—Ta, ta, ta, ta, ta.
Y cada ta, por el tono con que D. Álvaro le suelta, parece un centón de blasfemias y una letanía de maldiciones.
Doña Inés suele acudir entonces y dice:
—¿Por qué chillas tanto, diantre de hombre? Lo que tú padeces nada vale en comparación de la hiel y vinagre que dieron a Cristo. ¿Piensas tú que chilló nunca Job en el muladar tanto como tú chillas ahora? ¡Sufre y ganarás el cielo!
—¡Ta, ta, ta, ta, ta! —dice D. Álvaro algo resignado.
Doña Inés suele también moverse a compasión y dice a Calvete:
—¡Muchacho!, haz alguna de tus chuscadas para que el señor se distraiga y regocije.
Y contesta Calvete:
—Pues si las hago a manta y el señor rabia y chilla más. Como está tan jaquecoso…
Y exclama don Álvaro:
—¡Ta, ta, ta, ta, ta!
Se cuenta en el lugar (casi no queremos creerlo) que cuando está D. Álvaro muy mal y siente físicamente muchos dolores, arma tan incesante y fatigosa retahíla de ta, ta, ta, que aburre a todo el mundo, alborota la casa, y hace que doña Inés pierda la circunspección y la paciencia que ella suele recomendar, llegando una o dos veces hasta a decir a su marido:
—Cállate, hombre indigno, y padece por el amor de Dios, que no sin justo motivo te castiga. No te verías así si no hubieras tenido una vida tan depravada. Y al fin yo creo que te quejas un poco de vicio. Tú tienes miedo porque piensas te vas a morir. Ya, ya; bien pesado has sido para todo y me parece que vas a serlo también para morirte.
Y como don Álvaro contesta con acento muy triste:
—Ta, ta, ta, ta, ta; —el noble corazón de su esposa se enternece; y arrepentida ella de las frases duras que se le han escapado, se acerca a don Álvaro con cariño, y para función de desagravios, le da un blando cogotacito, le pasa la blanca mano por la papada o le pega en las narices un amoroso capirotazo.
D. Álvaro sonríe consolado, y beatificado exclama:
—Ta, ta, ta, ta, ta.
Así va tirando aún el ilustre descendiente, según pretende su ejecutoria, del más heroico de los doce pares.
En cuanto a doña Inés, afirma mi amigo el diputado, que está hermosa y fresca todavía y que pudiera hacer el papel de Angélica, aunque algo metida en carnes. Conserva todas sus virtudes, incluso la prolífica, y en estos últimos años ha conseguido que los vástagos de su ilustre casa lleguen a la docena.
El cacique permanece soltero e imperando en el lugar con la sabiduría y la moderación de los Antoninos en Roma.
La señora doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua ha sufrido con resignación algunos reveses de fortuna. Entre otros ha perdido un pleito de importancia. Sus rentas han quedado reducidas a menos de la mitad. Apenas tendrá ahora doce mil reales al año. La disminución de sus rentas, en vez de disminuir, ha aumentado sus ganas de casarse. Ha buscado compañía doméstica que la consuele. Y tal vez por no encontrar partido mejor, ha apechugado con el boticario don Policarpo, el cual, si bien es feo, es inteligente y tan gracioso que nadie debe maravillarse de que seduzca y enamore con su labia a una mujer de talento. Doña Agustina, además, se manifiesta muy ufana de haber vencido la repugnancia al matrimonio de tan pertinaz solterón, y, lo que es más trascendental, de haber traído al gremio de los fieles a aquel impío extraviado que ahora va a misa y cumple con todos los preceptos.
A lo que se presume, desde que doña Agustina empezó a mostrársele propicia, D. Policarpo discurrió sobre poco más o menos de esta suerte:
—No se comprende ni se explica cómo, por el proceso evolutivo del ser, aunque haya durado millones de años, por el concurso fortuito de los átomos, y por su fatal y ciego prurito y constante tendencia a la perfección, ha podido aparecer sobre nuestro planeta, después de prolongadísima serie de transformaciones, un mamífero tan primoroso y apetecible como doña Agustina, dotado además de claro entendimiento y de voluntad benigna, y con el portentoso don de la palabra, que le sirve para transmitir las ideas más agradables en contestación a las que salen de mi cabeza y a las voliciones de mi corazón. Acrecienta lo inexplicable de este prodigio, si no presuponemos una Providencia personal y sapientísima que todo lo dirige, el que posea aún el mencionado mamífero doce mil reales de renta y el que se vista y calce con sumo primor, elegancia y decoro, lo cual implica, por un lado, el desenvolvimiento de la sociedad, a través de los siglos, para crear las leyes, para sostener la paz, para fomentar la agricultura y para hacer que haya herencia y propiedades individuales; e implica, por otro lado, según se comprende muy bien cuando se estudia la economía política, la multitud de milagros del comercio, de la industria, de las artes textiles, indumentarias y de curtido de cueros, y otras mil agudas invenciones, como la división del trabajo y como el objeto que vale por sí y representa además y mide con exactitud lo que valen los otros objetos, facilitando la circulación y los cambios, sobre todo si se le añade cierto descubrimiento más sutil aún, o sea la virtud representativa de todo lo que vale por algo que por sí vale poco o nada y que se llama crédito, difícil de adquirir no obstante, pues yo carezco de él aunque le deseo. La primera causa de todo lo cual es absurdo que sea el acaso sino una potencia suprema y anterior a todo, la cual dio el impulso inicial al linaje humano, le marcó el camino y guió con orden su marcha por la interminable senda del progreso.
