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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (62 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Has crecido, Inés… ¿Ya puedes servir bebidas alcohólicas?

—Tengo dieciocho años. Puedo servirlas. Y puedo beberlas.

—Bueno, veo que no será por mucho tiempo, ¿verdad?

—Supongo que no… —Llevaba un anillo de compromiso—. Mi
abuela
—lo dijo en español— se alegrará de verla…, yo también me alegro.

Laura hizo un gesto hacia la gente desde detrás de las gafas de sol.

—No les digas que estoy aquí…, todo el mundo lo convierte en un acontecimiento.

—De acuerdo, Laura. —Inés parecía azarada. La gente se mostraba así cuando una se convertía en una celebridad global. No sabían qué decir, su actitud se volvía adoradora…, esto de la pequeña Inés, que acostumbraba mirarla con sus grandes ojos mientras cambiaba los pañales de la niña e iba de un lado para otro en traje de baño—. Nos veremos luego, ¿eh?

—Claro. —Laura se metió detrás de la barra, fue a la cocina. Ninguna señal de la señora Delrosario, pero el olor de su cocina estaba allí, una oleada de recuerdos. Pasó junto a las parrillas y las sartenes con fondo de cobre hacia el comedor. Los huéspedes de Rizome hablaban de política…, la agresividad podía adivinarse por las tensas expresiones en sus rostros.

No era sólo el miedo. El mundo había cambiado. Habían devorado las Islas, y éstas se habían aposentado en sus estómagos como una droga. Esa peculiaridad de las Islas estaba en todas partes ahora, diluida, apagada y hormigueante…

No podía enfrentarse a ellos, todavía no. Subió las escaleras a la torre…, la puerta no se abrió para ella. Casi chocó contra su hoja. Debían de haber cambiado los códigos…, no, ella llevaba un nuevo relófono, no programado para el Albergue. Lo pulsó.

—¿David?

—Laura —dijo él—. ¿Estás en el aeropuerto?

—No, estoy aquí, arriba en las escaleras.

Un silencio. Al otro lado de la puerta, a través de los pocos pasos que aún les separaban, pudo sentirle, reuniendo su valor.

—Entra…

—Es la puerta, no puedo abrirla.

—¡Oh! Sí, claro. Yo la abro. —La puerta se deslizó ante ella. Se quitó las gafas de sol.

Entró y arrojó el sombrero sobre una mesa, a una redonda columna de luz del sol que penetraba por una de las ventanas. Todos los muebles eran distintos. David se levantó de su consola favorita…, pero no, no era él, ya no.

En la pantalla había un juego de Worldrun. África era un lío. Avanzó para saludarla…, un hombre negro, alto y delgado, con el pelo corto y gafas para leer. Se sujetaron las manos por un momento. Luego se abrazaron con fuerza, sin decir palabra. David había perdido peso…, pudo sentir el contacto de sus huesos.

Se apartó.

—Tienes buen aspecto.

—Tú también. —Mentiras. Se quitó las gafas de leer y se las metió en el bolsillo de la camisa—. En realidad no las necesito.

Ella se preguntó por qué estaba a punto de echarse a llorar. Podía sentir aproximarse la necesidad. Se dejó caer en un diván. Él se sentó en una silla al otro lado de la nueva mesita de café.

—El lugar tiene buen aspecto, David. Realmente bueno.

—Webster y Webster, construimos a la última moda.

Eso lo consiguió. Se echó a llorar, intensamente. El cogió unos tisúes y se sentó a su lado en el diván y le pasó el brazo por los hombros. Ella le dejó hacer.

