Juego de damas (35 page)

Read Juego de damas Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

BOOK: Juego de damas
10.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hace un calor de locos ahí dentro —solía excusarse ella por el rubor y el sofoco.

Cuando llegaron al puerto de Dover se encontraron con un variopinto comité de bienvenida: Arthur y Olivia Clarke habían acudido a recibirlos, lo mismo que varios oficiales de la armada británica, y también Robert Owenson con algunos de sus amigos dramaturgos.

La despedida a bordo fue tan acelerada que las palabras se quedaron atrapadas en la garganta, adiós Sydney, adiós Domenico, suerte, éxito, amor, te deseo. Te deseo amor y felicidad y olvido. Te deseo olvido. Te deseo, Domenico.

Después cada cual siguió su camino. Ambos hacia Londres por veredas distintas, los Morgan a Great George Street, donde adquirieron una bonita casa con consulta y laboratorio, con librerías rebosantes de volúmenes, y láminas, y plata, mucha plata. Domenico Fontana al hospital militar de la calle triste donde lo aguardaba Elisabeth, envuelta en vendajes, su cuerpo devorado por la enfermedad, febril y marchita, apenas una llamita oscilante donde antes hubo un incendio.

Sydney Morgan escribió varias novelas de éxito, un libro de viajes sobre Italia, otro sobre Francia y muchas cartas que nunca llegó a enviar. Cosas de escritora, llenaba el secreter de epístolas de amor, luego les prendía fuego y comenzaba de nuevo. Siempre el mismo encabezamiento: «
Caro Domenico
», siempre el mismo final, «
Adieu, Sydney».

Domenico Fontana se presentó ante el jefe del Estado Mayor, fue ascendido a capitán del ejército de su majestad y condecorado por su valiente intervención en la campaña de Rusia, ingresó en el cuerpo de caballería, compró una casa en Oxford Street, le pidió matrimonio a Elisabeth y mezcló las lágrimas de ternura con las de compasión cuando ella, a pesar de su declaración de amor rodilla en tierra, le respondió que no. Que renunciaba a su propia felicidad a cambio de la libertad de él.

—Mírame —le dijo. Se apartó la peluca del rostro y se levantó la falda por encima de los tobillos para mostrarle lo que él ya sabía: que la viruela había transformado su cuerpo en una visión horrible—. Soy un monstruo.

Igual que Sydney, Domenico deambulaba por Londres con la esperanza de cruzarse con ella por casualidad. Tampoco él quería forzar las cosas. Temía que lady Morgan lo hubiera olvidado, que su aventura fuera una más en la biografía de la salvaje princesa de Innismore, y no era cuestión de presentarse en su casa a tomar el té sin haber sido invitado. Pero solía frecuentar las bibliotecas y los salones de lectura —ambientes en los que suponía que se movía ella— por si era posible volver a verla algún día.

Elisabeth era un ángel inocente y bueno, pero se le habían roto las alas para siempre. La viruela se había cebado en su naturaleza frágil, la había escupido de vuelta a la vida después de ramonearle el cuerpo hasta que no quedó ni una sola brizna de pasto que devorar. Jamás volvió a crecerle el pelo, ni pudo volver a caminar sin ayuda, ni a respirar sin esfuerzo. Los médicos dijeron que no tendría hijos porque su vientre estaba tan agujereado por dentro como por fuera y que viviría poco y mal, una inválida de por vida, tan frágil que hasta la más ligera corriente de aire podría llevársela por delante.

—Porque eres una mariposa —trató de consolarla Domenico, acariciándole la cara—. Y eso es lo que les pasa a las mariposas: que son bellísimas e inalcanzables, pero tan delicadas que sólo el roce de las manos puede herirlas.