Esto o algo por el estilo pensaba D. Policarpo, y era creyente.
En aras de su amor a doña Agustina y de su renaciente fe, se cortó aquella uña maldita del dedo meñique, vara de virtudes de Satanás, y no volvió a electrizar, ni a magnetizar, ni a encender candiles, ni a tirar cañonazos con ella.
Se cortó la uña como se cortan los toreros la coleta cuando dejan de torear y se retiran a la vida privada.
Se cortó la uña, despojándose de sus fuerzas taumatúrgicas y teratológicas, por obra y gracia de las tijeras de doña Agustina, que fue la piadosa Dalila de este Sansón de nuevo cuño.
Doña Agustina, sobre un fondo de raso color de púrpura, para que resaltase mejor, colocó y guardó la uña, como trofeo de su victoria, en un
passepartout
muy bonito que colgó en su alcoba.
Por bajo de la uña quiso poner un letrero explicatorio, y rogó a D. Andrés que le pusiese. D. Andrés que, como ya sabemos, era muy erudito y que asimismo era algo guasón, recordó el cambio glorioso de Napoleón I, en los últimos años de su vida, y no creyendo menos glorioso el cambio del boticario, le aplicó los versos de Manzoni, y escribió de buena letra por bajo de la uña y defendido todo por un cristal:
«Bella, inmortal, benéfica
Fede ai trionfi avezza
Scrivi ancor questo».
Juana la Larga es dichosísima al ver la felicidad de su hija y de su yerno: adora a sus nietecillos, los consiente, los mima y les ríe todas las gracias, hasta las más pesadas y olorosas.
Para que se críen robustos, después que los ha amamantado Juanita, Juana los desteta con chorizo, longaniza y asadura de cerdo.
Su actividad culinaria no decae, a pesar de su edad. Sigue haciendo la matanza, la carne de membrillo, el arrope y las frutas de sartén, en las casas más principales. Ha importado nuevos guisos en la cocina local y hasta inventado dos o tres con sorpresa y general aplauso de los gastrónomos.
El padre Anselmo está achacosillo y muy viejo, pero alegre y sereno con la esperanza de su tránsito a mejor vida. Ya no le pesa, antes se regocija, de que Juanita no sea monja, porque la quiere mucho y se le cae la baba cuando la ve tan hermosa y cuando oye su dulce voz y sus discretas razones.
Doña Inés, no obstante, sigue siendo su preferida, por lo mística que es y por la mucha teología que sabe.
Por último, el diputado novel ha pedido y recibido con frecuencia las noticias que de Antoñuelo se tienen en el lugar. Allá en el Río de la Plata, a donde el cacique le obligó a que emigrase, se dedicó al comercio y prosperó mucho. Aunque nunca quiso inscribirse en el consulado, para ahorrarse tres o cuatro duros, acudió con frecuencia a la legación pidiendo que España reclamase diplomáticamente en su favor contra mil agravios y daños que del gobierno argentino había recibido, y que exigiese con amenazas de bombardeo que dicho gobierno le diera una indemnización muy cuantiosa. Pero ni le indemnizaron de nada, ni por amor suyo hubo bombardeo, y él adquirió tan mala reputación y crédito que consideró prudente irse a Cuba. Ya en la Habana, como es mozo gentil y de rostro blanco y sonrosado, logró cautivar el sensible corazón de una rica heredera, muy subidita de color. Casado con ella, vivió con tanta pompa y decoro, dando comidas y saraos y paseando en quitrín, acompañado de su mujer, tan ricamente vestida que parecía la reina de Saba, que se empeñó, hipotecó los predios urbanos y rústicos y acabó por tener más deudas que pelos en la cabeza. A lo que parece, a fin de consolarse y de remediarse, se ha hecho ahora partidario de la independencia de la perla de las Antillas, y ya sueña con ser en Cuba libre un Dictador como el Doctor Francia en el Paraguay o como Rosas en Buenos Aires, o un Emperador, como Faustino I en Haití, aunque tenga que tiznarse con hollín: ya, con más modestia, forma un plan que muchas personas creen desatino, aunque tal vez no lo sea. Espera que por filibustero y laborante, le secuestren los bienes, porque entonces, según dice, se irá a Nueva-York, se hará ciudadano de la Gran República, y, nuevo Coriolano español, obligará a su ingrata patria a darle una indemnización
di primo cartello
. Aunque tenga que ceder a los Fabricios, Cincinatos y Catones de escalera abajo y de quinta clase, que acaso haya en las orillas del Potomac, las cuatro quintas partes de lo que se extraiga a la paciente y semiforzosa longanimidad de España, siempre le quedará otra quinta parte, con la cual podrá vivir como un príncipe en una magnífica casa de la Quinta Avenida. Allí brillará su morena consorte, que habla ya el idioma de Shakespeare y de Milton, como la más ilustrada,
talkative
y
funny
inglesita
De la fecunda zona,
Que al sol enamorado circunscribe
El vago curso, y cuanto ser se anima,
En cada vario clima,
Acariciada de su luz, concibe.
FIN
Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.
Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.
En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.
Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.
Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).