Su marido, que hasta entonces no se había dejado ver, apareció con unas llaves tintineantes. Llevaba la camisa de un viejo pijama y unos viejos pantalones caqui. Sus piernas fibrosas subieron rápidamente las escaleras.
—No debería hacer esto —dijo mirando a Brown, pero se abrió paso entre ellos hasta la puerta—. No debería hacer esto —repitió. Comenzó a probar llaves. Lo intentó con tres antes de que la puerta se abriera—. Debería enseñarme una orden —dijo entonces.
Brown lo apartó con el brazo, ignorando sus palabras. Encendió la luz y entró cubriéndose con la pistola. Comprobó el cuarto de baño y el dormitorio para cerciorarse de que no había nadie.
—Vacío —dijo.
Su constatación agudizó la sensación que lo desgarraba. Vacío y frío como una tumba. Recorrió con la mirada el apartamento, sabiendo perfectamente qué sucedía pero negándose a admitir que Ferguson volvía a las andadas. Fue hasta la mesa donde alguna vez se había sentado Ferguson. «El estudiante modelo», pensó. Diversos papeles habían quedado esparcidos por el suelo. Los empujó con el pie y al levantar la vista vio a Cowart examinando la habitación.
—Se ha ido —dijo éste con tono de asombro.
El periodista esperaba que Ferguson estuviera allí, burlándose de todos ellos, pensando que estaba a salvo para siempre. «Ahora ya no hay tiempo», se dijo. Sintió que el artículo que proyectaba escribir se le escurría entre los dedos. «No hay tiempo. Ferguson está ahí fuera y nada lo detendrá.» Por su mente comenzaron a pasar escenas atroces. No sabía cuáles eran las intenciones de Ferguson, ni si su hija corría algún peligro. O alguna otra niña. Nadie estaba a salvo. Miró al teniente y se dio cuenta de que estaba pensando exactamente lo mismo.
La noche se encaminaba hacia el alba, pero no prometía dar tregua a la oscuridad que los envolvía.
Perdieron horas con el cansancio y la burocracia.
Brown se sentía atrapado entre los trámites y el miedo. Tras comprobar que el apartamento de Ferguson estaba vacío, se había visto forzado a informar a la policía local de la desaparición de Wilcox, pero sentía que cada segundo que pasaba lo distanciaba de su presa. Shaeffer y él habían pasado el resto de la noche con dos agentes de la policía de Newark, ninguno de los cuales acababa de entender por qué dos detectives de diferentes partes de Florida querían interrogar a un hombre que entonces no era sospechoso de ningún delito. La pareja de agentes escuchó el relato de Shaeffer sobre lo sucedido y ambos se mostraron sorprendidos ante la forma en que Wilcox se había adentrado en la oscuridad tras Ferguson. Con su reacción, dieron a entender que, en su opinión, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a Wilcox, se lo merecía; no les parecía lógico que un policía, fuera de su jurisdicción, lejos de todo territorio conocido e impulsado por la rabia, se lanzara en persecución de un hombre por un barrio que, según ellos, no pertenecía ni siquiera a Estados Unidos, sino a alguna nación extranjera con sus propias normas, leyes y códigos de conducta. A Brown le indignó aquella actitud y los tachó de racistas, a pesar de que la lógica les diera la razón. Shaeffer se quedó estupefacta ante semejante crudeza y se prometió que, por terribles que pudieran ponerse las cosas para ella como mujer policía, jamás iba a justificarse utilizando los argumentos que acababa de escuchar.
Luego dedicaron tiempo a enseñarles el lugar donde se había visto por última vez a Wilcox y mostrándoles la ruta que habían seguido en su búsqueda. Habían pasado por el apartamento de Ferguson, pero seguía sin haber rastro de él. Los agentes locales, sin embargo, creían que no había abandonado la ciudad.