El día en que le comunicaron la dolorosa noticia de su esterilidad, Elisabeth se marchitó tanto, tanto, que cuando llegó Domenico a visitarla, con un manojo de flores frescas como cada tarde, creyó que había muerto. La resucitó con el líquido de sus lágrimas sobre la cara reseca. Ella abrió los ojos y lo encontró arrodillado junto a su cama, las manos apretando las suyas, la cabeza sobre su pecho. Cuando comprobó que aún le latía el corazón dentro de aquella armadura, Domenico la contempló largamente y, con un hilo de voz, le suplicó:

—Cásate conmigo, Elisabeth.

Y ella, por segunda vez, le respondió:

—No.

Porque lo quería más que a su propia vida.

Pero Domenico no se rindió. Continuó visitándola a diario, leyéndole y cantándole, riéndole y llorándole. El asedio duró dos años a tiempo completo. Y al final, el día de su vigésimo cumpleaños, Elisabeth King claudicó.

—Me casaré contigo, Domenico Fontana, porque no conozco a nadie tan noble, tan valiente, tan adorable y tan terco como tú.

Entonces él —la luna llena, el hombre lobo— escuchó dentro de su alma la llamada salvaje de la naturaleza y aulló.

Atravesó el parque, cruzó la calle, llamó a la puerta.

Los recuerdos se le echaron encima todos a la vez cuando respiró el aroma que impregnaba la casa y lo identificó con la mezcla de violetas y jazmines que siempre envolvía a Sydney. Los olores, más aún que los sonidos, o que los sabores, son capaces de trasladar a una persona a través del tiempo y del espacio, de la vejez a la niñez, de la amargura a la felicidad, en una décima de segundo.

—Vengo a ver a la
signora
—le dijo a la doncella que le abrió la puerta del número 15 de Great George Street y le advirtió que el doctor había salido de viaje.

La mujer, algo cohibida, le hizo pasar a un salón donde crepitaba el fuego de una chimenea muy bien alimentada.

Domenico levantó la vista. Se quedó paralizado por la impresión.

—Espere aquí, señor, lady Morgan bajará enseguida.

Sobre la chimenea reposaba el retrato al óleo de todos sus deseos inconfesables juntos. La piel clara como la porcelana inglesa, la melena trenzada, la mirada ausente, la pluma en la mano y la carta sobre el escritorio, con el encabezamiento aquel, «
Caro Domenico
», sólo visible para alguien que se acercara tanto, tanto, al lienzo que llegara a tocarlo con los labios; alguien que comprendiera la letra diminuta y encriptada de Sydney, el idioma italiano, la pista, la llave, la explicación de toda la nostalgia y el romanticismo de aquella pintura que presidía el salón.

Porque lo cierto era que también a Sydney se le habían enredado los sentimientos. Era tanto el desorden, tanto el deseo, que ninguno de los dos hubiera podido retomar el curso de sus vidas si no se hubieran encontrado una vez más. El amor insatisfecho se les habría enquistado en el alma impidiéndoles ser felices y sólo habrían sabido gozar a medias, soñar a medias, vivir a medias.

—Lo pintó René Berthon —escuchó que decía la voz de Sydney a sus espaldas, y se le erizó la piel.

—Se enamoró de ti, ¿verdad?

—Supongo.

—¿Y tú de él? —Domenico temblaba—. ¿Te enamoraste del tal Berthon?

—No,
amore
—respondió ella, y Fontana cayó en la cuenta de que hablaban en italiano—. Bastante tengo con querer a dos hombres a la vez. Amar a tres sería un infierno.

No se habían vuelto a ver desde Dover. Habían pasado dos años. Él acababa de cumplir veinte. Ella navegaba por la treintena con la serenidad de una goleta experimentada en tempestades.

Domenico cayó de rodillas. Abrazó las piernas de Sydney. Lloró como un niño.

—Voy a casarme con Elisabeth —balbuceó.

—Lo sé. Me lo dijiste en aquel coche.

Le acarició el pelo, se agachó a besarlo.

—La amo.

—La amas.

—Pero te deseo a ti, Sydney.

