Por lo visto, Dios le caía tan bien a aquella mujer como al propio Satanás. La observó con más detalle y distinguió el tumor en su cabeza. Una enfermedad que él no había inventado, que a él nunca se le habría ocurrido; simplemente, estaba en la estructura de la naturaleza y él nunca había acabado de comprender por qué. Quizás la muerte estaba metida en el ajo. Era un personaje en verdad desagradable.
En cualquier caso, una cosa estaba clara: a aquella mujer de voluntad firme no le quedaba mucho tiempo de vida. A lo sumo, uno o dos meses.
Y estaba llena de rabia contra Dios. Seguro que sería una buena candidata para el jinete llamado Enfermedad.
Mientras estuvimos sentados en la pasarela, mano sobre mano, viendo salir los primeros rayos del sol, me sentí próxima a Joshua. No a Jesús.
Próxima como hacía mucho que no me había sentido con un hombre. Y por la firmeza, y a la vez suavidad, con que Jesús me sujetaba la mano, a él le ocurría lo mismo; al menos, eso esperaba.
En aquel momento y en aquel lugar, a la salida del sol en el lago de Malente, éramos tan sólo Marie y Joshua. No M.o.n.s.t.e.r. y Jesús.
* * *
Por desgracia, yo poseía un talento increíble para destruir momentos hermosos. Porque, cuando algo era hermoso, quería que durara eternamente. Y, puesto que eso era imposible (en algún momento había que ir al lavabo), al menos quería que algo tan maravilloso se repitiera una y otra vez.
—¿Crees que podremos volver a pasar juntos una noche tan hermosa como ésta? —pregunté animada.
Joshua me miró apenado. ¿Qué pasaba? ¿Que un hijo de Dios no podía estar con una mortal? ¿Habíamos hecho algo prohibido? ¿No podría haber cerrado la boca? ¿Por qué no llevaría integrada una mordaza que me tapara la boca siempre que estuviera a punto de preguntar una tontería?
—Realmente, ha sido una noche maravillosa.
¡Él también pensaba que la noche había sido hermosa! No, ¡maravillosa!
—Pero, desgraciadamente, no pasaremos juntos ninguna otra.
Eso me llegó al alma.
—¿Por… por qué no? —pregunté con tristeza.
—Porque tengo que cumplir una misión.
No parecía muy contento con ello. Y yo estaba desconcertada. ¿Una misión? ¿No estaba de vacaciones del cielo?
—¿Qué misión? —inquirí.
—¿No has leído la Biblia? —preguntó sorprendido.
—Sí, sí, claro… —farfullé. Seguía sin atreverme a explicarle que no tenía ni idea de lo que decía la Biblia ni tampoco que habría que modernizar el lenguaje.
—Entonces sabrás por qué he vuelto al mundo.
Retiró su mano. Eso me partió el alma. Luego cogió los zapatos y se levantó.
—Que te vaya bien, Marie.
—¿Que me vaya bien? ¿No… no volveremos a vernos? —pregunté. Cada vez era más duro.
En vez de dar una respuesta clara a esa pregunta, Joshua dijo algo maravilloso:
—Tú me has dado mucho.
¿Yo le había dado mucho? Increíble.
Entonces me acarició suavemente la mejilla con la mano.
Estuve a punto de caer en coma de pura sensación de bienestar.
Luego retiró la mano de mi mejilla. Sentí mucho frío.
Y Joshua se fue por la pasarela hacia la orilla.
* * *
Quise gritarle «¡Quédate!», pero no conseguí articular ningún sonido. Tenía el corazón demasiado oprimido viendo cómo salía de mi vida por el paseo del lago de Malente.
Evidentemente, había sido absurdo abrigar la esperanza de que podría pasar con Joshua otra noche como aquélla. O miles. Pero saber una cosa no te protege del dolor.
Cuando la pena casi había conseguido apoderarse de mí, me vino una idea a la cabeza: ¿misión? ¿Qué tipo de misión?
* * *
Poco después estaba aporreando la puerta del videoclub de Michi. Abrió, esta vez aún más dormido que el día anterior. Llevaba una camiseta con el texto «¡Aquí no hay nada que ver!».
—¿Cuál es la misión de Jesús? —le espeté.
—¿Eh?
—¡¿¡Cuál es la misión de Jesús!?! —grité.
—No me chilles.
—¡NO TE CHILLO!
—Pues ya me gustaría saber qué pasa cuando chillas.
—¡¡¡ESSSTOOOO!!!
—Podrías hacer carrera como viento huracanado.
Lo miré irritada.
—Anda, pasa y te lo explico.
Se sentó junto al mostrador, se tomó un café negrísimo y me habló de las numerosas profecías sobre el fin del mundo que contenía la Biblia; las había en el Libro de Daniel, y el propio Jesús anunciaba el fin del mundo en los Evangelios, pero donde se describía más detalladamente era al final de la Biblia, en las últimas páginas, en el Apocalipsis de san Juan. Escuché fascinada a Michi mientras me hablaba de la batalla final entre el bien y el mal. De los jinetes del Apocalipsis, de Satanás y de cómo Jesús los vencía a todos en una batalla y transformaba nuestro mundo en un reino celestial, donde vivía eternamente en paz con los que creían en Dios. Sin penas, sin fatigas y, sobre todo, sin muerte. Así supe por qué Joshua había vuelto al mundo.
