Justine (41 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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–Así es como las quiero –dijo Saint–Florent, cuando me hubieron colocado de nuevo sobre las caderas y vio claramente a su alcance la fortaleza que quería invadir–. Acostumbrado a recoger únicamente primicias, ¿cómo sin esta ceremonia podría yo recibir algún placer de esta criatura?

Saint-Florent tenía la más violenta de las erecciones, le almohazaban para prolongarla; se adelanta, con la pica en la mano; bajo sus miradas, para excitarlo aún más, Julien disfruta de Cardoville; Saint–Florent me ataca: inflamado por las resistencias que encuentra, empuja con un vigor increíble; los hilos se rompen, los tormentos del infierno no igualan los míos; cuanto más vivos son mis dolores, más excitantes parecen los placeres de mi perseguidor. Todo cede finalmente a sus esfuerzos, me siento desgarrada, el reluciente dardo ha tocado fondo, pero Saint-Florent, que quiere ahorrar su fuerzas, se limita a alcanzarlo; me dan la vuelta, idénticos obstáculos; el cruel los observa masturbándose, y sus feroces manos maltratan los alrededores para hallarse en mejor estado de atacar la plaza. Se presenta allí, la pequeñez natural del local hace mucho' más vivos los ataques, mi temible vencedor no tarda en romper todos los frenos; estoy ensangrentada; pero ¿qué le importa al triunfador? Dos vigorosos golpes de riñones le sitúan en el santuario, y el malvado consuma allí un espantoso sacrificio cuyos dolores no habría podido soportar ni un instante más.

–¡Para mí! –dice Cardoville, haciéndome soltar–, yo no coseré a esta querida muchacha pero voy a colocarla en un lecho de campaña que le devolverá todo el calor y toda la elasticidad que su temperamento o su virtud nos niega.

La Rose saca inmediatamente de un gran armario una cruz diagonal de una madera muy espinosa. Encima de allí es donde quiere que me coloque el insigne disoluto; pero ¿con qué procedimiento mejorará su cruel goce? Antes de atarme, el propio Cardoville introduce en mi trasero una bola plateada del grosor de un huevo; la hunde en él a fuerza de pomada; desaparece. Así que está en mi cuerpo, la noto hincharse, y volverse ardiente; sin atender mis protestas, soy fuertemente agarrotada sobre aquel agudo caballete. Cardoville me penetra pegándose a mí; aprieta mi espalda, mis riñones y mis nalgas contra las púas que lo sostienen. Julien se coloca también allí. Obligada a soportar el peso de los dos cuerpos, y sin tener más apoyo que esos malditos nudos que me dislocan, podéis imaginaros fácilmente mis dolores; cuanto más rechazo a los que me aprietan, más me empujan sobre las rugosidades que me laceran. Mientras tanto, la terrible bola, que ha subido hasta mis entrañas, las crispa, las abrasa y las desgarra. Lanzo unos gritos tremendos: no hay expresiones en el mundo que puedan describir lo que siento. Sin embargo, mi verdugo disfruta; su boca, pegada a la mía, parece respirar mi dolor para incrementar sus placeres: es imposible imaginar su ebriedad, pero, a ejemplo de su amigo, notando sus fuerzas a punto de dispersarse, quiere llegar a sentirlo todo antes de que le abandonen. Me dan la vuelta, la bola que me han hecho devolver producirá en la vagina el mismo incendio que encendió en los lugares que abandona; desciende, arde en el fondo de la matriz: vuelven a atarme sobre el vientre a la pérfida cruz, y unas partes mucho más delicadas se irritarán con los nudos que las reciben. Cardoville penetra por el sendero prohibido; lo perfora mientras los demás disfrutan de igual manera de él. El delirio se apodera finalmente de mi perseguidor, sus espantosos gritos anuncian el cumplimiento de su crimen; estoy inundada, me sueltan

–Vamos, amigos míos –dice Cardoville a los dos jóvenes–, apoderaos de esta ramera, y gozad de ella a vuestro antojo; es vuestra, os la dejamos.