—El deseo y el amor son cosas distintas —dijo lady Morgan—. Se complementan a veces. A veces no. A veces recaen sobre una misma persona. Pero otras veces se reparten caprichosamente. Se puede desear sin amor y amar sin deseo. Yo también te deseo, Domenico. Desde el primer día en que te vi.

—No puedo olvidar tu cuerpo, Sydney —reconoció él—. Tú has sido la primera y única mujer a la que he contemplado desnuda. En toda mi vida no habrá otra, piénsalo: si me caso con Elisabeth jamás encontraré alivio para el hambre y la sed. Seré fiel, leal, un caballero, pero renunciaré definitivamente al placer. —Calló—. Necesito conocer el tacto de tu piel y el sabor de tu boca, sentir el peso de tu carne, beber tus lágrimas y respirar tu aliento, para poder recordarlo cada vez que ame a Elisabeth y amarla de veras, con deseo.

—Me desearás a mí y la amarás a ella —murmuró Sydney—. Pero yo os amaré y os desearé a ambos. No sé qué condena es peor.

—El amor no es una condena —respondió Domenico—, sino un crimen.

Entonces, obedeciendo por fin a las órdenes de su deseo, se incorporó, la tomó en brazos, la llevó al calor del fuego y, una vez allí, tendidos los dos sobre la alfombra, comenzó a desnudarla con sumo cuidado. Despacito. Aprendiendo en cada paso a sentir con los ojos cerrados.

—Una vez. Esta vez —le dijo al oído—. Luego me marcharé para siempre.

Desabotonó el vestido y entendió que el terciopelo podía llegar a alcanzar la temperatura del agua hirviendo. Desgarró las enaguas y sacó en conclusión que la seda era el tejido más suave de la naturaleza, pero enseguida se corrigió, al notar bajo la yema de sus dedos una tersura anhelante y viva, húmeda, cálida, que no era otra cosa que la piel de Sydney erizada y temblorosa.

Probó también los sabores de la sal y del azúcar, y de las frutas prohibidas, mezclados todos ellos en la punta de su lengua sedienta. Se enredó en el pelo, se detuvo en el centro del rostro que no olvidaba y recorrió al milímetro la geografía accidentada de la salvaje Glorvina. Temió herirla cuando mordisqueó los pliegues más intrincados de su piel, pero, instintivamente, supo atender a los sonidos incitantes y a los quejidos sofocados, y a los movimientos precisos, y los comprendió, y los aprendió.

Aprendió los caminos, los ríos, los bosques, las orillas, los lagos y el modo de acceder a ellos rompiendo monte. Se dijo: «Estas laderas son todas parecidas, basta con cerrar los ojos y recordar».

Volvió a vestir a Sydney, con la templanza de un maestro de ceremonias, o de un sabio, o de un donjuán. Volvió a besarla. Volvió a mirarla. Le dijo adiós. Gracias.

Y ahora sí.

Se fue.

Cuando unos días después regresó Morgan de su viaje a Gales encontró a su mujer más bella que nunca. «Florecida», dijo, y ella calló.

—Vino de visita Domenico Fontana.

—¿De veras?

—Quería anunciarnos su boda.

—Por fin se casa el muchacho, ¿eh?

Charles se acercó lentamente a su esposa por la espalda y comenzó a desabrocharle el vestido.

—Es un buen chico —dijo Charles—. Admirable su lealtad —añadió—. Así que se casa, a pesar de todo.

—Ajá.

—Una pena cómo quedó la pobre Elisabeth, toda llena de cicatrices.

—Las cicatrices no tienen ninguna importancia —replicó Sydney—. Una cosa es el deseo y otra el amor.

—Pues yo te quiero y te deseo.

Sydney se volvió a mirarlo.

—Yo también te quiero, Charles Morgan, con toda mi alma y todo mi cuerpo.

Él había logrado despojarla del vestido y acariciaba la seda de sus enaguas con auténtica fiereza.

