Más metraje. Contuvieron la respiración. Una cueva, toscas paredes cortadas directamente de la roca, bombillas desnudas colgando muy altas sobre las cabezas. Arbright sentada con las piernas cruzadas sobre una esterilla, de espaldas a la cámara.
Ante ella se sentaba Gresham, con turbante, velo y capa, con sus masivos cabeza y hombros enmarcados por el respaldo en cola de pavo real de un enorme sillón de mimbre. Detrás de él, a derecha e izquierda, había de pie dos lugartenientes tuaregs, con rifles automáticos colgados del hombro, bandoleras negras, espadas ceremoniales tuareg con empuñaduras enjoyadas y vainas adornadas con borlas, cuchillos de combate, granadas, pistolas.
—Puede empezar —anunció Gresham.
La señora Wu congeló la imagen.
—Laura, usted es nuestra experta de la situación. ¿Es él?
—Es él —dijo Laura—. Ha pasado por la lavandería, pero ése es Jonathan Gresham, sin la menor duda.
—¿Siempre
tienen ese aspecto? —preguntó de Valera.
Laura se echó a reír.
—No podrían durar ni cinco minutos así, en plena operación. Esas estúpidas espadas, toda esa ferretería…, lo único que les falta son los matamoscas. Gresham está intentando echarle encima a Arbright un poco de vudú.
—Nunca he visto una figura más aterradora —dijo sinceramente la señora Wu—. ¿Por qué oculta el rostro? Su foto debe estar en los archivos en alguna parte, de todos modos.
—Lleva el
tagélmoust
—dijo Laura—. Ese velo y turbante…, es tradicional en los hombres tuareg. Una especie de
chador
masculino.
—Es un buen disfraz —dijo Mclntyre, con deliberada intrascendencia. Estaba asustada.
—Gracias, coronel Gresham. —Arbright se sentía impresionada, pero lo estaba superando bien. Era una profesional—. Déjeme empezar preguntándole: ¿Por qué ha aceptado usted esta entrevista?
—¿Quiere decir por qué
usted…,
o por qué en general?
—Empecemos con por qué en general.
—Sé lo que ha ocurrido en su mundo —dijo Gresham—. Hicimos volar el cascarón de Viena, y la Red desea saber por qué. ¿Qué interés tenemos en eso? ¿Quiénes somos, y qué queremos? Cuando la Red desea saber, envía su ejército…, periodistas. De modo que estoy dispuesto a recibir exactamente a uno…, usted. Confío en usted para que advierta a todos los demás de que no sigan sus pasos.
—No estoy segura de seguirle, coronel. No puedo hablar por mis colegas de los medios de comunicación, pero ciertamente yo no soy un soldado.
—El régimen malí nos ofreció una guerra de exterminio. Comprendemos eso. También comprendemos la amenaza mucho más insidiosa que plantean ustedes, con sus ejércitos de cámaras. No deseamos su mundo. No respetamos sus valores y no queremos ser tocados. No somos una atracción turística…, somos una revolución, no un zoo. No seremos domesticados ni asimilados. Por nuestra propia naturaleza, por su propia presencia, ustedes forzarán sobre nosotros una asimilación. No permitiremos eso.
—Coronel, usted mismo ha sido periodista, así como soldado y, hum, teórico cultural. Seguro que es usted consciente de que el interés popular en usted y sus actividades es muy intenso.
—Sí, lo soy. Por eso espero plenamente sembrar este desierto con los huesos de sus colegas en los años por venir. Pero soy un soldado…, no un terrorista. Cuando nuestros enemigos, sus colegas, sean muertos en nuestras zonas liberadas, lo harán sabiendo la razón. Suponiendo, por supuesto, que pueda confiar en usted para que haga su trabajo.
—No voy a censurarle, coronel. Yo tampoco soy Viena.
—Sí…, sé eso. Sé que usted llevó su reportaje sobre el ataque terrorista a Granada mucho más allá de los límites de Viena, con un cierto riesgo para su carrera. Por eso la elegí…, tiene usted nervio.
