Juegos de ingenio (60 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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—Ángeles en la nieve. Ésa es la postura que ocasionó que te trajeran aquí, ¿verdad?

—Sí.

—Y se presta a especulaciones, ¿no es cierto? ¿No te hizo dedicar tiempo a intentar descifrar el significado de esa postura?

—Sí, durante las primeras semanas que pasé aquí. Eso contribuyó a mi renuencia a creer…

—Y entonces apareció un cadáver…

—Que en cierto modo representaba lo contrario. Como una pequeña prueba.

Susan se reclinó en su asiento, contemplando a las mujeres muertas.

—No significa nada. Lo significa todo. —De pronto se volvió hacia su madre—. Tú lo conocías —dijo con amargura—, tan bien como el que más. ¿Ángeles en la nieve? ¿Jóvenes tendidas como si estuvieran crucificadas? ¿El alguna vez…? —Le faltaron fuerzas para terminar la frase.

Pero Diana supo lo que le estaba preguntando.

—No, hasta donde recuerdo. Y cuando estábamos juntos, siempre era algo frío y sin pasión. Y rápido. Como una obligación. Un deber laboral, tal vez. Totalmente desprovisto de placer.

Jeffrey abrió la boca para responder, pero cambió de idea. Miró de nuevo las fotografías, colocándose al lado de su hermana.

—Quizá tengas razón. Podría ser simplemente un engaño. —Respiró hondo y meneó la cabeza, como intentando negar lo que estaba pensando, pero en vano—. Eso sería muy astuto —dijo lentamente—. No hay un solo investigador en el mundo, ni psicólogo, en realidad, que no se obsesionaría con las posturas tan características de los cadáveres de las víctimas. Es el tipo de cosas que estamos entrenados para analizar. Ocuparía todo nuestro pensamiento precisamente porque es un acertijo, después de todo, y nos sentiríamos impulsados a resolverlo…

Susan movió la cabeza afirmativamente.

—Pero ¿y si la solución es que lo que parece tan significativo en realidad no significa nada?

Jeffrey aspiró con brusquedad.

—Estoy harto de todo —murmuró despacio. Cerró los párpados—. Los dedos índices, eso es todo lo que quería realmente. Eso bastaba para recordárselo. Para él, lo importante es hacer. El resto sólo forma parte de sus engaños y ocultamientos. —Exhaló largamente, con un silbido, y extendió el brazo para posarlo sobre el brazo de su hermana—. ¿Lo ves? Somos capaces.

—¿Capaces de qué? —preguntó Susan, con voz vacilante, porque justo en ese momento había comprendido exactamente lo mismo que su hermano.

—De pensar como él —contestó Jeffrey.

Diana soltó un grito ahogado. Sacudió la cabeza enérgicamente.

—Sois míos —dijo—, no de él. No lo olvidéis.

Jeffrey y Susan se volvieron hacia su madre, sonrientes, tratando de reconfortarla. Sin embargo, una debilidad en sus ojos reflejaba el miedo ante lo que estaban descubriendo sobre sí mismos.

Diana se percató de ello, al borde del pánico.

—¡Susan! —exclamó con dureza—. ¡Guarda esas fotografías! Y no quiero oír una palabra más sobre… —Se interrumpió. Cayó en la cuenta de que lo único sobre lo que podían hablar era justo aquello que la aterraba.

Susan se inclinó para recoger pausadamente las imágenes y los informes de las mujeres muertas e introducir las fotos en sobres de papel de Manila, cada documento con sus instantáneas correspondientes. Guardaba silencio inquieta, aún consternada, aunque no estaba segura de por qué.

Cogió la última fotografía y la metió en su carpeta.

—Ya está. Mamá, he terminado. —De pronto, miró a su hermano con los ojos desorbitados, embargada por el miedo.

Él la vio y, sin saber por qué, se adueñó de él la misma angustia repentina.

Por unos instantes, Susan se quedó inmóvil, y Jeffrey casi podía ver su cerebro trabajando intensamente. Entonces su hermana giró sobre sus talones y se puso a contar.

—Algo no cuadra, algo no cuadra, oh, Jeffrey, Dios mío… —gimió.

—¿Qué?

—Veintidós carpetas. Veintidós jóvenes muertas o desaparecidas.

—Así es, ¿y?

—En el mensaje hay diecinueve nombres.

—Sí. Estadísticamente, siempre había calculado que entre el diez y el veinte por ciento de las víctimas podían atribuirse a otras causas que no fueran el homicidio…

—¡Jeffrey!

—Lo siento. No hablaré como un profesor, vale. ¿Qué es lo que ves?

Susan agarró el mensaje impreso que descansaba sobre el escritorio. Soltó un gruñido.

—La número diecinueve —musitó, doblándose como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en la barriga—. El nombre que aparece justo por encima del tuyo.

Jeffrey se fijó en el nombre y el número que tenía a su izquierda.

—Oh, no —dijo. De pronto, alargó el brazo, cogió los expedientes de las víctimas y comenzó a revolver los papeles.

