Juego de damas (32 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

BOOK: Juego de damas
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Al llegar a este punto de su relato Greta Bouvier perdió el hilo. También el sentido. Un reguero de sangre brotó del lado derecho de su cráneo, justo por encima de la oreja, y fue tiñendo de rojo primero su pelo rubio, después su piel y, por último, su vestido azul celeste.

Francesca era rápida de reflejos. Tanto que había aprovechado un instante de distracción en el que la dama le había dado la espalda para agarrar la botella de coñac y rompérsela en la cabeza. Greta se había desplomado a sus pies y, en su caída, se había golpeado en la frente con la mesa. Ahora la sangre cubría también sus ojos, su nariz y su boca.

Claudia salió de detrás de las cortinas con una sonrisa siniestra que le cruzaba la cara de oreja a oreja y con el libro en las manos.

—¡Muy brava, Franchie! —felicitó a su hermana dando palmas—. ¡Se lo tiene bien empleado la muy bruja!

Francesca continuaba de pie, pálida como un cadáver, con la botella hecha añicos cogida por el cuello en la mano.

—¡Calma, niña, que pareces tú la muerta! —se rió Claudia.

—Entonces, ¿la mato? —preguntó con la esperanza de que su hermana encontrara otro modo de terminar la historia.

—Sí, Franchie —respondió Claudia—. La matas de un botellazo.

—Pues vaya final de mierda —protestó Francesca.

—No te equivoques. Esto no es el final. Todavía no has leído la carta de Olivia Clarke. Te recomiendo que te des prisa en hacerlo, no sea que vuelva Tom y te encuentre ahí como un pasmarote con las manos llenas de sangre. ¿Cómo le convenceríamos entonces de que todo esto no ha sido más que un desgraciado accidente? Limpia los cristales, esconde los restos de la botella, coge la maldita carta, léela y cuéntales a todos que sufrió un desmayo y se cayó sobre la mesa. Tienes suerte de que los criados no hayan oído el golpe.

Francesca cumplió una a una todas las órdenes de su hermana. Cuando terminó de limpiar los restos del desastre, se arrodilló junto al cuerpo inerte de Greta y, con suma delicadeza, despegó los dedos de la dama del sobre que lo aprisionaban. Después lo abrió teniendo cuidado de no mancharlo de sangre, sacó la carta, la desdobló y comenzó a leer.

Lo primero que le llamó la atención fue el nombre de la destinataria. Francesca siempre había dado por hecho que lady Clarke había escrito aquella carta a su hermana Sydney para alertarla de algún peligro. Sin embargo, no era el nombre de lady Morgan, sino el de la
signora
Fontana, el que aparecía en aquel viejo sobre. ¿Qué tendría que decirle Olivia a la madre de Domenico? En ningún momento de la narración había habido constancia de que ambas damas se conocieran; mucho menos de que hubiera llegado a establecerse una correspondencia entre ellas. Si nunca se habían encontrado y nunca se habían escrito antes, ¿qué asunto de interés común sería aquel que las había impulsado a comunicarse por carta?

El otro detalle que la intrigó fue la fecha. Diciembre. Casi cinco meses después de los terribles acontecimientos de Como. ¿Tal vez un descubrimiento posterior? ¿Algo que arrojara alguna luz sobre el incierto paradero del joven Fontana?

CARTA DE LADY CLARKE A ALBERTA FONTANA

Great George Street, Londres, 20 de diciembre de 1812

Querida signora Fontana:

Aunque usted no me conoce, y lo más prudente, por el bien de ambas y el de nuestros seres queridos, es que nunca lleguemos a encontrarnos, me decido a escribirle esta carta hoy, 20 de diciembre, con los regalos de Navidad ya envueltos y esperando a los pies del abeto el mágico momento en el que la casa se llene de alegría y música, la celebración de la vida, mientras probablemente usted, allá en su villa italiana, continúe llorando desconsolada la pérdida de su hijo Domenico.

Soy madre, donna Alberta, y no puedo permanecer callada, a pesar de que si alguien llegara a interceptar esta carta tanto su familia como la mía quedarían expuestas a un grave peligro. Por eso le ruego que tras leer lo que tengo que decirle, la esconda o la destruya. No permita que nadie la descubra jamás.

Signora Fontana, prepárese para recibir la mejor noticia de su vida: ¡su hijo está vivo!

El joven Domenico nos trajo a lord y a lady Morgan de vuelta a Inglaterra y los protegió durante los largos días de viaje. Es un héroe.

Me devolvió a mi hermana Sydney sana y salva. Llena de contradicciones, de pájaros en la cabeza, de ideas alocadas y sentimientos revueltos, pero viva, sí, tanto que a veces temo que salga volando hacia quién sabe qué firmamento inventado.

No he podido agradecerle a Domenico lo que hizo por mí. Por supuesto, él no imaginaba el incalculable regalo que me estaba haciendo cuando tomó la decisión de arriesgar su vida para salvar la de ella, pero así ocurre siempre: muchas veces nuestros actos, para bien o para mal, tienen consecuencias inesperadas en los demás. Incluso en aquellos que no conocemos.

