguntado.

—No importa. No has hecho nada malo —dice la señora Saeki con voz cariñosa—. Gracias por el café. Haces un café muy bueno.

Cruzo el umbral, bajo las escaleras. Vuelvo a mi habitación. Me siento en la cama, abro un libro. Pero las frases no me entran en la cabeza. Me limito a seguir con los ojos las letras que se alinean en él. Igual que si mirara la tabla de números aleatorios. Dejo el libro, me acerco a la ventana y contemplo el jardín. Veo los pájaros en las ramas de los árboles. Pero no hay viento. ¿Estoy enamorado de la señora Saeki cuando era una jovencita de quince años? ¿O lo estoy de la señora Saeki actual, con más de cincuenta años? Ya no lo sé. La frontera que debería existir entre ambas fluctúa, se desvanece, no logra ligar bien ambas imágenes. Y esto me llena de turbación. Cierro y busco una especie de eje dentro de mis sensaciones.

Pero, sí. Es tal como dice la señora Saeki. Su rostro y su fisonomía para mí, día tras día, cada vez que la veo, algo precioso, algo especial.

28

El Colonel Sanders era muy ágil para su edad y avanzaba a paso rápido. Parecía un corredor veterano de marcha atlética. Además daba la impresión de que se conocía aquellas callejuelas al dedillo. Para atajar el camino subió por unas escaleras estrechas y oscuras, se escurrió entre los edificios ladeando el cuerpo. Saltó una zanja y reprendió con un grito conciso a un perro que ladraba detrás de un seto. La espalda de su traje blanco de talla pequeña se desplazaba rauda y veloz por las callejas de la ciudad como un alma presurosa en busca de dueño. Hoshino lo seguía a duras penas intentando no perderlo de vista. Pronto se le entrecortó la respiración y el sudor empezó a manar de sus axilas. El Colonel Sanders no se volvió ni una sola vez para comprobar si el joven lo seguía.

—¡Eh, abuelo! ¿Todavía no llegamos? —gritó Hoshino a sus espaldas cuando se sintió desfallecer.

—¡Vamos, jovencito! No me digas que ya no puedes más —dijo el Colonel Sanders sin volverse, como de costumbre.

—Pero oye, abuelo, que yo soy el cliente. Si me haces andar tanto, vas a dejarme hecho polvo y se me quitarán las ganas.

—¡Vaya piltrafa estás hecho! ¿Y tú eres un hombre? Si por esa ridiculez pierdes las ganas, mejor habría sido dejarlo correr desde el principio.

—¡Jo! —dijo el joven.

El Colonel Sanders cruzó un callejón, atravesó una calle grande ignorando el semáforo y siguió andando un poco más. Luego cruzó un puente y penetró en el recinto de un santuario sintoísta. Era un santuario bastante grande, pero a esas horas de la noche no se veía ni un alma en su interior. El Colonel Sanders le señaló a Hoshino un banco que estaba delante de las oficinas del santuario y le indicó que se sentara. Junto al banco se erguía una gran lámpara de mercurio y los alrededores estaban tan iluminados que parecía de día. El joven se sentó en el banco, tal como se le había indicado, y el Colonel Sanders tomó asiento a su lado.

—Oye, abuelo. No me digas que tendré que hacerlo por aquí —quiso saber el joven Hoshino alarmado.

—¡No digas tonterías! Ni que fueras un ciervo de Miyajima.
[40]
¿Cómo se te ocurre hacer un mete-mete en el recinto de un santuario? ¡Vaya sandez! ¿Pero quién te crees que soy?

El Colonel Sanders se sacó del bolsillo un teléfono móvil plateado y pulsó un corto número de tres dígitos.

—Oye, soy yo —le dijo a alguien el Colonel Sanders—. Sí, en el lugar de costumbre. En el santuario. Aquí tengo a un tipo que se llama Hoshino. Sí… Exacto. Como siempre. De acuerdo. Ven enseguida.

El Colonel Sanders apagó el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la americana blanca.

—¿Siempre haces venir a las chicas a este santuario? —preguntó el joven Hoshino.

—¿Y qué hay de malo en ello?

—No, nada. Pero me parece que hay sitios más apropiados, más comunes… No sé. Por ejemplo, una cafetería o la habitación de un hotel. Sitios así.

—Un santuario es más tranquilo. Es mejor. Y el aire es más puro.

—Sí, en eso tienes razón. Pero lo de estar esperando a una chica en plena noche en un santuario, no sé… No estoy muy tranquilo. Tengo la sensación de que, de un momento a otro, va a venir un zorro con la intención de engañarme o algo por el estilo.

—¿Pero qué dices? ¿Te estás burlando de Shikoku o qué? Takamatsu es una ciudad decente, toda una capital de provincia. Por aquí no aparecen los zorros.

—Bueno, lo de los zorros era una broma. Pero oye, abuelo, en el sector servicios es aconsejable cuidar un poco el ambiente. Se necesita algo de lujo, algo que te ponga a tono. Claro que quizás esté hablando más de la cuenta.

—Estás hablando más de la cuenta —dijo el Colonel Sanders tajante—. ¿Y qué? ¿Qué hay de la piedra?

—¡Ah, sí! Quiero que me cuentes cosas de la piedra.

—Primero haz el mete-mete. Y luego ya hablaremos.

—El mete-mete es muy importante, ¿no?

El Colonel Sanders asintió varias veces con gravedad. Luego se acarició la perilla adoptando un aire misterioso.

