—Con la amenaza del fin venidero, indujo a mucha gente a reflexionar sobre sus propias acciones y a encontrar a Dios —explicó Michi.
—No… no me lo creo.
Michi fue a buscar la Biblia, la hojeó y dijo:
—Hay muchos pasajes, mira, por ejemplo, en Mateo, 25: 41, Jesús dice: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles».
—Sabes mucho del tema… —farfullé. Y luego pregunté atemorizada—: ¿Conoces los criterios de admisión para el reino de los cielos?
—Tú crees de verdad que ese hombre es Jesús —constató Michi.
Parecía asustado. Daba la impresión de que mi miedo se le transmitía lentamente. O quizás sólo se preocupaba por mí.
—Lo que hay que hacer —explicó a continuación— no se especifica en el Apocalipsis de san Juan. Pero calculo que, si has vivido conforme a los muchos mandamientos que hay en la Biblia, no tendrás ningún problema.
—¿Muchos? Pensaba que sólo había diez.
—Hay muchos más, la tira. No menos de setecientos —explicó Michi.
Soltó una risita nerviosa porque vio que un sudor frío me empapaba la frente. Entonces, mis poros entraron en sobreproducción: ¡no me sabía ni los diez mandamientos! Excepto cosas como «No matarás», «No robarás», «Honrarás a tus padres»…
¡Oh, oh! Honrarás a tus padres, ¡ahí teníamos ya el primer problema! ¿Qué pasaría con los mandamientos que no conocía?
Le pedí a Michi que me enseñara otros mandamientos.
—Pero es que hay muchos que no te afectan.
—¿Por ejemplo?
—En el quinto libro de Moisés: los hombres no llevarán vestidos de mujer.
—Mal asunto para David Beckham —dije.
Michi cogió la Biblia y me enseñó otro mandamiento.
—«No aparearás bestias de diversa especie», Levítico, 19: 19.
—Ya se lo diré a los conejillos de Indias y a los perros —comenté, y no me dio la sensación de que avanzáramos con esas normas.
Michi continuó hojeando.
—«Si mientras riñen dos hombres, uno con otro, la mujer del uno, interviniendo para librar a su marido de las manos del que le golpea, agarrase a éste por las partes vergonzosas, le cortarás las manos sin piedad», Deuteronomio, 25: 11-12.
—Un caso como sacado de la vida misma —opiné impaciente. Tenía un canguelo bestial y sólo escuchaba normas inútiles.
Michi quería leerme también los preceptos del aseo del tercer libro de Moisés, que trataban de la eyaculación masculina, pero le quité la Biblia de las manos.
—Ahora no me apetece oírlo.
Asintió comprensivo y opinó:
—Creo que realmente basta con observar los diez mandamientos.
Puesto que no los recordaba con exactitud, le pedí a Michi que me enseñara dónde salían los diez mandamientos. Y, por primera vez en mi vida, me concentré de verdad en la Biblia. Lo que no consiga el instinto de conservación…
* * *
Los dos primeros mandamientos no supondrían ningún problema: amarás al Señor y no tomarás su nombre en vano. Correcto. Aunque, por un breve instante, volví a imaginar a Dios tumbado en el diván del psiquiatra porque presentaba los síntomas típicos de un
friki
del control.
El tercero también era aceptable: tenía que descansar el séptimo día. Eso lo había cumplido toda la vida, nunca había formado parte de los
workalcoholics
que trabajan todo el fin de semana. En cierto modo, me divirtió la idea de que los defensores de la sociedad competitiva no entrarían en el cielo por eso… Tampoco había matado ni cometido adulterio (nunca había estado casada y nunca me habían interesado los hombres casados). Tampoco había robado nunca (como mucho, había tomado cosas prestadas y no las había devuelto) y no había deseado la casa ni la mujer de mi vecino (el mandamiento no decía nada de «desear hombres»).
Michi consideró que el miedo al estanque de fuego me había llevado a barrer para casa en el tema de los mandamientos. Tenía razón, claro, puesto que yo había deseado a menudo a los hombres de otras mujeres. Demasiado a menudo. Y, para mi gusto, demasiado a menudo no los había conseguido.
También había faltado al décimo mandamiento y, de hecho, siempre deseaba cosas del prójimo: el descapotable de Marc, la colección de zapatos de mi compañera de trabajo, la figura de Jennifer Aniston…
Pero lo que más dolores de cabeza me provocaba era el cuarto mandamiento, ¡aquella tontería de los padres! ¿Tendría tiempo de arreglarlo hasta la llegada del fin del mundo, fuera cuando fuera?