Pero yo me siento en deuda con él y, de algún modo, también con usted, que lo trajo a este mundo y lo encaminó hacia el bien. Me consta que su ama de llaves, Abbondia, permanecerá callada como una muerta, con el secreto quemándole la lengua pero en silencio, y no lo contará por muchos años que viva, porque así se lo juró a Domenico ante la santa Biblia: que nunca diría nada de lo que ocurrió aquella noche, ni siquiera a usted, para no ponerla también en peligro.

Yo no juré nada. Sólo lloré de alegría las mismas lágrimas que seguro que derramó usted de desesperación al creer que su hijo había muerto y que no volvería a abrazarlo, ni a besarlo, ni a verlo.

Vengo de arropar a mis niños en sus camas. Duermen un sueño tranquilo y feliz. Si murieran, si tuviera que padecer un tormento como ése, creo, signora Fontana, que preferiría quitarme la vida, aunque después me esperara el más espantoso de los infiernos.

Así la imagino a usted, debatiéndose entre la idea de soportar el sufrimiento o la de ponerle fin; la cobardía ganándole terreno a la fe, a la resignación, a la esperanza. Sueño con usted, la llevo todo el día en mi pensamiento, cargo con su angustia como si fuera la mía y, a pesar de todo, hasta el día de hoy, no me he decidido a devolverle lo que es suyo: las ganas de vivir.

Perdóneme, he tenido miedo. Un miedo visceral a poner en peligro a aquellos que más quiero. Pero, finalmente, avergonzada y arrepentida, he llegado a la conclusión de que no hay riesgo mayor ni amenaza más sobrecogedora que la de cargar con el peso de esta mentira en la conciencia.

Le deseo paz, una vida larga y feliz, plena y fructífera, y que cuando cuente a sus hijos: uno, dos, tres, cuatro… como hacemos todas las madres del mundo, para convencernos de que es verdad, que el regalo de Dios es cierto, reserve un número para Domenico con la certeza de que sigue con vida y que algún día, no muy lejano, volverá a reunirse con él.

Su amiga del alma,

Olivia Clarke

Francesca sentía que la habitación entera daba vueltas alrededor de su cabeza. Había perdido el control. Tenía frío, a pesar de que en la mansión Bouvier hacía siempre un calor de espanto. Temblaba. La carta aparecía borrosa, lo mismo que su noción de la realidad. Greta sangraba sobre la alfombra y Claudia sonreía como una imbécil.

—¡Sorpresa! —le dijo como si fuera divertido hacer bromas sobre algo tan serio como aquella revelación.

—¿En qué quedamos? —dijo Francesca en voz alta—. ¿Murió Sydney o no murió? ¿Fue un accidente o un asesinato? ¿La amaba Charles, la amaba Domenico o la única que la quiso de veras fue su hermana Olivia?

Pero Claudia se reía con carcajadas de loca. Todo su cuerpecito endeble se agitaba como gelatina, como la naturaleza viscosa de una medusa fuera del agua. Daban ganas de pisotearla y reducirla a diminutas partículas cristalinas. Aunque lo más probable, de haber tenido el valor de trocearla, hubiera sido que se reprodujera un millón de veces. Que le salieran patitas venenosas y que la habitación entera se transformara en una inmensa pecera de vidrio.

¡Dame el libro! —exigió a Claudia arrancándole el viejo tomo de las manos.

Francesca había perdido la confianza en su hermana. La sospecha de que, en lugar de leer, Claudia se inventaba la historia, o al menos gran parte de ella, con esa imaginación suya tan impredecible, que igual se le podía ocurrir matar a un personaje que resucitarlo, se estaba convirtiendo en una certeza.

—¿Dónde pone lo del beso de Sydney y Domenico? —inquirió mientras pasaba páginas y páginas sin encontrar el párrafo que buscaba—. ¿Dónde lo del sable del doctor Morgan atravesando de una sola estocada los dos corazones?

Claudia siguió carcajeándose a sus anchas.

—Hay cosas que no se escriben —logró articular por fin entre risa y risa—. Se saben, Franchie, se cuentan, se susurran en las noches lúgubres. Ya te lo dije al principio: son como las criaturas del
piccolo popolo
, sólo se habla de ellas en secreto, en la oscuridad del bosque, en los murmullos de la gente, en el fuego de las chimeneas o en el silencio sepulcral de los camposantos. A mí no me hacen falta estúpidos libros como esta
Historia romántica de Lario
para saber lo que le ocurrió a Sydney Morgan —concluyó.

Y entonces comenzó a leer en las palmas de su mano, siguiendo el trazado de las líneas del pasado, del presente y del futuro, sin parpadear, sin detenerse siquiera a tomar aire, describiendo los hechos como si los estuviera contemplando en una bola de cristal o como si se los estuvieran soplando al oído las otras ánimas de su cementerio.

XXX

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

Para llegar a la ruinosa Villa Pliniana, abandonada a su suerte desde tiempos inmemoriales, primero había que atravesar un tupido bosque de fresnos y castaños, después desafiar las gargantas de roca y musgo y, por último, cruzar por detrás de la cascada, soportando el estruendo del agua al romper contra las pozas heladas del fondo.