Los dos libertinos se apoderan de mí. Mientras uno disfruta de la parte delantera el otro se hunde en el trasero; cambian de sitio una y otra vez; estoy aún más desgarrada por su prodigioso tamaño de lo que lo he estado por el rompimiento de las barricadas artificiales de Saint-Florent; y él y Cardoville se divierten con esos jóvenes mientras ellos se ocupan de mí. Saint-Florent sodomiza a La Rose que me trata de la misma manera, y Cardoville hace otro tanto con Julien que se excita conmigo en un lugar más decente. Soy el centro de esas abominables orgías, soy su punto fijo y su resorte; cada uno de ellos por cuatro veces, La Rose y Julien han rendido su culto a mis altares, mientras que Cardoville y Saint–Florent, menos vigorosos o más exhaustos, se contentan con un sacrificio en los de mis amantes. Es el último, ya era hora, estaba a punto de desvanecerme.

–Mi compañero te ha hecho mucho daño, Thérèse –me dice Julien–, y yo voy a repararlo todo.

Provisto de un frasco de esencia, me frota repetidas veces. Las huellas de las atrocidades de mis verdugos se desvanecen, pero nada apacigua mis dolores; jamás los sentí tan intensos.

–Con el arte que tenemos en hacer desaparecer los vestigios de nuestras crueldades, las que quieran denunciarnos no lo tendrán nada fácil, ¿no es verdad, Thérèse? –me dice Cardoville–. ¿Qué pruebas ofrecerían de sus acusaciones?

–¡Oh! –dice Saint–Florent , la encantadora Thérèse no está para denuncias; en vísperas de ser ella misma inmolada, son oraciones lo que debemos esperar de ella, y no acusaciones.

–Que no haga ni lo uno ni lo otro –replicó Cardoville–; nos inculparía sin ser atendida: la consideración y la preponderancia que tenemos en esta ciudad no permitirían que se prestara atención a unas denuncias que siempre llegarían a nosotros. Y de las que en todo momento seríamos los dueños. Eso haría su suplicio más cruel y más largo. Thérèse debe sentir que nos hemos divertido con su persona por la razón natural y simple que lleva a la fuerza a abusar de la debilidad; debe sentir que no puede escapar a su juicio; que éste debe ser sufrido; que lo sufrirá: que sería inútil que divulgara su salida de la prisión esta noche: no la creerían; el carcelero, totalmente de nuestra parte, la desmentiría inmediatamente. Así pues, es necesario que esta hermosa y dulce muchacha, tan imbuida de la grandeza de la Providencia, le ofrezca en paz todo lo que acaba de sufrir y todo lo que todavía le espera; serán otras tantas expiaciones a los espantosos crímenes que la entregan a las leyes. Viste tus ropas, Thérèse, todavía no es de día, los dos hombres que te han traído te devolverán a tu cárcel.

Quise decir una palabra, quise arrojarme a las rodillas de aquellos ogros, bien para suavizarlos, bien para pedirles la muerte. Pero me arrastraron y me arrojaron a un simón donde mis dos guías se encierran conmigo; así que estuvieron allí unos infames deseos los inflaman una vez más.

–Aguántamela –dijo Julien a La Rose–, quiero sodomizarla; nunca he visto un trasero en el que me sintiera tan voluptuosamente comprimido; te prestaré el mismo servicio.

El proyecto se realiza, por mucho que yo intente defenderme, Julien triunfa, y con espantosos dolores sufro esta nueva embestida: el grosor excesivo del asaltante, el desgarramiento de estas partes, los fuegos con que aquella maldita bola ha devorado mis intestinos, todo contribuye a hacerme sentir unos dolores renovados por La Rose tan pronto como su camarada ha terminado. Así que, antes de llegar, fui una vez más víctima del libertinaje criminal de los dos indignos lacayos. Finalmente entramos. El carcelero nos recibió; estaba solo, todavía era de noche, nadie me vio entrar.