* * *
Poco después, entré excitada en la consulta de Urología de mi padre. Le pregunté a la recepcionista, Magda, una mujer que había envejecido con él en la consulta, si podía pasar. Me acompañó de inmediato al despacho y se empeñó en prepararme un vaso de leche con cacao. Se obstinaba en ignorar que yo ya tenía treinta y cuatro años.
Mi padre, vestido con la bata blanca de trabajo, estaba sacando del armario muestras de medicamentos caducados para donarlos a una ONG en África y se sorprendió al verme.
—¿Qué haces tú aquí?
—Quería decirte que respeto tu decisión sobre Swetlana.
En la Biblia no ponía nada de ser sincera en lo tocante al respeto por los padres.
—Oh… —dijo mi padre perplejo—. Me… me alegro.
Callé y jugueteé con un pisapapeles que había sobre la mesa del despacho.
—Entonces, ¿no tienes nada en contra de que se quede a vivir conmigo? —preguntó.
—Si es lo que tú quieres, por mí está bien —mentí, y apreté convulsivamente el pisapapeles con la mano.
—Estoy barajando la idea de casarme con ella —confesó mi padre.
Saltaba a la vista que temía una reacción negativa por mi parte. Pero, como yo había ido en son de paz, se atrevió a decirlo.
—Si es lo que tú quieres… —Eso del respeto era realmente duro.
A mi padre le alegró la respuesta. Y quiso aprovechar el momento favorable.
—También pensamos tener un hijo.
—
¡¡¡Y una mierda!!!
—grité.
Mi padre se quedó conmocionado. Arrojé el pisapapeles sobre la mesa y salí precipitadamente de la consulta. Sin haberme dignado siquiera a echarle una mirada a la taza de leche con cacao de Magda.
* * *
En la puerta de la consulta, me apoyé en la pared y maldije:
—Maldita sea, ¿por qué no puedo hacerlo?
Un viejo que iba a entrar en la consulta me preguntó:
—¿Qué, también problemas de orina?
Le lancé una mirada furibunda y el hombre, atemorizado, entró zumbando en la consulta. Entonces salió Magda con la taza de leche con cacao.
—No quiero el puñetero cacao —gruñí.
—Lo querrás —comentó comprensiva.
—¡No lo querré!
—Tu padre me ha pedido que te diga que no quiere volver a verte nunca más. Que hagas las maletas y te vayas de su casa —susurró.
Me alargó la taza y yo me tomé apenada el cacao.
* * *
Cuando terminé de bebérmelo, caí en la cuenta de que aún me quedaba otro progenitor al que poder respetar. Aunque me costara horrores.
Mi madre y yo quedamos en una cafetería en la zona peatonal de Malente, pedimos unos capuchinos y empecé a honrar a mi madre. Con la misma sinceridad que antes a mi padre.
—Siento… siento mucho haberme portado tan mal contigo estos últimos años…
—No me creo una palabra —replicó mi madre.
—¿Por… por qué no?
Me explicó que había desviado la mirada y eso permitía deducir que mentía. Además, agarraba convulsivamente la cucharilla, y eso indicaba rabia reprimida.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Bah, olvídalo —contesté y me dispuse a levantarme; aquello era absurdo.
Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con los diez mandamientos, seguro que aún no habían oído hablar de madres con la carrera de Psicología acabada.
—Algo te preocupa. —Me cogió del brazo y me empujó suavemente para que no me moviera de mi asiento. Por lo visto, estaba contenta de que, por primera vez en muchos años, yo hubiera dado un paso hacia ella, y no quería que me marchara tan deprisa—. ¿Es por mi relación con Gabriel?
No contesté (no podía decirle sin más que el mundo acabaría pronto y que yo quería salvar mi culo gordo del estanque de fuego) y ella dedujo que se trataba realmente de Gabriel. Del hombre que tenía que saber que estaba albergando a Jesús en la casa parroquial. Analicé por qué Jesús había mencionado que Gabriel le había anunciado su nacimiento a María, pero ni a la de tres llegué a una explicación razonable; francamente, no me parecía un tipo que inventara máquinas del tiempo.
—Estoy sola, por eso me quedo en su casa —explicó—. Muy sola.
La miré sorprendida. Aquello no era palabrería de psicóloga. Era sincera. Y eso me dio miedo.
—¿Te arrepientes? —pregunté con cautela.
—¿De haber dejado a tu padre?
—Sí.
Guardó silencio. Mucho rato. Me impacienté.
—¿Me contestarás este mes?
—Sólo me arrepiento de haberte perdido con ello —comentó desdichada.
Por primera vez comprendí que nunca había querido abandonarme. Sólo a mi padre. Pero, en aquella época, una cosa implicaba la otra. Al saberlo, se deshizo un nudo de dolor que me oprimía el alma desde hacía veinte años.