El segundo cámara había entrado en campo y ofreció un plano de la reacción de ella. Arbright sonrió a Gresham. Unos hoyuelos. Laura sabía lo que sentía la mujer. Había tenido bastante contacto con Arbright últimamente. Le había hecho una entrevista, muy buena. Incluso conocía el nombre de su peluquero.
—Coronel, ¿sabe usted que su libro sobre la doctrina Lawrence es ahora un best-seller?
—Fue pirateado —dijo Gresham—. Y expurgado.
—¿Puede explicar un poco la doctrina a nuestros espectadores?
—Supongo que es preferible a dejar que lo lean —dijo Gresham, reluctante. Una reluctancia fingida, pensó Laura—. Hace más de un siglo, Lawrence…, era británico, de la época de la Primera Guerra Mundial…, descubrió cómo una sociedad tribal podía defenderse del imperialismo industrial… La revolución árabe detuvo el avance cultural turco, literalmente sobre el terreno. Consiguieron esto con ataques guerrilleros contra los ferrocarriles y telégrafos, el sistema de control industrial turco. Para tener éxito, sin embargo, los árabes se vieron obligados a utilizar artefactos industriales, es decir algodón pólvora, dinamita y comida enlatada. Para nosotros es energía solar, plástico y proteínas unicelulares.
Hizo una pausa.
—Los árabes cometieron el error de confiar en los británicos, que eran simplemente los turcos con otro nombre. La Primera Guerra Mundial fue una guerra civil proto-Red, y los árabes fueron arrojados a un lado. Hasta que llegó el petróleo…, entonces fueron asimilados. Valientes esfuerzos como la revolución iraní de 1979 llegaron un poco demasiado tarde…, estaban luchando ya para la televisión.
—Coronel…, habla como si no esperara que nadie simpatice con usted.
—No lo espero. Ustedes viven según su sistema. Viena, Malí, Azania…, todo es ferretería industrial, sólo con diferentes nombres de marca.
—El analista político británico Irwin Craighead lo ha descrito a usted como «el primer intelectual de derechas creíble desde T. E. Lawrence».
Gresham se llevó una mano al velo.
—Soy un anarquista tribal postindustrial. ¿Eso es considerado «de derechas» hoy en día? Tendrá que preguntárselo a Craighead.
—Estoy segura de que sir Irwin se sentiría encantado de discutir definiciones con usted.
—No pienso ir a Gran Bretaña…, y, si él intenta invadir nuestras zonas, será emboscado como cualquier otro.
La señora Wu congeló de nuevo la imagen.
—Esta letanía de amenazas de muerte es muy irritante.
—Arbright le ha dado una buena sacudida —exultó de Valera—. Derechista típico…, ¡lleno de idioteces!
—¡Hey! —objetó García-Meza—. Y usted lo dice, de Valera…, usted y su sistema socialista de divisas internas…
—Por favor, no empiecen de nuevo con eso —dijo Kaufmann—. De todos modos, el hombre es
interesante,
¿no? Es un tipo que podría convertirse en un héroe mundial, no para todo el mundo quizá, pero sí para bastantes de nosotros…, ¡y no sólo sigue ahí fuera en medio del infierno, sino que ha convencido a todas esas otras pobres almas de que se unan a él!
—Su ideología es un fracaso —dijo de Valera—. Si quiere ser un ermitaño del desierto, puede trasladarse a Arizona y dejar de pagar sus facturas del teléfono. No necesita esos cohetes que se disparan desde el hombro ni los nueve metros.
—En esto estoy de acuerdo con de Valera —dijo Mclntyre—. Y sigo sin ver cómo encaja en esto la estación espacial rusa.
—Está confuso —dijo Laura—. No está seguro de que lo que está haciendo sea lo correcto. Es como… Desea ser tan diferente de nosotros como pueda, pero es incapaz de sacarnos por completo de su interior. Está lleno de alguna especie de odio hacia sí mismo que no puedo comprender.
