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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (69 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—¿Sigues sin verlo claro? —preguntó su padre—. ¿Todavía dudas?

—No puedo hacerlo —contestó el hijo.

Peter Curtin movió la cabeza de un lado a otro, en una muestra exagerada de desilusión.

—¿Que no puedes? Qué ridiculez. Todo el mundo puede matar si le proporcionan los estímulos adecuados. Diablos, Jeffrey, los soldados matan obedeciendo órdenes endebles de los oficiales a quienes han aprendido a odiar. Y su recompensa es considerablemente menor que la que te ofrezco esta noche. Por cierto, Jeffrey, ¿qué sabes en realidad de esta chica?

—No gran cosa. Es alumna de último año de instituto. Tengo entendido que mantuvo una relación con tu otro hijo…

—Sí. Por eso la elegí. Por eso y por lo conveniente de su horario y su costumbre de atajar por una zona deliciosamente desierta de nuestra pequeña ciudad. De hecho, siempre me ha caído bien. Es agradable, está un poco confundida respecto a la vida, pero eso es normal en una adolescente. Es atractiva, de un modo fresco y puro. Parece inteligente, no brillante ni excepcional, pero espabilada. Desde luego, con muchos números para que la acepten en una buena universidad. Aun así, no es fácil predecir qué clase de futuro la espera. Ahora bien, otras son más listas, más triunfadoras, pero Kimberly posee otra cualidad, tiene algo de aventurera. Es un poco rebelde… supongo que eso es lo que le atrajo a tu hermanastro de ella… lo que hace que sea más interesante que la mayoría de los adolescentes que este estado fabrica como en serie.

—¿Por qué me estás contando esto?

—Ah, tienes razón, no debería. Su forma de ser no forma parte de la ecuación. El hecho de que tenga una vida, sueños, esperanzas, deseos, lo que sea, bueno, eso no importa realmente, ¿verdad? ¿Qué característica de esta joven puede llevarte a plantearte siquiera que su vida puede valer más que la tuya, que la de tu hermana y tu madre, que las vidas de tantas otras jóvenes que seleccionaré en el futuro? A mí me parece la decisión más sencilla del mundo. Si la matas, te salvas a ti mismo. Y, como incentivo adicional, salvas a todas esas otras personas. Puedes poner fin a mi carrera, incluso a mi vida, como ya te he dicho. Matarla te resultaría rentable desde el punto de vista económico, estético y emocional. Una vida perdida, muchas vidas salvadas. Me parece un precio extremadamente reducido. —Peter Curtin le sonrió a su hijo—. Demonios, Jeffrey, si la matas serás famoso. Serás un héroe. Un héroe para este mundo moderno en que vivimos. Con defectos, pero decidido. Te aplaudirá prácticamente todo el mundo en todo el país, salvo tal vez los deudos de la joven Kimberly. Pero sus protestas sin duda serán mínimas. Y eso si se enteran de toda la verdad, cosa poco probable teniendo en cuenta lo eficientes que son las autoridades de este estado a la hora de encubrir la información desagradable. Así que de verdad no me explico que dudes ni por un instante.

Jeffrey no contestó.

—A menos… —prosiguió su padre despacio— que tengas miedo de lo que puedas descubrir sobre ti mismo. Eso podría ser un problema. ¿Tienes alguna ventana en lo más profundo de tu ser, Jeffrey, que no quieres abrir, ni siquiera un resquicio, por temor a lo que pueda entrar? O tal vez a lo que pueda salir… —Era evidente que Peter Curtin se estaba divirtiendo—. Ah, y supongo que eso haría que el precio de esta joven tan poco memorable se elevara un poco más de lo que habíamos previsto en un principio…

Esta era una pregunta que Jeffrey no estaba dispuesto a responder.