—Las primeras semanas —dijo él—, durante los primeros seis meses, soñé con este encuentro. Laura, no podía creer que estuvieras muerta. Pensaba: Está en la cárcel, en alguna parte. En Singapur. Es una política, le decía a la gente, alguien la está reteniendo, la dejarán ir cuando se arreglen las cosas. Luego empezaron a decir que estabas en el
Ali Khamenei,
y supe que era cierto. Que finalmente te habían alcanzado, que habían matado a mi esposa. Y que mientras yo había estado a medio mundo de distancia. Y no había ayudado. —Se llevó los pulgares a la comisura de sus ojos—. Despertaba por la noche y pensaba en ti, ahogándote.

—No fue culpa tuya —dijo ella—. No fue culpa nuestra, ¿verdad? Lo que teníamos era bueno, e iba a durar realmente, durar para siempre.

—Yo te quería de veras —dijo él—. Cuanto te perdí, eso simplemente me destruyó.

—Quiero que lo sepas, David…, no te culpo por no esperar. —Un largo silencio—. Yo tampoco hubiera esperado, no si las cosas hubieran sido como fueron. Lo que tú y Emily hicisteis estuvo bien para ti, estuvo bien para los dos.

Él la miró, con los ojos inyectados en sangre. Su gesto, su perdón, lo humillaban.

—No hay final a lo que estás dispuesta a sacrificar, ¿verdad?

—¡No me
culpes!
—exclamó ella—. No sacrifiqué nada. ¡No deseaba que nos ocurriera esto! Nos fue robado…, ellos nos robaron nuestra vida.

—No teníamos por qué hacerlo. Decidimos hacerlo. Hubiéramos podido abandonar la compañía, marcharnos a alguna parte, simplemente ser felices. —Estaba temblando—. Yo hubiera sido feliz…, no necesitaba nada excepto a ti.

—¡No podemos impedirlo si tenemos que vivir en el mundo! Tuvimos mala suerte. La mala suerte es algo que ocurre. Tropezamos con algo enterrado, y nos desgarró. —Ninguna respuesta—. David, al menos estamos vivos.

El dejó escapar el seco ladrido de una carcajada.

—Infiernos, tú estás más que viva, Laura. Eres malditamente famosa. Todo el mundo lo sabe. Es un jodido escándalo, un auténtico serial. No «vivimos en el mundo»…, el mundo vive en nosotros ahora. Salimos a luchar por la Red, y la Red simplemente nos hizo pedazos. No es culpa nuestra…, ¡oh, demonios, no! ¡Todo el jodido dinero y la política y las multinacionales simplemente nos agarraron y nos descuartizaron!

Se golpeó la rodilla con un puño.

—Aunque Emily no hubiera venido…, y no amo a Emily, Laura, no como te amé a ti…, ¿cómo demonios hubiéramos podido volver a una auténtica vida humana? ¿Nuestro pequeño matrimonio, nuestra pequeña hija, nuestra pequeña casa?

Se echó a reír, un agudo sonido de infelicidad.

—Cuando me sentí viudo, hubo un montón de rabia y de dolor, pero Rizome trató de cuidar de mí, pensaron que todo eso era… dramático. Seguía odiando sus redaños por lo que nos habían empujado a hacer, pero pensaba: Loretta me necesita, Emily se ocupa de todo, quizá pueda salirme de esto. Seguir viviendo.

Estaba tan tenso como un muelle forzado al máximo.

—Pero sólo soy una pequeña persona, una persona privada. No soy Hamlet, el príncipe de Dinamarca, no soy Dios. Sólo deseaba mi esposa y mi hija y mi trabajo, y unos cuantos amigos con los que beber alguna cerveza, y un lugar agradable donde vivir.

—Bien, ellos no nos permitieron tenerlo. Pero al menos les hicimos pagar por lo que hicieron.

—Tú
les hiciste pagar.

—¡Estaba luchando por nosotros!

—Sí, y ganaste la batalla…, pero para la Red, no para ti y para mí. —Anudó sus manos—. Sé que es una cosa egoísta. A veces me siento avergonzado, sin ningún valor. Esos pequeños bastardos ahí fuera en su submarino, todavía siguen ahí con sus cuatro preciosas bombas A de fabricación casera, y, si disparan una, vaporizará a un millón de personas como nosotros. Son malvados, hay que luchar contra ellos. Así que tú y yo importamos, ¿de acuerdo? Pero no puedo verlo a esa escala, yo soy pequeño, sólo puedo vernos a ti y a mí.