—Dejemos que siga hablando —indicó García-Meza. Siguieron pasando la cinta. Arbright le preguntó a Gresham acerca del ELAT.
—El régimen malí está acabado —dijo Gresham—, el submarino es sólo un detalle. —Y empezó a hablar acerca del «imperialismo» azaniano. Detallando cómo podían ser minadas las carreteras, emboscados los convoyes, cortadas las líneas de comunicación, hasta que el «expansionismo» azaniano «ya no fuera económicamente sostenible».
Luego, sin advertencia previa, empezó a hablar de sus planes de curar el desierto.
—La agricultura es la más antigua y la más maligna de las biotecnologías de la humanidad. Antes que granjeros desarraigados en campos de esterilización azanianos, tendría que haber tribus nómadas con actividades ecodescentralizadas…
—Está chiflado —dijo de Valera.
—Creo que todos estamos de acuerdo en eso —dijo la señora Wu. Bajó el sonido—. La cuestión es: ¿cuál es nuestra política? ¿Es Gresham menos amenazador para nosotros que Granada o Singapur? Seguro que cultiva una línea de bravatas agresivas.
—Granada y Singapur eran piratas y parásitos —dijo Laura—. Admitámosle eso al menos…, él lo único que desea es que lo dejen en paz.
—Oh, vamos —dijo de Valera—. ¿Qué hay acerca de toda esa ferretería alt— tec? No la ha obtenido vendiendo joyería hecha a mano.
—¡Ajá! —exclamó García-Meza—. Entonces, ahí es donde es vulnerable.
—¿Por qué deberíamos hacerle ningún daño a alguien que ha luchado contra el ELAT? —dijo Suvendra—. Y, si
ellos
no pudieron asustar o vencer a su gente, ¿podríamos nosotros?
—Buen punto —señaló la señora Wu. Observaron a Gresham echarse brevemente hacia atrás en el amplio respaldo de su sillón de mimbre y murmurar una orden al lugarteniente de su izquierda. El tuareg saludó enérgicamente y desapareció fuera de campo.
—Está en un desierto que nadie quiere —dijo Suvendra—. ¿Por qué obligarle a venir tras de nosotros?
—¿Qué demonios puede hacernos? —exclamó de Valera—. Es un ludita.
—¿Pueden hacer retroceder un poco la cinta? —dijo bruscamente Laura—. Creo que ese hombre que acaba de salir de campo era Sticky Thompson.
Se agitaron, impresionados. La señora Wu pasó de nuevo la escena.
—Sí —dijo Laura—. Ese modo de andar, ese saludo. Bajo el velo, tiene que ser él. Sticky…, Nesta Stubbs. Por supuesto…, ¿a qué otro lugar podía ir? Me preguntaba qué habría sido de él.
—Eso es horrible —dijo de Valera.
—No, no lo es —respondió Laura—. Está ahí en el desierto, con Gresham. No está aquí.
—Oh, Dios mío —dijo Mclntyre—. Y pensar que he estado despierta toda la noche preocupándome por las bombas atómicas. Será mejor que llamemos a Viena inmediatamente.
Todos la miraron.
—Un movimiento hábil —dijo al fin de Valera—. Viena. Huau. Eso realmente lo asustará.
La señora Wu se frotó la frente.
—¿Qué hacemos ahora?
—Puedo pensar en una cosa —dijo Laura—. ¡Podemos proteger sus líneas de suministro, de modo que nadie le moleste! Y sé de un suministro que significará para él más que cualquier otra cosa. Camellos de Hierro, de la GoMotion Unlimited en Santa Clara, California. Deberíamos hacer algunas averiguaciones al respecto.
—Rizome-GoMotion —dijo McIntyre—. No suena mal.
—Bien —dijo García-Meza—. Es vulnerable, como dije. Transporte…, eso debería darnos influencia sobre él.