Observó a las dos personas que tenía delante, fijándose en el brillo en los ojos de su padre y comparándolo con la mirada gélida de su esposa. Formaban una pareja curiosamente desigual en ese momento. La mujer estaba como agazapada, encogida, ansiosa por matar. Su padre, por otro lado, se mostraba relajado, generoso con las palabras, poco preocupado por el tiempo, complacido por el dilema que estaba planteando. Para él, el asesinato no era más que el postre; la tortura constituía el plato principal. Al oír el tono de mofa de su padre, a Jeffrey no le costó imaginarse lo duros que debieron de resultar los últimos minutos de vida de tantas personas.

La luminosidad de la estancia, el calor cada vez más intenso que lo envolvía, la presión constante que ejercía su padre con sus palabras cantarinas, todo ello se conjuraba para oprimirle el pecho como el agua en las grandes profundidades. Deseaba luchar por subir a la superficie para respirar. Se percató de que en ese momento estaba atrapado en la más elemental de las trampas, y de que el hombre sentado frente a él sabía que su hijo caería de cabeza en ella: el hecho de que la diferencia entre su padre y él fuera extremadamente sutil; a él le importaba la vida. A su padre no.

Él quería vivir.

A su padre, que había segado tantas vidas, le daba igual si moría o no esa noche. Sus prioridades eran muy distintas.

Jeffrey permaneció callado, intentando recuperar la compostura con cada bocanada de aquel aire sofocante.

«Tiempo —pensó bruscamente—. Necesitas ganar tiempo.»

Su mente se puso a trabajar a toda prisa. Su hermana debía de estar a punto de llegar, pensó, y su aparición tal vez volvería las tornas lo suficiente para liberarlo del nudo que su padre había atado en torno a su corazón. Y luego, al margen de la llegada de Susan, estarían las fuerzas del Servicio de Seguridad.

Cada segundo que pasaba los acercaba más y más a una situación límite.

Miró a su padre. «Vete por las ramas», pensó.

—¿Por qué habría de fiarme de ti?

Peter Curtin sonrió.

—¿Qué? ¿Desconfías de la palabra de tu propio padre?

—Desconfío de la palabra de un asesino. Eso es lo único que eres. Quizá yo haya venido cargado de preguntas, pero tú las has respondido ya. Ahora sólo me quedan dudas sobre mí mismo.

—¿No son todas esas cosas consustanciales a la vida? —inquirió Curtin—. ¿Y quién sabe más sobre el juego de la vida y la muerte que yo?

—Tal vez yo —respondió Jeffrey—. Y tal vez yo sepa que no se trata de un juego.

—¿Que no es un juego? Jeffrey, me sorprendes. Es el juego más fascinante de todos.

—Entonces, ¿por qué estás dispuesto a renunciar a él esta noche? Si, como dices, lo único que tengo que hacer es meterle una bala entre los ojos a una completa desconocida, ¿te limitarás a agachar la cabeza y aceptar el destino que yo elija para ti? Lo dudo. Creo que estás mintiendo. Creo que estás haciendo trampa. Creo que no tienes la menor intención de hacer otra cosa esta noche que matarme. ¿Y cómo voy a comprobar que Kimberly Lewis sigue con vida? Podrías estar accionando una grabación con ese intercomunicador que tienes. Quizá la hayas dejado como a todas las demás, abandonada, tirada por ahí, como un despojo, en medio del bosque, con los brazos extendidos, en algún sitio donde no la encontrarán…

Curtin alzó la mano rápidamente mientras un destello de ira le asomaba a los ojos.

—¡Nunca abandoné a ninguna! Ése no era el plan.

—¿El plan? Sí, ya —dijo Jeffrey con sarcasmo——. El plan era pasarlo bomba tirándotelas a todas y luego matarlas, como hacen todos los tipos retorcidos y…

Curtin movió de pronto la mano como si asestara una cuchillada. Jeffrey suponía que habría furia en la voz de su padre, pero en cambio oyó un tono frío e impasible.

