Justine (17 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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Primero, si era cierto que yo era huérfana y nacida en París. Segundo, si era verdad que no tenía parientes, ni amigos, ni protección, ni nadie a quien pudiera escribir. Tercero, si sólo había confiado a la pastora que me había hablado del convento la intención que tenía de ir allí, y si no había acordado con ella reencontrarme a la vuelta. Cuarto, si era cierto que no había visto a nadie después de mi violación, y si estaba segura de que el hombre que había abusado de mí lo había hecho tanto del lado que la naturaleza condena como del que permite. Quinto, si creía que no había sido seguida, y que nadie me había visto entrar en el convento.

Después de haber contestado a esas preguntas, con el aire más modesto, más sincero y más ingenuo, el monje, levantándose y cogiéndome de la mano, me dijo:

–¡Bien! Ven, hija mía, te proporcionaré la dulce satisfacción de comulgar mañana a los pies de la Imagen que acabas de visitar: comencemos por proveer tus primeras necesidades.

Y me lleva al fondo de la iglesia...

–¡Cómo! –le dije entonces con una especie de inquietud que me dominaba a pesar mío...

– ¡Cómo, padre! ¿En el interior del templo?

–¿Dónde si no, encantadora peregrina? –me respondió el monje, introduciéndome en la sacristía...– ¡Acaso tienes miedo de pasar la noche con cuatro santos eremitas!... Oh, ya verás cómo encontraremos los medios de distraerte, querido ángel; y aunque no te procuremos grandes placeres, por lo menos servirás a los nuestros en muy amplia medida.

Estas palabras me sobresaltan; un sudor frío se apodera de mí, me tambaleo; era de noche, ninguna luz guía nuestros pasos, mi imaginación horrorizada me hace ver el espectro de la muerte moviendo su guadaña sobre mi cabeza; mis rodillas flaquean... En este instante el lenguaje del monje cambia de repente, me sostiene, insultándome:

–Puta –me dice–, hay que seguir; no intentes aquí ni quejas ni resistencias, todo sería inútil.

Las crueles palabras me devuelven las fuerzas, siento que estoy perdida si desfallezco; me levanto...

–¡Ay, cielos! –digo al traidor–, ¡tendré que ser de nuevo la víctima de mis buenos sentimientos, será de nuevo castigado como un crimen mi deseo de acercarme a lo que la religión tiene de más respetable!...

Seguimos caminando, y nos metemos por pasillos oscuros de los que nada puede hacerme conocer la situación ni las salidas. Yo precedía al padre Severino; su respiración era profunda, no paraba de hablar; parecía borracho; de cuando en cuando, me paraba con el brazo izquierdo enlazado en torno a mi cuerpo, mientras su mano derecha, deslizándose por detrás debajo de mis faldas, recorría con impudor esa parte deshonesta– que, asimilándonos a los hombres, es el único objeto de los homenajes de aquellos que prefieren ese sexo en sus vergonzosos placeres. En varias ocasiones la boca del libertino se atreve incluso a recorrer esos lugares, hasta su reducto más secreto; después reanudamos la marcha. Aparece una escalera; al cabo de treinta o cuarenta escalones, se abre una puerta, unos reflejos de luz golpean mis ojos, entramos en una sala fascinante y magníficamente iluminada; allí veo tres monjes y cuatro muchachas en torno a una mesa servida por otras cuatro mujeres completamente desnudas: el espectáculo me hace temblar. Severino me empuja, y entro en la sala con él.

–Señores –dice al entrar–, permitid que os presente un auténtico fenómeno. Aquí tenéis una Lucrecia que lleva a la vez sobre sus hombros la marca de las mujeres de mala vida, y en la conciencia todo el candor y toda la ingenuidad de una virgen... Una sola violación, amigos míos, y de eso hace seis años; de modo que es casi una vestal... a decir verdad, como tal os la entrego... y, además, de las más hermosas... i Oh! Clément, ¡cómo te perderás en esas bellas masas!... ¡qué elasticidad, amigo mío!, ¡qué encarnación!

–¡Ah!, ¡s...! –dice Clément, medio borracho, levantándose y avanzando hacia mí–; el encuentro es agradable, y quiero examinar los hechos.

Os dejaré el menor tiempo posible en suspenso sobre mi situación, señora, dijo Thérèse, pero la necesidad en que estoy de describir las nuevas personas con las que me encuentro me obliga a cortar por un instante el hilo del relato. Ya conocéis al padre Severino, y sospecháis sus gustos; ¡ay!, su depravación en esa materia era tal que jamás había saboreado otros placeres; y ¡qué inconsecuencia, sin embargo, en las operaciones de la naturaleza, ya que junto a la extravagante fantasía de elegir únicamente los senderos, ese monstruo estaba dotado de facultades tan gigantescas que hasta las rutas más holladas le hubieran parecido demasiado estrechas!