—Sería mejor que lo olvidáramos todo respecto de él —indicó de Valera—. Hace calor en el Sáhara. Quizá todos terminen evaporándose.
—Nadie olvidará nunca a Gresham —dijo Laura—. Nunca olvidan lo que no pueden tener… Será mejor que nos hagamos cargo de esa compañía. —Miró a la mesa a su alrededor, mientras todos permanecían sentados a la parpadeante luz del televisor—. ¿No lo ven? Camellos de Hierro…, el «Jonathan Gresham Look». Todo tipo que se quiera hacer el duro y todos los individualistas y los ciclistas lunáticos de este planeta desearán uno para ellos. En seis meses Arizona estará llena de tipos con
tagel-mousts
de nilón rompiéndose el cuello. —Apoyó la cabeza entre sus manos—. Y no hay una maldita cosa que podamos hacer respecto de
eso.
—Podría significar millones —musitó de Valera—. Demonios, apuesto por ello. —Alzó la vista— ¿Cuándo saldrá esto al aire?
—Dentro de tres días.
—¿Podemos hacer algo en ese tiempo?
—¿En California? Seguro —dijo la señora Wu—. Si nos ponemos ahora mismo en movimiento.
De modo que se pusieron en movimiento.
Laura estaba limpiando su cocina cuando sonó su relófono. Lo tocó, y la puerta se abrió. Charles Cullen, el antiguo presidente ejecutivo Rizome, estaba de pie en el pasillo, con un mono de dril.
—Señor Cullen —dijo Laura, sorprendida—. No sabía que estuviera usted de vuelta en Atlanta.
—Sólo me he dejado caer para ver a los viejos amigos. Lamento no haber llamado antes, pero su nuevo protocolo telefónico… Espero que no le importe.
—No, me alegra verle. Pase. —El hombre cruzó el salón, y ella salió de la cocina. Se abrazaron brevemente, se besaron en ambas mejillas. El la miró y sonrió bruscamente.
—Todavía no lo ha oído, ¿verdad?
—¿Oír qué?
—¿No ha estado viendo las noticias?
—Hace días que no —dijo Laura, apartando unas revistas del diván—. No puedo soportarlas…, demasiado deprimentes, demasiado extrañas.
Cullen se echó a reír con fuerza.
—Bombardearon Hiroshima —dijo.
Laura se puso pálida y se aferró al diván.
—Tranquila —se apresuró a decir él—. ¡Fallaron! ¡No funcionó! —Arrastró el sillón hasta detrás de ella—. Siéntese, Laura, lo siento… ¡No estalló! En estos momentos la bomba está posada en el jardín de una casa de té en el centro de Hiroshima. Muerta. Inútil. El misil cayó volando del cielo…,
dando volteretas,
dijeron los testigos oculares…, y golpeó el suelo del jardín, y se quedó allá medio enterrado en la tierra. Hecho pedazos.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace dos horas. Ponga la televisión.
Lo hizo. Eran las diez de la mañana, hora de Hiroshima. Una hermosa y brillante mañana de invierno. Habían acordonado la zona. Trajes amarillos, mascarillas, contadores geiger. Una buena toma desde un helicóptero encima de la localización. Un lugar diminuto lleno de madera y cerámica, en alguna zona repleta de pequeños restaurantes.
El misil estaba allí, medio aplastado y roto. Parecía como algo que hubiera caído de un camión de la basura. La mayor parte de él era motor, tuberías de cobre reventadas y acero arrugado y roto.
Bajó la cotorreante narración.
—¿No está lleno de uranio?
—Oh, lo primero que hicieron fue retirar la ojiva. Intacta. Piensan que falló el detonador. Explosivo convencional. Ahora la están examinando.
—¡Esos
malditos bastardos
! —exclamó de pronto Laura, y dio una fuerte palmada a la mesita de café—. ¿Cómo pueden haber escogido
Hiroshima?