—¿Qué pasa? —preguntó Diana, con el mismo miedo en la voz que ya se había apoderado de los otros dos.

—El nombre número diecinueve no está en esta pila. Y la fecha es trece guión once. No consta el año. Eso es hoy. Como lugar aparece simplemente Adobe Street. No lo había visto —dijo, con un ligero temblor en los labios—, porque no podía ver otra cosa que mi nombre, debajo.

21
Desaparecida

Jeffrey y Susan estaban en la esquina de Adobe Street, situada en una comunidad modesta llamada Sierra, una hora y media al norte de Nueva Washington. Un conductor del Servicio de Seguridad, apoyado contra un coche a media manzana de allí, los observaba mientras ellos inspeccionaban la calle lentamente. Durante un rato, Jeffrey se había preguntado si ese agente sería también el nuevo asesino designado para seguirlos de cerca, esperando el momento en que descubriesen a su padre. Pero lo dudaba. «El sicario sustituto estará oculto —pensó—. Oculto y en el anonimato.» Siguiéndolos, aguardando el instante oportuno para aparecer. Supuso que las personas capacitadas para ello no abundaban precisamente en el estado cincuenta y uno, aunque no resultarían tan difíciles de encontrar en los otros cincuenta. Los policías del nuevo mundo eran sobre todo oficinistas y burócratas, y su trabajo se asemejaba más al de los contables y administrativos. Imaginaba que por eso la pérdida del agente Martin planteaba tantos problemas.

Se dio la vuelta bruscamente, como para sorprender al doble del agente Martin acechándolos en algún rincón. No vio a nadie, y se dio cuenta de que eso era justo lo que esperaba. Manson no era uno de esos políticos que cometen el mismo error dos veces.

A unos metros de los dos hermanos había un hombre y una mujer de mediana edad. Arrastraban los pies nerviosamente, sin quitar ojo a los Clayton ni hablar entre sí. Eran el director y la subdirectora del instituto de Sierra. El director era una caricatura de los de su especie: de baja estatura, espalda encorvada y calva incipiente, con el tic nervioso de frotarse las manos como si tuviera frío. No dejaba de aclararse la garganta, intentando captar su atención, pero no decía una palabra, aunque de vez en cuando miraba al hombre del Servicio de Seguridad, como esperando que el policía le explicara por qué los habían sacado a los dos de su rutina escolar y los habían llevado hasta esa calle que quedaba a medio kilómetro.

La calle en sí era poco más que un tramo polvoriento de asfalto negro de sólo dos manzanas de largo. Que se hubieran molestado en ponerle un nombre parecía una exageración. En mitad de la segunda manzana había un garaje de acero corrugado pintado de blanco radiante y verde intenso, los colores del instituto de Sierra, supuso Susan. En una parte del tejado había dibujado un árbol enorme con brazos, piernas, cara y unos dientes de aspecto feroz, con la leyenda ABETOS AGUERRIDOS DEL INSTITUTO DE SIERRA.

Jeffrey y Susan avanzaron despacio por la calle, recorriéndola con la mirada, buscando algún indicio de lo que había sucedido esa mañana. La calle terminaba en una verja de metal amarilla que cerraba el paso a un estrecho camino de tierra. No había ninguna otra barrera ni cosa parecida, aparte de unos montículos de grava y la valla. Jeffrey se fijó en un objeto de color vivo remetido junto a uno de los pilares de hormigón que sujetaban los postes de la entrada. Al acercarse vio que era una carpeta de plástico rojo. La levantó por una esquina y advirtió que contenía una media docena de páginas impresas. Sin abrir la boca, le enseñó la carpeta a su hermana.

Los dos volvieron sobre sus pasos y examinaron el garaje. Era aproximadamente del tamaño de una cancha de baloncesto, y más o menos de la altura de un piso y medio. No tenía ventanas, y las grandes puertas dobles de batiente de la fachada estaban cerradas con candado. Rodearon el edificio. Jeffrey no despegaba la vista del suelo, pensando que tal vez habría huellas de neumáticos, pero la zona estaba recubierta de polvo y barrida por el viento.

Cuando salieron de detrás del edificio, el director de la escuela dio unos pasos hacia ellos.

—Éste es el cobertizo donde guardamos nuestro equipo pesado —dijo—. Un par de tractores, accesorios cortacésped y una quitanieves que nunca utilizamos, mangueras y sistemas de riego por aspersión. Todas las cosas para el mantenimiento de los campos de fútbol y rugby, como las máquinas para marcar las líneas. Algunos de los entrenadores guardan aquí otros trastos, como porterías de fútbol y una jaula de bateo.

—¿Y el candado?

—Unas cuantas personas conocen la combinación, especialmente los encargados de mantenimiento. En realidad se cierra con candado sólo para evitar que algún alumno demasiado entusiasta decida llevarse prestado un tractor en una noche loca de sábado.

Jeffrey echó un vistazo en derredor. El camino de tierra protegido por la verja discurría por entre una densa arboleda.

—¿Adónde se va por allí? —preguntó, señalando.