Al final de semejante odisea se alzaba impasible la antigua construcción romana a la que su dueño, Plinio el Joven, solía referirse como La Tragedia, en contraposición a su otra propiedad, La Comedia, que aún resistía las embestidas del tiempo en Como. Dada su inaccesibilidad, aquel palacio llevaba años cerrado y deshabitado. La hiedra se había apoderado de sus paredes, la lluvia se colaba por las grietas del tejado, las palomas anidaban al abrigo de sus ventanas y no había vidrieras sino telarañas, y no había puertas sino zarzamoras. Sin embargo, la escalera de piedra todavía continuaba en pie y, desde lo alto de la torre central, bajo el ábside, se divisaba una vista completa del lago, con Villa Garrovo perfectamente reconocible al fondo y la orilla izquierda desde Como a Nesso bien iluminada por los relámpagos.

El joven Domenico y la vieja Abbondia se asomaron al abismo y recibieron una bofetada de viento y agua en la cara.

—Volvamos a casa, niño mío —suplicó ella—. ¡Qué nos importa a nosotros la suerte de lady Morgan!

—¡Calla, Abbondia! —recriminó Domenico agudizando la vista.

—Ya ves lo que ocurre cuando se violan las leyes de la naturaleza —continuó la vieja—. El lago se encarga de hacer justicia.

Llovía del revés: del lago al cielo. De abajo arriba. Gotas negras, puntiagudas, remolinos de espuma y hojas, olas de tres metros. Flotaban los peces panza arriba, se desmoronaban las paredes de barro de las orillas y se llevaban con ellas árboles centenarios, apriscos de ovejas, barcas de pesca, velas y redes.

En medio de aquel infierno, tan sólo un punto blanco en el horizonte, navegaba Sydney Morgan a la deriva, los remos perdidos y el timón roto. Domenico la reconoció. Hizo señas. Gritó.

—¡Déjate llevar, Sydney! ¡No intentes luchar contra la corriente!

Pero ella no le oyó. Se giró en redondo, extendió los brazos. Perdió el equilibrio. Se cayó al agua.

—¡No! —Abbondia sujetó a Domenico, que estuvo a punto de saltar desde lo alto de Villa Pliniana hacia una muerte segura.

—¡Suéltame, Abbondia! —gritó Domenico desde la torre de Villa Pliniana, incapaz de liberarse de la fuerza descomunal de la bruja.

—Sólo si me obedeces —respondió ella, el pelo blanco transformado en plata y los ojos negros en zafiros de un azul penetrante y mágico—. Deja que se cumpla su destino, niño mío. Yo te guiaré hasta la orilla. No podemos hacer otra cosa.

En ese momento, asombrados ambos, atónitos, aguzando la vista, divisaron en la lejanía otro balandrito igual de endeble que hacía su aparición por detrás de las olas. A bordo, a merced de la tormenta, estaba ni más ni menos que el doctor Morgan, que remaba con todas sus fuerzas hacia su esposa Sydney, la cual, con tafetán y botines, había ido a dar de cabeza al lago.

—¡Él! —exclamó Domenico.

—Su destino —replicó la anciana abrazándolo.

Charles Morgan soltó los remos, se aferró a las argollas oxidadas y le dijo a Dios que confiaba en su infinita misericordia, que se arrepentía de haber provocado su ira con aquella ciencia del demonio, que si le permitía vivir lo suficiente le demostraría su devoción, que se consagraría a los pobres y desamparados, que toda su capacidad de estudio, todos sus descubrimientos médicos, todo su esfuerzo y su trabajo los pondría al servicio del creador, no al de los hombres, porque acababa de encontrar el sentido de la vida.

Y el buen Dios le tomó la palabra.

El doctor Morgan ignoraba que su esposa sabía nadar. Ni en Dublín, ni en Londres, ni en Baron's Court había tenido la oportunidad de aprender una disciplina que, por otra parte, quedaba reservada a los hombres. Por eso, en cuanto vio desaparecer el cuerpo menudo de su mujer entre las aguas, se puso en pie y saltó por la proa de su barquito, incapaz de idear un plan mejor que el desesperado de jugarse la vida.

De brazada en brazada, tragando agua y lluvia, maderas y hojas, logró alcanzarla a medio camino entre la salvación y la muerte segura sólo para comprobar que la brava Glorvina, princesa de Innismore, no necesitaba su ayuda para seguir viviendo. Ella sola se las valía muy bien para desafiar las tormentas. Nadaba como una rana, sí. O como un perro empapado, pero era perfectamente capaz de llegar sana y salva a tierra firme.

—¡Sydney! —le gritó, con la boca llena de lago—. ¡Sydney Morgan, espérame! ¡Déjame rescatarte!

—¡Charles! —respondió ella, incapaz de creer que su marido fuera, a pesar de todo, el héroe de sus cuentos de niña.

—Sé que no te hago ninguna falta, princesa Glo, pero, mírame, me estoy ahogando. ¡Te necesito!

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