—¿Te parecería bien si le enviáramos este cuadro como regalo de bodas? —sugirió Sydney haciéndose la inocente—. Dijo que le gustaba muchísimo.

—Claro —respondió el señor Hyde antes de comenzar a mordisquear su cuello—. Ya sabes lo que opino de él. No te hace justicia, amor mío. Además, cada vez que lo miro me acuerdo de aquel petulante pintor comiéndote con los ojos. Pero yo poseo el original. Que se fastidie Berthon.

CARTA DE LADY MORGAN A DOMENICO FONTANA

Great George Street, Londres, febrero de 1814

Estimado Domenico:

Lord Morgan y yo misma queremos hacerle llegar este obsequio con motivo de su boda con la señorita Elisabeth King. Es un retrato al óleo, obra de un joven pintor francés llamado René Berthon. Acéptelo como muestra de nuestro agradecimiento y sirva, sobre todo, como recuerdo.

Consérvelo por si alguna vez teme olvidarnos.

Sea feliz. Haga feliz a Elisabeth y no olvide que, si el amor es un crimen, al menos es un crimen romántico.

Deseándole a usted y a su futura esposa toda la felicidad que merecen, reciba un fuerte abrazo,

Lord y lady Morgan

—¿Te parece bien Charles? —dijo Sydney cuando le alcanzó la pluma a su marido para que firmara.

—¿Me pides mi opinión? —se extrañó el doctor Morgan inmerso, como siempre, en sus frascos y sus pócimas—. Tú eres la escritora.

Y firmó sin leer la nota.

Y no vio, porque no levantó la vista de su mesa de trabajo, que Sydney, al cerrar el sobre, se detenía un momento a contemplar el nombre del destinatario y después, con el recuerdo imborrable del perfume a albahaca, el brillo del sol en la cresta de las olas, la caricia de las aguane introduciéndose por todos los orificios de su cuerpo y el peso del cuerpo de Domenico al desplomarse sobre su pecho, se lo llevaba a los labios y lo besaba tiernamente.

NOTA DE LA AUTORA

La idea de escribir esta novela surgió durante unas vacaciones en el lago de Como, en el norte de Italia. En un pequeño manual para turistas titulado
Lake Como, a Journey into the Emotions
, que en sus últimas páginas contenía una selección de textos literarios sobre la región de Lario, encontré una carta fechada en 1819 y firmada por lady Morgan en la que le describía a su hermana, lady Clarke, sus placenteras vivencias en el lago. Entonces yo estaba escribiendo la novela
Agua del limonero
y decidí rendirle un secreto homenaje a esta divertida dama decimonónica: «[…] un escritorio inglés al que Greta daba el nombre de secreter por conservar aún, en el doble fondo de uno de los cajones, un pedazo de papel con la firma de lady Clarke y la fecha remota de 1812».

Una vez que terminé
Agua del limonero
, comencé a investigar sobre lady Morgan, de quien hasta entonces no había oído hablar en mi vida. Descubrí que sus memorias y gran parte de su correspondencia privada habían sido publicadas (
Lady Morgan's Memoirs: Autobiography, Diaries, and Correspondence).

Me apasionaron el personaje y sus circunstancias, y empecé a escribir esta novela en la que realidad y fantasía terminaron por mezclarse de un modo tan caprichoso que he sentido la necesidad de dar algunas explicaciones al respecto.

Sydney Owenson, Charles Morgan, Olivia Owenson, Arthur Clarke, Robert Owenson, Molly, los marqueses de Abercorn y el ejército de mártires de Sydney son todos personajes reales cuya auténtica historia aparece detallada en las memorias de lady Morgan.

Other books

Aurora Rose Lynn by Witch Fire
When Darkness Falls by Grippando, James
Broken by Skye, Vanessa
Seven-Day Magic by Edward Eager
The Sourdough Wars by Smith, Julie