Ya os dibujé antes el esbozo de Clément. Sumad, al exterior que he descrito, la ferocidad, la provocación, la trapacería más peligrosa, la intemperancia en todos los puntos, el ingenio satírico y mordaz, el corazón corrompido, los gustos crueles de Rodin con sus escolares, ningún sentimiento, ninguna delicadeza, ni pizca de religión, un temperamento tan gastado que desde hacía cinco años era incapaz de buscar otros placeres que aquellos que le aconsejaba la barbarie, y tendréis la más completa imagen de ese depravado.

Antonin, el tercer actor de las detestables orgías, tenía cuarenta años; pequeño, flaco, muy vigoroso, tan temiblemente dotado como Severino y casi tan malvado como Clément; entusiasta de los placeres de su colega, pero por lo menos entregándose a ellos con una intención menos feroz; pues si Clément, al utilizar la extravagante manía, sólo tenía el objetivo de vejar y de tiranizar a una mujer, sin poder disfrutar de ella de otra manera, Antonin, usándolo con deleite en toda la pureza de la naturaleza, sólo ponía en práctica el episodio flagelante para dar a la que honraba con sus favores más fogosidad y más energía. El uno, en una palabra, era brutal por gusto, y el otro por refinamiento.

Jérôme, el más anciano de los cuatro solitarios, también era el más desenfrenado; todos los gustos, todas las pasiones, todas las desviaciones más monstruosas, se daban cita en el alma de ese fraile; juntaba a los caprichos de los demás el de gustarle recibir en su cuerpo lo que sus compañeros distribuían a las mujeres, y si azotaba (cosa que ocurría frecuentemente) era siempre a condición de ser tratado, a su vez, de igual manera; por otra parte, todos los templos de Venus le resultaban semejantes, pero como sus fuerzas comenzaban a flaquear, prefería de todos modos, desde hacía unos años, aquel que, sin exigir nada del agente, dejaba al otro la tarea de despertar las sensaciones y producir el éxtasis. La boca era su templo favorito y, mientras se entregaba a sus placeres predilectos, una segunda mujer se ocupaba de excitarlo con ayuda de las varas. El _carácter de ese hombre era, además, tan hipócrita y tan malvado como el de los otros, y fuera cual fuese el aspecto que el vicio podía mostrar estaba seguro de encontrar seguidores y templos en esa infernal casa. Lo entenderéis más fácilmente, señora, cuando os explique cómo estaba montada. Se habían reunido unos fondos prodigiosos para dotar a la orden con ese retiro obsceno que contaba con más de cien años de antigüedad, y que estaba siempre ocupado por los cuatro religiosos más ricos, más prominentes de la orden, los de mejor cuna, y de un libertinaje harto importante como para exigir ser sepultados en ese oscuro refugio, del que jamás salía el secreto, como veréis después de las explicaciones que restan por daros. Volvamos a los retratos.

Las ocho mujeres que se hallaban entonces en la cena eran tan dispares por la edad que me resultaría imposible haceros un retrato de conjunto; me veo necesariamente obligada a unos cuantos detalles. Esta singularidad me asombró. Las describiré por el orden de su juventud.

La más joven de las mujeres tenía apenas diez años: una carita agraciada, bonitos rasgos, el aire humillado de su suerte, triste y asustada.

La segunda tenía quince años: la misma turbación en el semblante, el aire del pudor envilecido, pero una cara encantadora, y en su conjunto muy seductora.

La tercera tenía veinte años: digna de un pintor, rubia, los más bellos cabellos del mundo, de finas facciones, regulares y dulces; parecía la más domesticada.

La cuarta tenía treinta años: era una de las más bellas mujeres que jamás había visto; adornada con el candor, la honestidad, la decencia en el porte, y todas las virtudes de un alma dulce.

La quinta era una mujer de treinta y seis años, preñada de tres meses; morena, muy vivaracha, con hermosos ojos, pero que había perdido, por lo que me pareció, cualquier remordimiento, cualquier decencia, cualquier comedimiento.

La sexta era de la misma edad: gruesa como una torre, alta en proporción, con bellos rasgos, un auténtico coloso cuyas formas estaban degradadas por la gordura. Como estaba desnuda cuando la vi, distinguí fácilmente que no había una sola parte de su enorme cuerpo que no mostrara la huella de la brutalidad de los depravados cuyos placeres le hacía servir su mala estrella.

La séptima y la octava eran dos bellísimas mujeres de unos cuarenta años.

Prosigamos ahora la historia de mi llegada a aquel impuro lugar.

Como ya os he dicho, entre todos avanzaron hacia mí; Clément es el más atrevido y su infecta boca no tarda en pegarse a la mía; me aparto con horror, pero me dan a entender que todas mis resistencias no son más que remilgos inútiles, y que lo mejor que puedo hacer es imitar a mis compañeras.