Poco antes de amanecer, le dijeron a Brown que emitirían una orden de búsqueda y destinarían una patrulla a recorrer las calles preguntando por Wilcox. Pero insistieron en que Brown debía telefonear a su propia comisaría, como si pensaran que Wilcox acabaría apareciendo en el condado de Escambia.
Cowart pasó la noche en su habitación del motel esperando a los dos detectives. No sabía cuánta importancia concederle a la amenaza de Ferguson, pero sentía que su situación empeoraba minuto a minuto y que su única arma, aquel artículo, se tornaba una posibilidad cada vez más lejana. Ningún artículo causaría un gran impacto si no lograba localizar a Ferguson. Éste tenía que quedar atrapado por el artículo, tenía que verse inmediatamente rodeado de preguntas, enredado en la maraña de sus propios desmentidos. Era la única forma que Cowart tenía de conseguir un poco de tiempo para protegerse. Si Ferguson podía campar a sus anchas la amenaza sería constante, invisible. Pero antes de publicar una sola palabra en el periódico, Cowart tenía que volver a encontrar a Ferguson.
Miró su reloj de pulsera y, al observar cómo el segundero recorría cada minuto, se acordó del reloj del corredor de la muerte.
No podía postergarlo más. Ignorando el terrible sobresalto que supone recibir una llamada en mitad de la noche, cogió el teléfono y marcó el número de su ex mujer.
Sonó dos veces antes de oír al nuevo marido de su mujer responder con un gruñido.
—¿Tom? Soy Matt. Siento molestaros, pero tengo un problema y…
—¿Matt? Dios mío. ¿Sabes qué hora es? Tengo que ir al juzgado por la mañana. ¿Qué demonios pasa?
Luego oyó la voz de su mujer, a tientas en la oscuridad. No pudo oír lo que decía pero oyó la explicación de su nuevo marido.
—Es tu ex. Una emergencia, supongo.
Hubo una pausa, luego oyó las dos voces al teléfono.
—Bien, ¿Matty? ¿Qué demonios pasa?
El abogado empleaba ya un tono irritado, y antes de que Cowart pudiera explicarse añadió:
—Maldita sea, ahora se ha despertado el bebé. Joder.
Cowart lamentó no haber preparado el discurso.
—Creo que Becky corre peligro —dijo.
En el auricular hubo un silencio, y luego dijo su ex mujer:
—¿Peligro de qué? Matty, ¿de qué estás hablando?
—Del hombre acerca del que escribí. El del corredor de la muerte. Ha amenazado a Becky. Sabe dónde vivís.
Hubo otra pausa antes de que Tom dijera:
—Pero ¿por qué? Tú escribiste que él no mató a nadie…
—Puede que me equivocara.
—Pero ¿por qué Becky?
—No quiere que yo vuelva a escribir un artículo.
—A ver, Matt, ¿qué es lo que dijo ese hombre exactamente? Intentemos aclararnos. ¿Qué clase de amenaza?
—No lo sé. Mira, no es eso, no sé, es todo… —Se dio cuenta de que estaba diciendo cosas sin sentido.
—Matt, joder. Llamas en plena noche y…
El abogado fue interrumpido por su mujer.
—Matty, ¿va en serio? ¿Es verdad?
—Sandy, ojalá pudiera decirte qué es verdad y qué no lo es. Lo único que sé es que ese hombre es peligroso y que ha desaparecido. He creído que tenía que avisaros.
—Pero Matt —terció el abogado—, necesitamos saber algún detalle. Necesito una valoración de qué demonios significa exactamente todo esto.
Cowart sintió un arrebato de ira.