—Estás más pálida que Michael Jackson —afirmó Michi—. ¿Qué te pasa?
¿Se lo contaba? ¿Me creería? Seguramente, no. Pero tanto daba, tenía que explicarle a alguien lo que había vivido.
Se lo conté todo a Michi: mi salvación en el lago, la curación milagrosa de la niña, las cicatrices en los pies de Joshua y su misión. Lo único que no le expliqué fueron mis sentimientos por Joshua.
Cuando por fin acabé, Michi exhaló un suspiro.
—¡Madre mía!
—¿Me… me crees? —pregunté esperanzada.
—Pues claro que te creo —contestó Michi, usando el tono con que sueles explicar a los niños que el retrato que te han pintado es muy, muy bonito, aunque parezca una jirafa.
—No me crees —constaté con tristeza.
—Bueno, has pasado una mala época, la boda anulada y eso… Seguramente ahora quieres reprimir tus sentimientos por ese carpintero para que no vuelvan a herirte y por eso te imaginas que es Jesús…
—¡No estoy chalada! —le interrumpí.
—«Chalada» es una palabra muy fuerte…
—¡A que te doy una patada!
Estaba cabreada y decepcionada. Necesitaba tanto a alguien con quien compartir aquella locura. Michi calló un momento y luego dijo quedamente:
—Y tampoco quiero creerlo.
—¿Por qué no?
—Que el mundo se convierta en un reino celestial también tiene desventajas para algunas personas.
—¿Y eso? Quiero decir que luego no habrá muerte en el mundo, ni defectos. Suena a que tampoco habrá penas de amor. Ni acné.
—Sí, claro, pero no todo el mundo conseguirá una entrada para el reino de los cielos.
Me lo quedé mirando, perpleja.
—Todos nos presentaremos ante Dios —explicó Michi—. También los que ya están muertos, que serán resucitados. Dios abrirá el libro de la vida, donde está escrito lo que cada uno ha hecho a lo largo de su vida.
—Será un buen tocho —dije con una risita forzada.
La idea de que lo anotaran todo sobre mí no me gustó especialmente. ¿Observaban todos mis pasos los ángeles de Dios? ¿También en la ducha? ¿O en mis relaciones sexuales? ¿También cuando me lo hacía sola? Si era así, ¡ya les cantaría yo cuatro verdades a esos mirones!
—Las personas serán juzgadas por sus acciones. Las que hayan sido buenas, entrarán en el reino de los cielos.
—¿Y el resto? ¿Qué harán cuando nuestro mundo deje de existir?
—Según el Apocalipsis de san Juan, el resto serán arrojados para siempre al estanque de fuego.
—No parece muy acogedor —dije tiritando de frío.
—No tiene que serlo.
—¿Todo eso está en la Biblia?
Michi asintió con un movimiento de cabeza.
—Pero Dios es el bien, ¿no? —pregunté azorada.
—Es el mismo Dios que inundó la tierra en tiempos de Noé, que arrasó Sodoma y Gomorra y que obsequió una bonita recesión económica a los egipcios con sus plagas.
—No estoy segura de que me guste ese Dios —dije con tristeza.
—Si es cierto que existe el libro de la vida, ahora también pone lo que acabas de decir.
—¡Oh, no! —exclamé.
—Yo también prefiero al Dios que ayudó a David contra Goliat —comentó Michi.
—¿No es el mismo?
—Esa pregunta ha provocado migrañas a tropecientos mil teólogos.
—Y tú, ¿qué crees? ¿Cuál es el verdadero Dios?
—Espero que el indulgente, pero cuando observas el mundo…
No prosiguió. No quiso formular dudas respecto a sus propias creencias para no darles cuerpo.
En cualquier caso, los hechos estaban claros y no eran nada agradables: Jesús había vuelto al mundo y me había dicho que la misión para la que tenía que prepararse podía leerse en la Biblia. Por lo tanto, su misión era probablemente el Juicio Final. El mundo que yo conocía se extinguiría. Y en aquel puñetero libro seguro que aún habría más cosas malas sobre mí. ¿Iría a parar para siempre al estanque de fuego?
Entretanto
Gabriel había estado preocupado por Jesús toda la noche. No le preocupaba que le hubiera sucedido algo, sino que la desdichada de Marie le hubiera hecho perder la cabeza y desbaratara los planes de Dios. No dejaba de recriminarse por haber echado al Mesías y no haberlo seguido después. Pero la noche con Silvia había sido tan maravillosa. La carne de Gabriel no sólo era vieja, también era débil y estaba muy predispuesta.
Cuando Jesús entró por fin en la casa parroquial a las siete de la mañana, a Gabriel le costó horrores no tratarlo como a sus confirmandos cuando iban de convivencias. Con tanta serenidad como pudo y, aun así, con demasiada severidad, le preguntó:
—¿Dónde has estado?
—He ido a bailar salsa —fue la respuesta.