–Ya puedes imaginar –me dice el padre Severino– que no serviría de nada intentar resistirte en el retiro inabordable en que te hallas. Dices que has pasado muchas desgracias; para una joven virtuosa faltaba, sin embargo, la mayor de todas ellas en la lista de tus infortunios. ¿No era ya hora de que esa altiva virtud naufragara?, ¿es posible seguir siendo casi virgen a los veintidós años? Aquí tienes compañeras que, como tú, quisieron resistirse al entrar y que, como tú harás prudentemente, acabaron por someterse cuando vieron que su defensa sólo podía llevarlas a malos tratos. Pues es bueno decírtelo, Thérèse –continuó el superior, mostrándome disciplinas, varas, férulas, azotes, cuerdas y otras mil variedades de instrumentos de tortura...–. Sí, es bueno que lo sepas: eso es lo que utilizamos con las muchachas rebeldes; tú misma comprobarás si merece la pena que te convenzamos de ello. Por otra parte, ¿qué reclamarías aquí? ¿La equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único placer es violar sus leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro desprecio por ella aumenta debido a que la conocemos más; ¿parientes... amigos... jueces? No hay nada de todo eso en este lugar, querida muchacha; sólo encontrarás aquí el egoísmo, la crueldad, el desenfreno, y la impiedad más argumentada. De modo que tu única salida es la sumisión más absoluta; dirige tus miradas al asilo impenetrable en que te encuentras, jamás ningún mortal apareció por estos lugares; aunque el convento fuera tomado, registrado, quemado, nadie descubriría este retiro: es un pabellón aislado, enterrado, rodeado por todas partes por seis muros de un increíble espesor, y tú estás en él, hija mía, en medio de cuatro libertinos que seguramente no tienen ganas de perdonarte nada y a los que tus ruegos, tus lágrimas, tus palabras, tus genuflexiones o tus gritos sólo conseguirán excitar más. ¿A quién recurrirás, por consiguiente? ¿Será a ese Dios al que acabas de implorar con tanto celo, y que, para recompensarte de tu fervor, te precipita aún con mayor decisión en la trampa? ¿A ese Dios quimérico al que nosotros mismos ofendemos aquí cada día insultando sus vanas leyes?... Date cuenta de una vez, Thérèse, de que no existe ningún poder, sea cual sea la naturaleza que quieras suponerle, que pueda conseguir arrancarte de nuestras manos, y no existe, ni en el orden de las cosas posibles ni en el de los milagros, ningún tipo de medio que pueda conseguirte conservar por más tiempo esta virtud de la que te sientes tan orgullosa; que pueda, en fin, impedir que te conviertas en todos los sentidos, y de todas las maneras, en víctima propiciatoria de los excesos libidinosos a los que los cuatro vamos a abandonarnos contigo... Así que desnúdate, puta, ofrece tu cuerpo a nuestras lujurias, que sea mancillado al instante, o los tratos más crueles te demostrarán los riesgos en que incurre una miserable como tú al desobedecernos.

Sentía que este discurso... esta orden terrible me dejaba sin recursos; pero ¿no me habría convertido en culpable si no intentara lo que me sugería mi corazón, y aun permitía mi estado? Así que me arrojo a los pies del padre Severino, utilizo toda la elocuencia de un alma desesperada, para suplicarle que no abuse de mi situación. Los lloros más amargos acaban por inundar sus rodillas, y me atrevo a intentar con ese hombre cuanto imagino de más fuerte, cuanto creo más patético... ¿De qué servía todo ello, Dios mío? ¿Acaso podía yo ignorar que las lágrimas son un incentivo más a los ojos del libertino?, ¿podía dudar de que todo lo que hiciera para conmover a esos bárbaros no conseguiría más que excitarlos?...

–Atrápala... –dice Severino enfurecido–, apodérate de ella, Clément, que se desnude en un minuto, y que aprenda que entre personas como nosotros la compasión no sirve para sofocar la naturaleza.

Clément echa espumarajos; mis . resistencias lo habían enardecido; me atrapa con un movimiento seco y nervioso; salpicando sus frases y sus gestos con espantosas blasfemias, en un minuto hace saltar mis ropas. –Hermosa criatura –dice el superior paseando sus dedos por mis caderas–; ¡que me aplaste Dios si jamás he visto otra mejor hecha! Amigos –prosigue el monje–, pongamos orden en nuestras acciones; ya conocéis nuestras fórmulas de acogida, que las sufra todas, sin la menor excepción. Y que mientras tanto las otras ocho mujeres se coloquen alrededor de nosotros, para prevenir las necesidades, o para excitarlas.

Inmediatamente forman un círculo, me sitúan en el centro, y allí, durante más de dos horas, soy examinada, valorada, manoseada por los cuatro frailes, recibiendo sucesivamente de cada uno de ellos elogios o críticas.

–Me permitiréis, señora, –dijo sonrojándose nuestra bella prisionera–, ocultaros una parte de los detalles obscenos de la odiosa ceremonia. Que vuestra imaginación suponga todo lo que el desenfreno puede dictar en tal caso a unos malvados; que los vea pasar sucesivamente de mis compañeras a mí, comparar, relacionar, confrontar, discurrir, y sólo obtendrá verosímilmente una débil imagen de lo que realizaron en estas primeras orgías, muy suaves, sin duda, en comparación con todos los horrores que no tardaría en experimentar.

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