—No, joder, no necesitas nada. No necesitas saber ni una jodida cosa más, salvo que Becky corre peligro. Que hay un tipo peligroso ahí fuera que sabe dónde vivís y quiere arruinarme utilizando a Becky. ¿Lo entiendes? ¿Te queda claro? Eso es lo único que necesitas saber. Así que, Sandy, coge una maleta y llévate a Becky a algún sitio neutral. Por ejemplo, a Michigan con tu tía. Pero ya. Coged el primer vuelo de la mañana. Iros hasta que logre arreglar este entuerto. Lo arreglaré, os lo prometo. Pero no puedo hacer nada hasta que sepa que Becky está lejos de todo peligro, en algún sitio donde ese hombre no pueda encontrarla. Tenéis que iros ahora. ¿Lo entiendes? No merece la pena arriesgarse.
Hubo otra pausa y luego su ex mujer contestó:
—De acuerdo.
—¡Sandy! —exclamó su marido—. Por el amor de Dios, no sabemos…
—Lo sabremos enseguida —dijo ella—. Matty, ¿me vas a llamar? ¿Llamarás a Tom y le explicarás todo esto? ¿En cuanto puedas?
—Claro.
—Dios mío —dijo el marido, y añadió—: Matty, espero que esto no sea ninguna tontería… —Titubeó y añadió—: Bueno, espero que sí lo sea. Espero que todo esto no sea más que una broma pesada. Y que cuando me llames para darme una maldita explicación, sea muy buena. No entiendo por qué no llamo ahora mismo a la policía o incluso contrato a un detective privado…
—¡Porque la puta policía no puede evitar una amenaza! ¡No pueden hacer nada hasta que pase algo! Ella no estará a salvo aunque contrates a la puta Guardia Nacional para vigilarla. Tienes que llevarla a un lugar donde ese maníaco no pueda localizarla.
—¿Y qué le digo a Becky? —preguntó su ex mujer—. Se va a morir de miedo con todo esto.
—Ya lo sé —respondió Cowart. La desesperación y la impotencia lo envolvían como volutas de humo—. Pero las alternativas son mucho peores.
—Ese hombre… —comenzó el abogado.
—Ese hombre es un asesino —dijo Cowart.
El abogado suspiró.
—Vale. Cogerán el primer vuelo de la mañana. ¿De acuerdo? Yo me quedaré aquí. El tipo no me amenazó a mí, ¿no?
—No.
—Vale. Bien.
Volvió a hacerse el silencio, y Cowart añadió:
—¿Sandy?
—Dime, Matt.
—Cuando cuelgues no pienses que se trata de una tontería y que no tienes que hacer nada. Sal inmediatamente. Mantén a Becky a salvo. Yo no puedo moverme hasta que ella esté a salvo. ¿Me lo prometes?
—Lo entiendo.
—¿Me lo prometes?
—Sí…
—Gracias —dijo. Se debatía entre el alivio y la tensión—. Os llamaré con más detalles en cuanto los tenga.
El nuevo marido gruñó en señal de asentimiento. Cowart colgó el auricular con cautela, como si fuera frágil, y volvió a recostarse en la cama del motel. Se sentía mejor y peor al mismo tiempo.
Cuando Brown y Shaeffer regresaron al motel parecía pesarles el desánimo que se sumaba al tremendo agotamiento.
—¿Han conseguido algo? —preguntó Cowart.
—Al parecer la policía local cree que estamos locos —dijo Shaeffer—. O si no locos, que somos unos incompetentes. En el fondo, no quieren que nadie los importune. Habría sido diferente si hubieran visto la posibilidad de sacar tajada. Pero no.
Cowart asintió con la cabeza.
—¿Y qué opciones nos quedan?
Brown respondió en voz baja.
—Perseguir a un hombre culpable de algo y sospechoso de todo sin pruebas de nada. —Soltó una leve carcajada—. Madre mía, debería haberme hecho escritor, como usted, Cowart.
Shaeffer se frotó la cara con las manos y se apartó el pelo, estirándose la piel como si de ese modo pudiera pensar con mayor claridad.
—¿Cuántas? —preguntó, volviéndose hacia los dos hombres—. Está la primera, sobre la que usted escribió…
Los dos hombres guardaron silencio, reservándose sus miedos.