Ella acarició sus manos.

—David, todavía tenemos a Loretta. No somos extraños. Fui tu esposa, soy la madre de tu hija. Yo no deseaba ser eso en lo que me he convertido. Si hubiera tenido alguna elección, te hubiera elegido a ti.

Él se secó los ojos. Estaba luchando por dominar sus sentimientos, por volverse distante. Educado.

—Bueno, nos veremos de tanto en tanto, ¿verdad? En las vacaciones…, ese tipo de cosas. Aunque yo estoy en México ahora, y tú sigues en la compañía.

—Siempre me gustó México.

—Puedes bajar y ver lo que estamos haciendo. El proyecto Yucatán… Alguno de esos tipos de Granada…, sus ideas no eran en absoluto malas.

—Seremos buenos amigos. Cuando pase el dolor. No nos odiamos…, no tenemos intención de hacernos daño el uno al otro. Sólo duele porque fue tan bueno mientras lo tuvimos.

—Fue
bueno, ¿verdad? Cuando nos teníamos el uno al otro. Cuando aún éramos del mismo tamaño. —La miró a través de su oscuro rostro surcado de lágrimas. De pronto Laura pudo ver ahí dentro, en alguna parte, al David que ella había perdido. Era como un niño pequeño.

Dieron una recepción para ella abajo. Fue como las demás recepciones en su honor, en Azania, en Atlanta, aunque la habitación estaba llena de gente a la que ella había querido. Le habían hecho un pastel. Lo cortó, y todo el mundo cantó. No había periodistas, gracias a Dios. Una reunión Rizome.

Les dirigió un pequeño discurso que había escrito para ellos en el avión, mientras venía. Acerca del Albergue…, cómo el enemigo había matado a un huésped, insultado su casa y su compañía. Acerca de cómo ellos habían devuelto el golpe, no con metralletas, sino con la verdad y la solidaridad. Habían pagado un precio por su resistencia, en problemas y tragedia.

Pero hoy la conspiración malí había quedado al descubierto y desmantelada. El régimen granadino había sido barrido. Los singapurianos habían tenido una revolución. Incluso los banqueros de datos europeos —los
Morfinos
— habían perdido sus seguros paraísos y se habían dispersado a los cuatro vientos. (Aplausos.)

Incluso Viena se había visto hecha pedazos en la revuelta mundial, pero Rizome era más fuerte que nunca. Habían demostrado su derecho a ser el futuro. Ellos —el personal del Albergue— podían sentirse orgullosos de su papel en la historia global.

Todo el mundo aplaudió. Sus ojos brillaban. Ella estaba siendo cada vez mejor en ese tipo de cosas. Lo había hecho tantas veces que todo el miedo había desaparecido.

Las formalidades se rompieron, y la gente empezó a circular. La señora Delrosario, la señora Rodríguez, lloraban a lágrima viva. Laura las consoló. Fue presentada al nuevo coordinador del Albergue y su embarazada esposa. Hablaron acerca de lo encantador que era el lugar y de lo seguros que estaban de que iban a disfrutarlo. Laura hizo su número de la «humilde Laura», paciente, desprendida.

La gente siempre parecía sorprendida de verla hablar razonablemente, sin tirones de pelo ni histeria. Todos se habían formado su primer juicio de ella por su imagen en la cinta de Gresham. Ella también había visto la cinta (una de las innumerables copias pirata), exactamente una vez, y la había cortado antes del final, incapaz de soportar la intensidad. Sabía lo que la otra gente pensaba de ella, sin embargo…, había leído los comentarios. Su madre le había enviado un pequeño libro de recortes, cuidadosamente dispuestos y pegados.