–Acuéstate, Thérèse –me dijo, devolviéndome a mi calabozo–, y si alguna vez quisieras decir a alguien que esta noche has salido de la cárcel, recuerda que te des mentiré, y que esta inútil acusación no te resolverá ningún problema...

¡Y yo había lamentado abandonar este mundo!», me dije en cuanto me encontré sola. ¡Temía abandonar un universo formado por tales monstruos! ¡Ah! Que la mano de Dios me arranque de él en este mismo instante, de la manera que mejor le parezca: no me quejaré. El único consuelo que le puede restar al infortunado nacido entre tantas bestias feroces es la esperanza de abandonarlas cuanto antes.

A la mañana siguiente, no oí hablar de nada, y decidida a abandonarme a la Providencia, vegeté sin querer tomar ningún alimento. El día después, Cardoville se presentó a interrogarme; no pude dejar de estremecerme al ver con qué sangre fría aquel bribón venía a ejercer la justicia, él, el más malvado de los hombres, él que, en contra de todos los derechos de esa justicia de la que se revestía, acababa de abusar tan cruelmente de mi inocencia y de mi infortunio.

Por mucho que defendiera mi causa, el arte de aquel hombre deshonesto convirtió en crímenes todas mis defensas. Cuando, según aquel juez inicuo, todos los cargos de mi proceso quedaron bien probados, tuvo la impudicia de preguntarme si conocía en Lyon a un rico particular llamado señor de Saint-Florent; contesté que sí lo conocía.

–Bien –dijo Cardoville–, no necesito más: este señor de Saint-Florent, que confiesas conocer, también te conoce perfectamente; ha declarado que te vio en una banda de ladrones donde fuiste la primera en robarle su dinero y su cartera. Tus camaradas querían salvarle la vida, tú les aconsejaste que se la quitaran; de todos modos consiguió huir. Ese mismo señor de Saint-Florent añade que, unos años después, te reconoció en Lyon y te permitió ir a saludarle a su casa a instancias tuyas, a cambio de tu palabra de una excelente conducta actual, y que allí, mientras te sermoneaba, mientras te estimulaba a persistir por el buen camino, llevaste la insolencia y el crimen hasta elegir estos instantes de beneficencia suya para robarle un reloj y cien luises que había dejado sobre la chimenea...

Y Cardoville, aprovechando el despecho y la cólera a que me llevaban unas calumnias tan atroces, ordenó al escribano que escribiera que yo admitía estas acusaciones con mi silencio y con las impresiones de mi rostro.

Me precipito al suelo, hago resonar la bóveda con mis gritos, golpeo mi cabeza contra las losas, con la intención de encontrar allí una muerte más cercana, y no hallando expresiones para mi rabia:

–¡Malvado! –exclamé–. ¡Apelo al Dios justo que me vengará de tus crímenes, descubrirá la inocencia, te hará arrepentirte del indigno abuso que cometes de tu autoridad!

Cardoville llama; dice al carcelero que se me lleve, dado que, turbada por mi desesperación y mis remordimientos, no estoy en situación de seguir el interrogatorio; pero que, además, ha terminado ya que he confesado todos mis crímenes. ¡Y el malvado sale tranquilamente! ¡Y un relámpago no lo fulmina del todo!...

El caso avanzó velozmente, guiado por el odio, la venganza y la lujuria; fui rápidamente condenada y conducida a París para la confirmación de mi sentencia. ¡En este camino fatal, y convertida, aunque inocente, en la peor de los criminales, es cuando las reflexiones más amargas y más dolorosas acabaron de desgarrar mi corazón! «¡Bajo qué astro fatal debo haber nacido», me decía, «para que me sea imposible concebir un solo sentimiento honesto que no me suma inmediatamente en un océano de infortunios! ¡Y cómo es posible que esta Providencia iluminada cuya justicia me complazco en adorar, castigándome por mis virtudes, me presente al mismo tiempo en la cumbre a los que me aplastaban con sus crímenes!»