—Me esperaba más de ti —dijo Curtin—. Una reacción más inteligente. Más educada. —Juntó las yemas de los dedos ante sí y miró por encima del puente que formaban sus manos, clavando la vista en su hijo—. ¿Qué concepto tienes de mí? —preguntó de pronto.

—Sé que eres un asesino…

—No sabes nada —lo interrumpió Curtin—. ¡No sabes nada! No sabes comportarte en presencia de la grandeza. No me tratas con respeto. No entiendes nada. —Sacudió la cabeza—. No se trata de matar por matar, ni mucho menos. Matar es lo más sencillo de todo. Matar por deseo, matar por diversión, matar por la razón que sea. Es lo más fácil, Jeffrey. Simplemente una distracción. Si uno lo estudia todo con detenimiento, apenas presenta dificultades. El reto está en crear algo a partir de la muerte… —hizo una pausa antes de añadir—: y es por eso por lo que soy especial. —El padre miró al hijo por un momento, como si éste hubiese tenido que cobrar conciencia de todo esto antes—. He sido prolífico, pero no soy el único. He sido brutal, pero eso tampoco es nada del otro mundo. ¿Sabías, Jeffrey, que llegó un día, hace varios años, en que me encontré de pie ante el cadáver de una chica sabiendo con toda certeza que podía alejarme tranquilamente de ese lugar y que nadie entendería jamás la profundidad del sentimiento de triunfo que me embargaba? Y en ese momento, Jeffrey, caí en la cuenta de que todo era demasiado fácil de lograr. Lo que yo consideraba mi razón para vivir amenazaba con aburrirme. En ese instante, contemplé la idea del suicidio. Barajé otras posibilidades descabelladas, atentados terroristas, matanzas, asesinatos políticos, y las descarté todas, porque sabía que entonces la gente no me tomaría en serio y se olvidaría de mí. Pero mis aspiraciones eran más elevadas, Jeffrey. Quería ser recordado… —Esbozó una nueva sonrisa—. Y entonces tuve noticia del estado cincuenta y uno; este nuevo territorio en el que se depositaban tantas esperanzas e ilusiones, con una visión auténticamente americana del futuro basada en un concepto absolutamente idealizado del pasado. ¿Y quién encajaba en esta visión mejor que yo?

Jeffrey guardó silencio.

—¿Quién permanece vivo en la memoria de la gente, Jeffrey, sobre todo aquí, en el Oeste? ¿Quiénes son los héroes? ¿Rendimos honores a Billy
el Niño
, con sus veintiuna víctimas, o a su despreciable ex amigo, Pat Garrett, que lo mató a tiros? Hay canciones sobre Jesse James, un asesino de lo más despiadado, pero no sobre Robert Ford, el cobarde que le disparó por la espalda. Las cosas siempre han sido así en Estados Unidos. Melvin Purvis nos interesa muy poco. Nos parece anodino y calculador. Por el contrario, las hazañas de John Dillinger se recuerdan después de todos estos años. ¿No sentimos vergüenza ajena cuando un parásito como Eliot Ness empapela a Al Capone? ¡Por evadir impuestos y sobornar al jurado! Qué patético. ¿Te acuerdas de quién llevó la acusación contra Charlie Manson? Vamos, Jeffrey: ¿no nos sentimos más intrigados por el hecho de que se haya demostrado que Bruno Richard Hauptmann no fue el culpable que apenados por el secuestro y asesinato del bebé de Lindbergh? ¿Sabías que en Fall River aún cantan las virtudes de Lizzie Borden, una mujer que asesinaba con un hacha, por Dios? Y podría seguir dándote ejemplos. Somos un país que venera a sus criminales, Jeffrey. Idealizamos sus fechorías y pasamos por alto sus barbaridades, sustituyéndolas por canciones, leyendas y algún que otro festival, como el día de D. B. Cooper, que se celebra en el noroeste del país.