—Ese camino lleva a los campos de deportes situados detrás de la escuela —respondió el director, frotándose las manos vigorosamente—. La verja está ahí para impedir pasar a los vehículos de los alumnos. Eso es todo. De hecho, nunca hemos tenido problemas, pero ya se sabe, con los adolescentes más vale prevenir que curar.

—No me cabe duda —dijo Jeffrey.

La subdirectora, una mujer que llevaba pantalones color caqui y un
blazer
azul, con unas gafas colgadas al cuello de una cadena de oro, se acercó. Le sacaba unos quince centímetros al director, y hablaba con una firmeza en la voz que denotaba sentido de la disciplina.

—Se supone que no deben ir al colegio por aquí. No es que haya una norma contra ello precisamente, pero…

—Es un atajo, ¿no?

—Algunos de los chicos que viven en la urbanización marrón, no muy lejos, atajan por aquí en vez de dar toda la vuelta, como en teoría deberían. Sobre todo si se les hace tarde. Quiero decir que preferiríamos que llegaran puntuales al instituto…

Susan bajó la vista hacia un bloc de notas.

—Kimberly Lewis… ¿a qué hora tenía que llegar ella a la escuela hoy?

La subdirectora abrió un maletín de cuero barato y extrajo un dossier amarillo. Lo abrió, leyó rápidamente y dijo:

—El timbre de la mañana suena a las siete y veinte. A primera hora debía ir a la sala de estudio, de siete y veinte a ocho y cuarto. A las ocho y veinte tenía clase de historia avanzada de Estados Unidos. No se presentó.

Susan asintió.

—Hoy tenía que entregar un trabajo, ¿no?

La subdirectora se mostró sorprendida.

—Pues sí.

Antes de proseguir, Susan observó la carpeta que Jeffrey había encontrado junto a la verja.

—Un trabajo sobre el Convenio de 1850. Por lo que respecta a la sala de estudio, ella era alumna del último curso, ¿verdad? ¿Tenía la obligación de estar allí?

—No. Es alumna de cuadro de honor, y como tal está exenta de la hora de estudio…

—¿O sea que es probable que se desplazase al instituto más tarde que el resto del alumnado?

—Hoy, sí. Casi todos los demás ya estarían en clase.

—Y entre los encargados de mantenimiento, ¿quién estaría aquí?

—De hecho, hoy están en el vestuario masculino, pintando. Ya hacía tiempo que eso se había programado. Tuvimos que enviar un aviso de que hoy el vestuario permanecería cerrado, hasta que se secara la pintura. Así que aquí no habría nadie. El material de pintura se guarda en el cuarto de mantenimiento de la escuela.

Susan miró a su hermano y advirtió que cada detalle se le clavaba como un estilete, provocándole un dolor nuevo y único. Varios factores pequeños se habían conjugado para brindarle una oportunidad al asesino. Ella, por otra parte, notaba un frío inconfundible y absoluto dentro de sí, como si cada dato no hiciera sino alimentar la rabia que se acumulaba en su interior. No era una sensación distinta de la que la había invadido al contemplar las fotos de jóvenes asesinadas.

—Bien —dijo Jeffrey, interviniendo en la conversación—. Ella no se presentó a clase. ¿Qué sucedió entonces? —inquirió con cierta dureza en el tono.

—Bueno, no recibí todos los informes de inasistencia hasta media mañana —respondió la subdirectora—. El procedimiento establecido consiste en llamar a casa del alumno que no nos ha comunicado la razón de su ausencia. Poco después del mediodía, llamé a la residencia de los Lewis…

—Nadie contestó, ¿verdad?

—Bueno, los dos padres trabajan, y no quise molestarlos en sus oficinas. Pensaba que Kim cogería el teléfono. Supuse que estaba enferma. Hemos tenido varios casos de una gripe que deja a los chicos fuera de combate. Básicamente se pasan el día durmiendo hasta que se curan…

—Nadie contestó, ¿verdad? —preguntó de nuevo Jeffrey, alzando la voz.

La subdirectora le dedicó una mirada de indignación.

—Correcto —dijo.

—Y luego, ¿qué hizo?

—Bueno, decidí volver a llamar más tarde, cuando ella se hubiera despertado.

—¿Llamó al Servicio de Seguridad para decirles que una alumna suya había faltado a clase y no había dado señales de vida? El director se acercó bruscamente.

—Oiga, señor Clayton, ¿por qué íbamos a hacer eso? La inasistencia no es un asunto de seguridad, sino de disciplina escolar. Es un asunto interno del instituto.

Jeffrey titubeó, pero su hermana respondió en su lugar.

—Depende precisamente del tipo de inasistencia del que estemos hablando —dijo con amargura.

—Bueno —la subdirectora soltó una risita irónica—, Kimberley Lewis no es la clase de alumna que se mete en líos. Saca sobresalientes y es muy popular.

—¿Tiene amigas? ¿Un novio, tal vez? —preguntó Susan.

La subdirectora pareció dudar unos momentos.

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