—¿Cuántas? —insistió ella—. ¿Qué pasa? ¿Creen que sucederá algo malo si comparten información? ¿Qué podría ser peor que lo que nos está pasando?
—Joanie Shriver —respondió Cowart—. La primera, que sepamos. Luego una niña de doce años en Perrine que desapareció…
—¿En Perrine? —dijo Shaeffer—. No me extraña que…
—¿Qué no le extraña? —preguntó Cowart.
—Fue la primera pregunta que Ferguson me hizo cuando fui a verlo. Quería asegurarse de que yo investigaba un caso del condado de Monroe. Parecía bastante preocupado respecto adonde caía la frontera entre los condados de Dade y Monroe. Una vez estuvo seguro, se relajó.
—Joder —susurró Cowart.
—Lo de esa niña no lo sabemos con certeza —precisó Brown—. Es pura especulación…
Cowart se levantó, sacudiendo la cabeza. Fue hasta su abrigo y sacó los folios impresos que había llevado consigo todo el tiempo. Se los entregó a Brown, que los leyó rápidamente por encima.
—¿Qué es eso? —preguntó Shaeffer.
—Nada —respondió Brown, con tono de frustración. Dobló las hojas y se las devolvió a Cowart—. ¿Así que estuvo allí?
—En efecto, estuvo allí.
—Pero no tenemos nada contra él. Ningún cuerpo, quiero decir. Pero, a juzgar por lo que dice Shaeffer, sospecho que el cuerpo debe de estar en alguna parte de los Everglades, cerca de la frontera del condado.
—Cierto. —Cowart se volvió hacia la mujer—. Ve, ya son dos. Dos por lo menos…
—Tres —agregó Brown en voz baja—. Una niña de Eatonville. Desapareció hace unos meses.
Cowart miró fijamente al teniente.
—Usted no me lo… —comenzó.
Brown se encogió de hombros.
Cowart, con las manos temblorosas por la rabia, cogió su libreta de notas.
—Estuvo en Eatonville hace seis meses. En la iglesia presbiteriana de Cristo Nuestro Salvador. Pronunció su discurso sobre Jesús. ¿Fue entonces cuando…?
—No, un poco después.
—Mierda —masculló Cowart.
—Volvió. Debió de volver allí cuando sabía que nadie lo vería.
—Sí, seguro que sí. Pero ¿cómo podemos demostrarlo?
—Yo lo demostraré.
—Fantástico. ¿Por qué no me lo dijo antes? —La voz de Cowart se quebraba por la rabia.
Brown respondió igual de enfurecido.
—¿Decírselo? ¿Para que usted hiciera qué? ¿Para publicarlo en su puto periódico antes de que yo investigara el caso? ¿Antes de que pudiera recorrer todos los pueblos negros de Florida? ¿Quería que yo se lo dijera para poder contárselo al mundo y así salvar su reputación?
—¡Para conseguir algo! ¿Cuántas personas van a morir mientras usted ata cabos sueltos?
—¿Y qué coño conseguiríamos publicándolo en el periódico?
—¡Funcionaría! ¡Sacaríamos a Ferguson de la sombra!
—Más bien eso lo alertaría y empezaría a moverse con más cautela.
—No. Toda la gente estaría prevenida…
—Claro, y así él podría cambiar su
modus operandi
y no habría tribunal en el mundo al que pudiéramos llevarlo jamás.
Los dos hombres se habían puesto de pie, enfrentándose con la mirada, como a punto de llegar a las manos. Shaeffer se interpuso entre ambos.
—¿Se han vuelto locos? —los reprendió—. ¿Han perdido la chaveta? ¿No han compartido toda la información? ¿A qué viene tanto secretismo?
Cowart la miró negando con la cabeza.
—Quizás a que nadie lo cuenta todo. Especialmente la verdad.
—¿Cuántas personas han muerto por…? —comenzó Shaeffer, pero se interrumpió, consciente de que ella misma poseía información que no quería compartir.