Un usurero, en mi infancia, quiere impulsarme a cometer un robo; me niego: se enriquece. Caigo en una banda de ladrones, escapo de ella junto con un hombre al que salvo la vida: como recompensa, me viola. Llego a casa de un señor disoluto que me hace devorar por sus perros, por no haber querido envenenar a su tía. Paso, de allí, a casa de un cirujano incestuoso y homicida a quien intento evitar una acción horrible: el verdugo me marca como a una criminal; sus fechorías se consuman sin duda: él triunfa en todo, y yo estoy obligada a mendigar mi pan. Quiero acercarme a los sacramentos, quiero implorar con fervor al Ser supremo del que recibo, pese a todo, tantos males; el augusto tribunal donde espero purificarme en uno de nuestros más santos misterios se convierte en el teatro ensangrentado de mi ignominia: el monstruo que abusa de mí y que me manosea se eleva a los más altos honores de su orden, y yo recaigo en el abismo espantoso de la miseria. Intento salvar a una mujer del furor de su marido: el cruel quiere hacerme morir derramando mi sangre gota a gota. Quiero ayudar a un pobre: me roba. Ofrezco ayuda a un hombre desmayado: el ingrato me hace dar vueltas a una rueda como una bestia, y me ahorca para deleitarse; los favores de la suerte le rodean, y yo estoy a punto de morir en el cadalso por haber trabajado a la fuerza en su casa. Una mujer indigna quiere seducirme para una nueva fechoría: pierdo por segunda vez los escasos bienes que poseo, por salvar los tesoros de su víctima. Un hombre sensible quiere compensarme de todos mis males con el ofrecimiento de su mano: expira en mis brazos antes de poder hacerlo. Me arriesgo en un incendio para arrebatar de las llamas a una niña que no me pertenece: la madre de esta niña me acusa y me incoa un proceso criminal. Caigo en las manos de mi más mortal enemiga, que quiere llevarme a la fuerza a casa de un hombre cuya pasión consiste en cortar cabezas: si evito la espada de aquel malvado, es para recaer bajo la de Temis. Imploro la protección de un hombre al que he salvado la fortuna y la vida; me atrevo a esperar de él alguna gratitud; me atrae a su casa, me somete a horrores, convoca allí al juez inicuo del que depende mi caso; los dos abusan de mí, los dos me ultrajan, los dos aceleran mi pérdida: la fortuna los colma de favores, y yo corro a la muerte.

Eso es lo que los hombres me han hecho sentir, eso es lo que me ha enseñado su peligroso trato; ¿es sorprendente que mi alma agriada por la desdicha, asqueada de ultrajes y de injusticias, sólo aspire a romper sus lazos?

–Mil excusas, señora –dijo aquella joven infortunada concluyendo aquí sus aventuras–; mil perdones por haber manchado vuestra mente con tantas obscenidades, por haber abusado durante tanto tiempo, en una palabra, de vuestra paciencia. Es posible que haya ofendido al cielo con unos relatos impuros, haya renovado mis heridas, haya turbado vuestro reposo. Adiós, señora, adiós; el astro se alza, mis guardianes me llaman, dejadme correr a mi suerte, ya no la temo, acortará mis tormentos. Este último instante del hombre sólo es terrible para el ser afortunado cuyos días han transcurrido sin nubes; pero la desdichada criatura que sólo ha respirado el veneno de las víboras, cuyos pasos tambaleantes sólo han pisado espinos, que sólo ha visto la antorcha del día como el viajero extraviado ve temblando los surcos del rayo; aquella a quien sus crueles reveses han arrebatado padres, amigos, fortuna, protección y ayuda; aquella que ya sólo tiene en el mundo lágrimas para abrevarse y tribulaciones para alimentarse; aquélla, digo, ve avanzar la muerte sin temerla, la desea incluso como un puerto seguro en el que renacerá la tranquilidad para ella, en el seno de un Dios demasiado justo para permitir que la inocencia, envilecida en la Tierra, no encuentre en otro mundo la compensación de tantos males.

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