—Sería una bobada que ahora nos abrazáramos, ¿verdad? —pregunté con voz velada.
—Y una cursilería —contestó.
—Absoluta.
—Pero no tendría nada de malo —opinó.
Ya volvía a salir la psicóloga que llevaba dentro. Pero, por primera vez en mi vida, no me molestó. Me levanté titubeando. Ella también. Y nos abrazamos.
Quizás lo de «honra a tus padres» no era tan absurdo.
* * *
De camino a casa, me sentía aliviada, y no sólo porque había conseguido mejores entradas para el reino de los cielos. Entonces me pareció ver a Sven al otro lado de la calle, hablando con… ¿George Clooney?
Los vi un instante, antes de que giraran por la esquina y desaparecieran de mi campo visual. Me froté los ojos. Pero casi habría jurado que era George Clooney.
Malente se estaba volviendo extraño.
Al llegar a casa, ignoré a Swetlana y a su hija: en ninguna parte de los diez mandamientos estaba escrito que había que honrar a las cazamaridos ni a las hijas de las cazamaridos. Fui a la habitación de Kata para explicarle que papá me había echado. Pero no estaba. ¿No dijo que se quedaba en Malente para consolarme?
Observé su dibujo más reciente. Y constaté que, en esa crítica a Dios, Kata había sido un poquito menos sutil que en la última.
La ira sagrada de Kata hacia Dios era desenfrenada, violenta y burda. Me dio miedo. Ojeé el cuaderno y vi una historieta anterior en la que le gritaba al Todopoderoso que tenía un tumor.
¿Volvía a tener un tumor?
¡Oh, no!
Dios no había escuchado mis oraciones.
Y eso me dio mucha más rabia ahora que sabía que existía de verdad.
* * *
¿Qué pasaba con Dios? ¿Por qué no ayudaba a Kata? Sí, claro, tenía muchas oraciones que escuchar. Y no disponía de un servicio de atención telefónica que pudieras sobrecargar. ¿O sí? «Bienvenido al servicio de atención telefónica de Dios. Si quiere rogar por un familiar, pulse uno. Si desea confesar un pecado, pulse dos. Si ha sido víctima de un caso de fuerza mayor, pulse tres… En este momento todas las líneas están ocupadas, disculpe las molestias. Vuelva a intentarlo más tarde…» Tu-tu-tu…
* * *
—¿Por qué haces esos ruiditos? —preguntó Kata, que entró en la habitación con cruasanes acabados de comprar, y me di cuenta de que, de puro miedo, había dicho tu-tu-tu en voz alta. Mi buen juicio era cada vez más frágil.
—Vuelves a tener un tumor —le espeté.
—No, no es verdad —replicó con decisión.
—Pero los dibujos…
—Sólo estaba procesando viejos recuerdos —desmintió con vehemencia. Se sentó y gimió; la cabeza le dolía horrores.
Acudí en su ayuda y Kata explotó:
—¡Sal de mi habitación!
¡Lo rugió con tanta rabia! Sólo una vez había sido tan agresiva conmigo. Estando en el hospital, un día se me saltaron las lágrimas mientras me contaba los terribles dolores que sufría. Mi llanto la enfureció mucho, y también me gritó que me largara.
Los ojos de Kata brillaban igual que aquel día en el hospital. Era aquella mezcla de rabia y dolor físico. La cosa estaba definitivamente clara.
Me sentí mal. Me temblaba todo el cuerpo. En parte, por furia hacia Dios. Pero en gran medida temblaba de miedo por mi hermana. No quería volver a verla sufrir. ¡Nunca más!
Y, si Dios no quería salvarla de esa enfermedad, ¡le tocaba hacerlo a su hijito!
Tan deprisa como pude, corrí a la casa parroquial y llamé. Gabriel abrió la puerta, me miró… y me cerró la puerta en las narices. Volví a llamar, Gabriel abrió de nuevo, puse un pie en el quicio, y volvió a cerrar de un portazo. Grité de dolor, brinqué a la pata coja maldiciendo, llamé otra vez, esperé en vano que volviera a abrirse la puerta, me agaché hasta la ranura del buzón y grité por ella:
—¡Me ha dicho que era Jesús!
Dos décimas de segundo más tarde, Gabriel volvía a abrirme la puerta.
—¿Dónde está Jesús? —pregunté.
El carpintero tenía que curar a mi hermana, por lo tanto, para mí ya no era Joshua, sino Jesús, el Hijo de Dios.
—A ti qué te importa —replicó Gabriel con aspereza.