—Los forajidos siempre han tenido cierto encanto…

—Exacto. Y eso es lo que yo he sido. Un forajido. Porque voy a robarle a este estado su cualidad más importante: la seguridad. Por eso es por lo que me recordarán. —Peter Curtin suspiró—. Ya lo he conseguido. Da igual lo que me pase esta noche. Verás: viva o muera, mi entrada en la historia está asegurada. La garantiza tu presencia y la atención mediática que recibirá esta noche antes de acabarse. —Se impuso un nuevo y breve silencio en la habitación, antes de que el asesino hablara de nuevo—. Ahora ha llegado el momento de que tomemos una decisión, Jeffrey. Tú formas parte de mí, lo sé. Ahora debes asumir esa parte que compartimos e inclinarte por la opción más obvia. Es la hora, Jeffrey. Es hora de que asimiles la auténtica naturaleza del asesinato. —Miró a su hijo—. Matar, Jeffrey, te hará libre.

Curtin se puso de pie. Extendió rápidamente el brazo hacia la pequeña mesa de lectura y abrió un cajón con un leve chirrido. Del interior sacó un cuchillo grande del ejército, que extrajo de una funda color caqui. El acero pulido de la hoja serrada relumbró a la luz de la sala. Curtin admiró el arma, acariciando el borde romo por unos instantes, antes de darle la vuelta y colocar el dedo contra el filo. Levantó la mano para mostrarle a Jeffrey el hilillo de sangre que le manaba del pulgar.

Aguardó alguna reacción por parte de su hijo. Jeffrey intentó mantener el semblante lo más inexpresivo posible, mientras por dentro sus emociones tiraban de él como la corriente de resaca en una playa en verano.

—¿Qué? —dijo Curtin, sonriendo una vez más—. ¿Creías que te dejaría sobrellevar esta experiencia con algo tan antiséptico como una pistola? ¿Que lo único que tendrías que hacer sería cerrar los ojos, rezar una oración y apretar el gatillo? ¿Una ejecución distante y limpia como la de un pelotón de fusilamiento? Eso no te ayudaría a encontrar el camino al conocimiento auténtico.

De repente, Curtin arrojó el cuchillo a través de la habitación. Destelló en el aire por un instante antes de caer con un golpe seco a los pies de Jeffrey, aún reluciente, como si estuviera vivo.

—Es la hora —repitió su padre—. No tengo paciencia para aplazar esto más.

25
La sala de música

Susan se detuvo una vez más al borde de la luz para inspeccionar la parte posterior de la casa. Paseó la mirada desde una esquina apartada hasta la puerta trasera visible, absorbiendo despacio todo lo que veía, y luego hasta el otro extremo de la casa. Como su hermano antes que ella, se fijó en la grava bajo las ventanas y vislumbró los espinos plantados a lo largo de todo el perímetro. Sus ramas se entrelazaban formando una maraña impenetrable que no se interrumpía más que en un tramo de sólo un metro de largo, justo enfrente de donde ella se encontraba. Comprendió al instante que ese hueco en la barrera debía de dar directamente al pasadizo que atravesaba el bosque y llegaba hasta el garaje oculto donde Diana esperaba pacientemente a que sucediera algo.

Por un instante, Susan se quedó mirando esa pequeña brecha. Tenía el aspecto de un descuido de jardinería, como si una planta se hubiera muerto y la hubiesen arrancado. Entonces se dio cuenta de lo que era: la otra puerta.

Desde donde estaba, no alcanzaba a determinar la forma o el tamaño de la puerta. No se apreciaba la menor fisura en la pared de la casa. Si el contratista no les hubiera hablado de la puerta, ella no habría creído que estuviera allí. No tenía la menor idea de dónde se hallaba escondido el pomo, ni de cómo se abría, y cayó en la cuenta, también, de que quizá no hubiese manera de abrir la trampilla desde el exterior. Sin embargo, le parecía mucho más probable que hubiese algún mecanismo de apertura oculto. El problema sería dar con él.

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