Pensaba a veces en esos comentarios cuando era presentada a desconocidos, cuando les veía juzgarla. Juzgarla, presumiblemente, a partir del tipo de mierda que habían visto y leído. «La señora Webster se mostró absolutamente convincente, con toda la ingenua furia de una burguesa ofendida.»
(Leningrad Free Press.)
«Recitó sus quejas a la cámara como una dama exigiéndole a su caballero venganza por un insulto.» (
Paris-Despatch.)
«Fea, histriónica, rasposamente insistente, un testamento que en definitiva era demasiado desagradable para no creer en él.»
(The Guardian.)
Había leído este último diez o doce veces, e incluso había considerado la posibilidad de llamar al pequeño y mezquino sarcàstico que lo había escrito…, pero qué diablos. La cinta había funcionado, y eso era suficiente. Y no era nada comparado con lo que habían dicho de los pobres bastardos que dirigían Viena.

De todos modos, aquello eran noticias viejas ahora. Hoy en día todo el mundo hablaba del submarino. Todo el mundo era un experto. No se trataba, por supuesto, de un submarino Trident estadounidense…, el ELAT le había mentido al respecto, lo cual era poco sorprendente. Ella le había dicho a todo el mundo que se trataba de un submarino «Trident», cuando un Trident era en realidad una especie de misil.

Pero Gresham le había pedido una descripción, y la descripción había dejado las cosas claras. La nave era un antiguo portamisiles soviético clase Alfa, que había sido vendido años antes a la nación africana de Djibouti y dado por hundido con toda su tripulación. Por supuesto, no se había hundido en absoluto…, la impotente tripulación había sido gaseada por saboteadores del ELAT infiltrados a bordo como mercenarios, y el submarino capturado intacto.

Casi toda la historia era ahora del dominio público, y nuevos detalles y fragmentos aparecían cada día a la luz. Tenían los archivos de ordenador del ELAT, capturados en Bamako. Agentes del ELAT en ultramar se estaban rindiendo constantemente a derecha e izquierda, descubriendo a sus asociados, arruinando a sus antiguos empleadores en una orgía séptica de confesión.

La propia condesa estaba muerta. Se había suicidado en su bunker en Bamako y había hecho incinerar sus restos, dejando un largo, inconexo y lunático testamento acerca de su reivindicación por parte de la historia. O eso decían, al menos. No había la menor prueba auténtica de su muerte. Ella se había ocupado muy bien de eso.

Seguían sin estar seguros de la auténtica identidad de la mujer. Al menos había cinco sólidas candidatas, mujeres ricas de derechas que habían desaparecido en uno u otro momento en el submundo de la piratería de datos y la ilegalidad global. Eso sin contar los centenares de ridiculas historias folclóricas y estúpidas tonterías acerca de conspiraciones.

Lo más extraño y enfermante era que a la gente le
gustaba
eso. Le gustaba la idea de una malvada condesa y sus esbirros, pese a que los testimonios y las confesiones demostraban lo escuálido de todo el asunto. La mujer había estado mentalmente enferma. Vieja y temblona y fuera de sí, y rodeada por gente que eran en parte fanáticos y en parte aprovechados.

Pero la gente no podía verlo de ese modo…, no podían captar la genuina banalidad de la corrupción. En algún profundo nivel inconsciente, a la gente le gustaba la insurgencia política, la inseguridad, el perverso aroma del terror nuclear. El miedo era un afrodisíaco, una posibilidad de olvidar la visión a largo plazo y vivir para el momento. Había habido un tiempo en el que
siempre
había sido así. Ahora que ella lo estaba viviendo, oía hablar a la gente, sabía.

Alguien había invitado al alcalde. Magruder empezó a explicarle las complejas filigranas legales de reabrir el Albergue. Estaba a la defensiva acerca de lo que él mismo había hecho, a su manera agresiva. Ella no dejó de cortarle con vacías banalidades.

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