—Sí, es importante hacer primero el mete-mete. Es una especie de ritual. Primero, el mete-mete. Luego hablamos de la piedra. Hoshino, seguro que la chica te gusta. Es la número uno. Y no exagero. Pecho turgente, piel como la seda, curvas generosas, la cosita húmeda. Una buena máquina sexual. Si la comparáramos con un coche, te diría: en la cama, propulsión total; pisas el acelerador y turbo de pasión; dedos que rodean el cambio de marchas; tomas la curva; delicioso cambio de velocidad; sobrepasas la línea discontinua, aceleras, aceleras y llegas, llegas, llegas… ¡Ya has llegado! Hoshino ha alcanzado el paraíso.

—Abuelo, eres un personaje de lo más original, ¿lo sabías? —dijo el joven admirado.

—Escucha, que este negocio me da de comer, ¿eh?

Quince minutos más tarde apareció la chica. Tal como había anunciado el Colonel Sanders, era una belleza de cuerpo escultural. Llevaba un mini vestido ceñido de color negro, zapatos de tacón también de color negro y un pequeño bolso de charol negro colgado al hombro. No hubiera desmerecido como modelo. El abundante pecho le asomaba por el generoso escote.

—¿Qué, Hoshino? ¿Te gusta? —preguntó el Colonel Sanders.

Boquiabierto, Hoshino asintió con un movimiento de cabeza. No le salían las palabras.

—Una máquina sexual de primera, Hoshino. ¡Que disfrutes! —dijo el Colonel Sanders, sonrió por primera vez y pellizcó a Hoshino en el trasero.

La mujer condujo a Hoshino fuera del santuario y lo llevó a un
love hotel
cercano. Una vez allí llenó la bañera de agua, se despojó primero de sus ropas y luego desnudó a Hoshino. Dentro de la bañera lo lavó con cuidado, lo lamió por todas partes y, después, le hizo una felación de tan alto nivel artístico que Hoshino jamás había visto ni oído nada similar. Hoshino eyaculó sin que le diera tiempo a que se le cruzase un solo pensamiento por la cabeza.

—¡Caramba! Es la primera vez en mi vida que me hacen algo tan fantástico —dijo Hoshino y se sumergió dentro de la bañera.

—Esto es sólo el principio —dijo la mujer—. Ahora viene lo bueno

—Pero yo me he sentido muy bien.

—¿Como cuánto?

—Tanto que no podía pensar ni en el pasado ni en el futuro.

—«El puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado royendo el futuro. A decir verdad, toda percepción ya es memoria».

Hoshino alzó la cabeza y miró a la mujer boquiabierto.

—¿Y eso qué es?

—Henri Bergson —dijo ella tomando el glande entre los labios y lamiendo los restos de esperma—.
Mafeeda y memooya
.

—No te entiendo.


Materia y memoria
. ¿Lo has leído?

—Creo que no —dijo el joven Hoshino tras pensar unos instantes. Aparte del
Manual de conducción de vehículos especiales del Ejército Tierra de Autodefensa
que le habían obligado a leer en su época de soldado (y descontando sus investigaciones de los últimos días en la biblioteca sobre la historia de Shikoku y su clima), Hoshino no recordaba haber leído en su vida otra cosa que
manga
.

—¿Y tú lo has leído?

La mujer asintió.

—He tenido que leerlo. Estoy estudiando filosofía en la universidad. Y pronto hay exámenes.

—¡Ah, ya! —exclamó el joven admirado—. ¿Y esto que haces es un trabajillo de media jornada?

—Sí. Hay que pagarse la matrícula.

Después condujo a Hoshino a la cama, recorrió todo su cuerpo con las yemas de los dedos y con la lengua y consiguió que él tuviera enseguida otra erección. Una erección tan firme como la Torre de Pisa en tiempos de Carnaval.

—Mira, ya vuelves a estar en forma —dijo la mujer. Y, despacio, pasó a la siguiente secuencia de acciones—. Por cierto, ¿tienes alguna petición especial? Algo que quieres que te haga. El Colonel Sanders me lo ha dicho: que te haga lo que tú desees.

—No se me ocurre ninguna petición, pero podrías decirme otra cita de esas, de filosofía. No sé, pero me da la impresión de que eso hará que aguante un poco más. Porque, si seguimos así, volveré a eyacular en un santiamén.

—Vamos a ver… Es un poco viejo, pero a lo mejor Hegel funciona.

—Tanto me da uno como otro. El que más te guste a ti.

—Te recomiendo a Hegel. Es un poco viejo, pero ¡ta-ta-chan!
Oldies but Goodies!

—¡Ah! Muy bien.

—«El yo es el contenido de la relación y, al mismo tiempo, la relación en sí misma».

—¡Ah!

—Hegel estipula la llamada «conciencia del yo». Piensa que el hombre no sólo tiene conciencia de que el yo y el objeto son entidades separadas, sino que, a través de la proyección del yo en el objeto que desempeña la función de mediador, puede llegar activamente a una comprensión más profunda de sí mismo. Esto es, en definitiva, la conciencia del yo.

—No he entendido nada.

—A ver. Mira lo que te estoy haciendo yo a ti. Desde mi punto de vista, yo soy el yo y tú eres el objeto. Y, desde tu punto de vista, por supuesto, es al revés. Para ti, tú eres el yo, y yo soy el objeto. Y nosotros, en consecuencia, vamos intercambiándonos, el uno al otro, el yo y el objeto, nos proyectamos el uno en el otro y establecemos la conciencia del yo. De una manera activa. Dicho de una manera fácil de entender.

—Sigo sin enterarme demasiado, pero me da la impresión de que debe de ser estimulante.

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