Gabriel tardó un poco en poder cerrar de nuevo la boca.
—Ha estado muy bien —comentó Jesús, sonriendo radiante.
Dios mío, se preguntó Gabriel, ¿sería cierta la absurda sospecha de que el Mesías sentía realmente algo por Marie? ¿La misma Marie que, con sus lloriqueos por penas de amor en las clases de confirmación, había estado a punto de empujarlo a sugerirle que cambiara de confesor? Sólo para no tener que seguir aguantándola.
Gabriel tenía que saber qué estaba pasando. Jesús tenía una misión que cumplir, ¡y no había lugar para sentimientos!
—Tú… tú… ¿sientes algo por Marie? —preguntó Gabriel con cautela.
La pregunta provocó una desagradable turbación en Jesús. No quería hablar de sus emociones, pero no había dicho una mentira jamás en la vida y tampoco quería hacerlo entonces.
—Me conmueve como nadie en mucho tiempo —dijo finalmente.
¡Gabriel estuvo a punto de gritar! ¡A punto de perder los estribos! ¡De viajar al pasado usando los poderes de un ángel y ocuparse de que Marie no naciera nunca! Pero puesto que ya no era un ángel, sino sólo un hombre, se limitó a preguntar:
—¿Cómo… cómo es posible?
—Desde que era un niño, todos han visto en mí únicamente al Hijo de Dios —explicó Jesús—, pero Marie… ve… ve en mí otra cosa.
—¿Un bailarín de salsa? —preguntó Gabriel con acritud.
—Una persona normal y corriente.
—¡Pero tú no eres una persona normal y corriente! —protestó Gabriel.
—Eso mismo le dije yo. —Jesús se sonrió.
—¿Y Marie…? —preguntó Gabriel.
—No quiso escucharme.
—Ya, claro —resopló Gabriel.
—Por un rato me sentí libre de toda preocupación —explicó Jesús sonriendo.
Gabriel no podía creerlo y resopló de nuevo.
—Incluso he aprendido algo de ella —prosiguió Jesús.
—¿A mover las caderas?
—También. Pero, sobre todo —prosiguió Jesús—, he aprendido de Marie que hay que enseñar a las personas a perdonarse a sí mismas.
Gabriel dejó de resoplar. Aquello era de una sabiduría asombrosa. Aunque hubiera salido de Marie. Realmente le… le… había enseñado algo al Mesías… ¡Increíble!
—Y también me ha dado consuelo —dijo Jesús apenado.
Gabriel conocía aquella mirada. Era la misma que Jesús tenía siempre que María Magdalena estaba a su lado. Era la mirada desdichada de «yo también necesito a alguien en mi vida».
¡Jesús sentía realmente algo por Marie! Quizás él no lo tenía claro, después de todo, le faltaba experiencia en esos temas, pero Marie le había tocado el corazón. ¡Eso estaba más que claro!
El amor probablemente era lo más extravagante que Dios había ideado. Pero el Todopoderoso probablemente no había contado con que afectaría dos veces a su propio hijo.
¿O quizás sí? Al fin y al cabo, le llamaban el Todopoderoso también porque era omnisciente. Todo aquello confundía sobremanera a Gabriel.
—Pero… no renunciarás a tu misión por Marie, ¿verdad? —inquirió titubeante.
—¿Qué? —preguntó Jesús sorprendido.
Gabriel se enfadó consigo mismo: ¿acababa de meterle una idea tonta en la cabeza a Jesús? El reino de los cielos, ¿no llegaría a erigirse en la Tierra porque él se había ido de la lengua?
—¿Lo preguntas a causa de tu amor por Silvia? —quiso saber el Mesías.
Y, con ello, consiguió a su vez que Gabriel concibiera una idea tonta: si el Juicio Final se suspendía, Gabriel podría seguir viviendo feliz con Silvia. Y disfrutando del mecanismo de sierra. Y de las cosas de las que ella le hablaba, pero aún no había querido enseñarle. El
kamasutra,
por ejemplo, parecía muy interesante.
—¿Crees que estaría bien esperar un poco? —preguntó Jesús inseguro. Estaba clarísimo que él también quería pasar más tiempo con Marie.
Gabriel luchó consigo mismo. Seguro que en aquel momento intentaban hacerlos caer en la tentación, a él y a Jesús. Tenía que batallar contra aquellas emociones. Tenía que mantenerse firme. ¡Por el amor de Dios!
—Parte hoy mismo hacia Jerusalén —apremió al Mesías—. Tienes que erigir el reino de Dios en la Tierra.
Jesús reflexionó, meditó sobre sus deberes y declaró:
—Tienes razón.
Cogió la caja de herramientas del armario y se despidió.
—Adiós, viejo amigo.
—Adiós —contestó Gabriel.
Luego, el Mesías salió de la casa parroquial. Gabriel lo miró mientras se alejaba y pensó: una cosa tan boba como el amor ha estado a punto de desbaratar el plan de Dios.
Cuando recuperé el habla, le pregunté a Michi:
—¿Y… y Jesús también lo anunció?
Seguía sin poder imaginarme que Jesús, que Joshua, participara en algo así.